Beatrice Webb fue una de las mujeres más extraordinarias de la Inglaterra de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Nacida en una familia acomodada, Beatrice desarrolló un interés temprano por la investigación social y económica. Pasó unos meses conviviendo con trabajadores fabriles de Lancashire, después colaboró con asociaciones benéficas y finalmente entró en el equipo de ayudantes de su primo, el investigador Charles Booth, quien desarrollaba un estudio sobre las condiciones de vida en las barriadas obreras de Londres. Aquel trabajo marcó un antes y un después en la imagen que la sociedad británica tenía acerca de sí misma, y convenció a Beatrice de que la pobreza no era el resultado de una debilidad de carácter, sino más bien el síntoma de problemas estructurales. La joven comenzó entonces a escribir libros sobre el obrerismo y la legislación industrial.

En 1892, Beatrice se casó con Sidney Webb, un hombre de origen humilde que había logrado ascender en el funcionariado a base de estudio y disciplina. Durante las décadas que siguieron a su boda, Beatrice y Sidney desarrollaron una colaboración absoluta y pareja. Se referían a ella como our partnership, nuestra asociación. Cada mañana se sentaban en extremos opuestos de la mesa de comedor y se ponían a leer, a escribir, a trabajar. Juntos escribieron libros fundamentales acerca del sindicalismo y el municipalismo, juntos impulsaron revistas como el New Statesman e instituciones como la Sociedad Fabiana y la London School of Economics, y juntos desarrollaron una estrategia de “permeación” para convencer a las élites británicas de la necesidad de reformar la sociedad industrial.

A veces uno daba un paso atrás para apoyar al otro, como cuando Sidney entró en el primer gobierno del Partido Laborista, o como cuando Beatrice hizo campaña para cambiar la Ley de Pobreza -sus propuestas fueron el antecedente necesario del Estado del Bienestar que sus discípulos desarrollaron en los años 40-. Pero ninguno se vio eclipsado jamás por el brillo del otro. Hoy en día sus restos yacen juntos en la abadía de Westminster.

La historia de Beatrice Webb no es inmaculada. Puede que ni siquiera sea ejemplar. Durante la Gran Depresión y la crisis del Partido Laborista, tanto ella como su marido se dedicaron a hacer propaganda del estalinismo. Soslayaron y, en algunos casos, justificaron los peores excesos totalitarios; su libro sobre la Unión Soviética fue descrito por el historiador A. J. P. Taylor como “el libro más ridículo jamás escrito acerca de la Rusia comunista”. Beatrice también se opuso, al menos en un primer momento, a que se concediera a las mujeres el derecho al voto, y mostró una constante predisposición a tratar las cuestiones relativas a la mujer como secundarias frente a -y, a veces, como distracciones de- las desigualdades de la sociedad industrial.

Sin embargo, hay algo en la historia de Beatrice Webb que sigue resultando muy sugerente. Beatrice quería trabajar, y aunque podía haberlo hecho sola -disponía de todas las facilidades económicas para ello- decidió hacerlo en compañía de otro. Lejos de ver la relación entre los sexos como una dinámica de oposición y conflicto, ella y su marido supieron urdir una carrera conjunta cuyos pilares vale la pena recordar: la colaboración, el respeto, la igualdad y el trabajo.