Esta mañana me llama mi madre y me dice que está bien de los análisis. “¿Es verdad o lo dices para tranquilizarme?”, pregunto. Me contesta: las dos cosas. Y pienso en ese momento en las veces que yo miento con la misma intención. Sosegar inquietudes.

La mentira nace en Oz, es pariente de la fantasía, es lo que nosotros inventamos, es nuestra ficción. Y la ficción, como nos pertenece, la construimos a nuestra medida. No lo veo mal.

Mi padre se pasó la vida sin quejarse, nunca le dolía nada. Y tuvo razones para dolerse con tanto accidente y tanta patada de la vida. Pero no se quejaba. Tenía esa robustez de los hombres de la posguerra, firmes, secos y resistentes. Un hombre que plantó viñas a golpe de azada y consumió kilómetros de carretera por todo el país. Y de callar sufrimientos, también silenció sentimientos. La dureza. Hasta su último día repitió que estaba bien, que no me preocupara. Lo recuerdo ahora mismo que escribo esto.

Yo sé hoy que era mentira. Y lo sabía entonces: los médicos bajaban la mirada al salir de la habitación y el fiel Google me daba la respuesta a la septicemia del último diagnóstico.

Se aprende a mentir en la familia. Ese es el primer lugar donde decimos que “no pasa nada”, que “yo no he sido” y que “todo irá bien”. Se lo tomo prestado a Los lugares pequeños, de Paco Tomás. Desde muy niños aprendemos a disfrazar la realidad con vestidos que la mejoran. Que nos mejoran. Ese juego de fábulas noveladas con el embuste no es más que un poco de típex para disimular los fallos. Un cierto disimulo. Una bufanda roja que alegra la cara en la tarde gris. Una sonrisa tímida que evitar preguntas. Un brindis. Un, tranquilo, todo va sobre ruedas.

El poder de la mentira sigue intacto en mi casa. Y, por lo que veo, en muchos hogares.

“Te llamo para que no te preocupes”, dicho por una madre, es un buen disfraz de palabras para la realidad. Y si lo dice un hijo, también. O un novio. Porque preocuparse es innato. El tono de la voz que se transparenta, la alegría indisimulada al mandar un beso y la trivialidad de la conversación restante tras el “qué tal estás”, sirven de paracetamol a la inquietud. Todo gesto de aplomo, aunque venga enmascarado, alivia la zozobra. Mucho más cuando el hijo vive lejos, mucho más cuando hay edad.

Conste que a mí, los efectos de la mentira, hablando en plata, me descolocan, porque no me relajan del todo, que si te mienten y se nota mucho, te jode y te sientes burlado y tal, pero cuando se dice para tranquilizar pues bienvenida sea. Qué remedio. Hay ocasiones en que cuantos nos rodean no merecen sino un poco de comedia. Lo decía el novelista Benjamín Jarnés. Seamos, entonces, un poco farsantes.