El nacionalismo catalán ha sido experto en el doble lenguaje. Ya lo dijo Pujol: "la puta y la Ramoneta". Unas veces tocaba ser virtuoso y escrupuloso con la ley, y otras, ponerse farruco y echarse al monte. De puertas afuera se jugaba a dar estabilidad al Estado y de puertas adentro se adoctrinaba a las nuevas generaciones en el odio a lo español. En público se ensalzaba la contribución de los inmigrantes a la construcción de Cataluña y en privado se les despreciaba y se diseñaban estrategias para evitar que el castellano de su numerosa prole pusiera en peligro el catalán. Y hay que decir que la faena les ha salido de puta madre.

Mientras en los últimos treinta años se ha trabajado en Cataluña por crear conciencia nacional, el Estado permanecía de brazos cruzados. Lo asombroso es que aún haya más de la mitad de catalanes que estén por la unidad de España.

No me quiero desviar. Hablaba de las dos caras del nacionalismo a colación de la última astucia de Puigdemont. El presidente de la Generalitat ha aprovechado la entrega del premio Blanquerna a Vicente del Bosque para alabar a esas personas "que hacen de la palabra el mejor remedio para solucionar los problemas".

El exseleccionador podría haberle mencionado que mientras el equipo nacional ganaba títulos, las autoridades catalanas prohibían la instalación de pantallas en la calle para seguir los partidos. O que a chavales que aquel histórico julio de 2010 veraneaban en los albergues de la Generalitat, sus monitores les robaron el gol de Iniesta apagándoles la televisión.

Del Bosque podría haberle recordado, también, que cuando en Madrid los fachas empujan a los nacionalistas -ocurrió precisamente en la sede de Blanquerna- se les detiene y se les mete cuatro años de cárcel por el agravante de la "discriminación ideológica", y desde luego no les acompaña la multitud ante el juez. Y que, sin embargo, cuando en las Ramblas agreden a dos chicas de la plataforma Barcelona con la Selección, aquí paz y después gloria.

El bueno de Vicente, con su proverbial mesura, se limitó a aceptar el premio y a hablar de fútbol.

Podría suponer el lector, llegados a este punto, que estas líneas encierran un reproche a Del Bosque por asistir a la corte de Puigdemont y servirle la coartada para seguir ejerciendo de Ramoneta. Todo lo contrario.

Aun siendo marqués y madridista -lo cual resulta un pleonasmo-, Del Bosque es una de las pocas figuras a este lado del Ebro que aún genera simpatías entre republicanos y separatistas. Y España necesita españoles envidiables para que la españolidad no siga agonizando en Cataluña.