Dice mi profesor de piano, que no sabe tocar el piano –pero no importa-, que lo verdaderamente preciado es el tiempo. No se refiere al de la música, que también, sino al otro. Y tiene mucha razón: llega un día en que ya apenas queda y, con frecuencia, nos asalta una asfixiante sensación que entonces resulta asombrosa, incluso inesperada; por mucho que la vida se haya incluso excedido atormentándonos con continuas advertencias. Pero así es: al final, después de ignorar todas las señales, nos sorprendemos de que llegue la última.

Mientras nos alcanza ese implacable tsunami que nos dejará a todos los vivos en la muerte, uno a uno y en el momento justo -o tal vez en uno injusto-, podemos decidir libremente qué hacer con cada uno de nuestros minutos.

Y podemos editar un disco -o dos- en tres meses, como ha hecho a sus 72 años Van Morrison, que ha estado esta semana exhibiendo su inagotable talento como vocalista e instrumentista -incluso tocó el piano- en Madrid, o podemos decidir ausentarnos de nuestra vida y de sus posibilidades, y dormirnos -en el peor de los sentidos- hasta que la muerte nos agite para despertarnos unos efímeros instantes, los últimos.

Desde hace unos años podemos abandonarnos a ese sueño intrascendente despiertos del todo, haciendo eso que ahora hace todo el mundo casi siempre: aislándonos frente a una pantalla que, sin embargo, jura que, más que separarnos, nos une. Pero es mentira.

Lo sabe bien Chamath Palihapitiya, el ex jefe de Facebook que se ha pasado al otro lado. Durante años se dedicó, como uno de los vicepresidentes de la compañía de Zuckenberg, a buscar más y más usuarios para la gran red social. Ahora, convencido de que Facebook nos está programando el cerebro sin darnos cuenta y arrepentido de su participación en semejante coup d’état a la civilización humana, ni siquiera permite que sus hijos se asomen a las redes, y prefiere dedicar el dinero que ha ganado en promover el bien sin pantallas: financia colegios y participa en hospitales.

La comunicación a la que nos someten los teléfonos, iPads y ordenadores ¿inteligentes? se ha convertido, en realidad, en la mayor incomunicación, en un cautiverio sutil de devastadoras consecuencias. Estamos conectados, pero no lo estamos. En verdad, por mucho que las pantallas se empeñen en configurar la realidad opuesta, llenas de likes, estamos más solos de lo que lo hemos estado nunca.

Aunque eso no a todo el mundo le ha parecido siempre mal. “El aislamiento es un componente indispensable de la felicidad humana”, sostenía quien ha sido considerado el mejor pianista de todos los tiempos, Glenn Gould. Pero este experto en Bach se refería a una abstracción real, sin camuflaje ni amistades virtuales.

Su lejano discípulo James Rhodes también celebra la soledad elegida. En su nuevo libro, Fugas (Blackie Books), confiesa que estaría “encantadísimo” de pasar 20 horas solo por cada una que pasa acompañado. Con sus manifiestas incapacidades sociales seguro que no le cuesta mucho conseguirlo. Y eso que es una estrella mundial del piano que merece toda la atención que en ocasiones detesta.

Este temporal de tiempo y nubes en el que vivimos pronto desaparecerá. A veces, parece que solo entonces dejaremos de mirar la pantalla donde no está la vida. Y, sin embargo, las partituras de papel, mientras suenan las Variciones Goldberg, acreditan que nos lo estamos perdiendo todo.