Desde el momento en que Cándido Conde-Pumpido fue elegido presidente del Tribunal Constitucional el miércoles, los medios de la extrema derecha no han dejado de aullar contra Feijóo, haciéndole ya responsable de que en la próxima legislatura vaya a celebrarse un referéndum de autodeterminación en Cataluña.

Conde-Pumpido, ¿abogado del Diablo?

Conde-Pumpido, ¿"abogado del Diablo"? Javier Muñoz

De nada ha servido que el propio Conde-Pumpido trazara en sus primeras palabras la expresa línea roja que la magistrada Segoviano eludió la semana anterior: “La Constitución no permite la autodeterminación”. Para quienes viven instalados en la morbosa monetización del desastre inexorable, tan enfático pronunciamiento no habría sido sino una maniobra de distracción. Si a la sedición le llaman ya “desórdenes agravados”, alegan esos exaltados, seguro que Sánchez y su presunto jurista de cabecera encuentran un camuflaje semántico similar para la autodeterminación.

Y el culpable de todo sería Feijóo por haber dado luz verde al desbloqueo de la elección de los magistrados del Consejo del Poder Judicial y por ende a la renovación del TC que implicaba su vuelco hacia la izquierda. Algo inevitable, teniendo en cuenta que la Constitución fomenta la paridad ideológica en el tribunal, al imponer consensos en la elección de los cuatro magistrados del Congreso, de los cuatro del Senado y de los dos del CGPJ, dejando el desempate en manos de los dos que nombra el Gobierno. Cuando el tercio a renovar incluye a esos dos magistrados del Ejecutivo, el tribunal siempre se adapta a su sesgo.

Pretender que el líder de la oposición instara a sus afines del CGPJ a atrincherarse en el bloqueo de la renovación del TC era pedirle que vulnerara la Constitución y proporcionara además al Gobierno una coartada para cambiar la ley y rebajar los requisitos de esa elección. No se trataba de un trágala, como quedó demostrado al mantener los conservadores el veto al candidato favorito del Gobierno, José Manuel Bandrés. Se trataba simplemente de cumplir la legalidad y así se hizo.

El bloqueo del PP no puede mantenerse un año más, con la expectativa de que un triunfo en las generales le permita cambiar el sistema de elección

Otro tanto debería ocurrir ahora con el propio CGPJ, en el que el retraso acumulado no es de seis meses, como en el TC sino de cuatro años. Feijóo actuó bien abortando el acuerdo ya alcanzado, cuando el Gobierno intentó hacerlo coincidir con la supresión de la sedición y la rebaja de la malversación pactadas con Esquerra, lo que hubiera supuesto una humillación para el PP. Pero ahora que esas fechorías ya se han consumado, y sólo queda su evaluación por las urnas, ese acuerdo debería rubricarse.

En primer lugar, por el apego debido a la normalidad institucional, al margen de cual sea la línea del Ejecutivo. Pero sobre todo por pragmatismo político, pues el bloqueo del PP no puede mantenerse un año más -o quién sabe si cinco-, con la expectativa de que un triunfo en las generales le permita cambiar el sistema de elección. Porque incluso en el supuesto de que doce de los veinte vocales volvieran a ser saludablemente elegidos por los jueces, siempre quedarían los ocho que la Constitución atribuye al Congreso y el Senado.

Todo el mundo entendería que, llegados a ese punto, el PSOE le devolviera la jugarreta al PP y bloqueara también la renovación. Y resulta tan patético como pueril que la hipótesis de trabajo para ese supuesto, de algunos juristas afines a Génova, sea  recurrir a una añagaza similar a las barajadas ahora por el PSOE, permitiendo constituir el CGPJ con sólo una parte de sus miembros. Siempre habrá que clamar contra esas triquiñuelas que sólo servirían para degradar nuestra Carta Magna.

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En ese orden de la picaresca se inscribía también la estratagema de los cuatro magistrados conservadores del TC al promover la candidatura alternativa de la progresista María Luisa Balaguer, para impedir que Conde-Pumpido alcanzara la presidencia. Era una operación ‘contra natura’ pues más que de encumbrarla a ella, se trataba de cerrarle el paso a él, dando pábulo a todos los clichés agitados por esa extrema derecha siempre necesitada de fantasmas a los que alancear.

Cualquiera que conozca la larga trayectoria de Conde-Pumpido debe admitir que era el líder natural de un TC con su actual composición. Tanto por su condición de hombre de izquierdas y su capacidad intelectual, como sobre todo por la probada supeditación de sus prejuicios a su conciencia como jurista. Ya me he referido muchas veces al gesto de independencia que en 1998 le llevó a decantar la sentencia del caso Marey, condenando a Barrionuevo y Vera y desmontando para siempre las falacias del PSOE sobre los GAL.

El tiempo ha dado la razón a Zapatero y Conde-Pumpido: era posible conseguir la autodisolución de ETA sin concesiones políticas que afectaran al orden constitucional

También he topado recientemente con una toma de posición suya, siendo ya Fiscal General del Estado, cuando denunció con escándalo el cambio de la doctrina sobre la prescripción, con que el TC de entonces evitó la entrada en prisión de los Albertos, tras su condena por estafa. Todos adivinamos la mano de Juan Carlos I en aquella alcaldada, aunque tuviera que pasar más de una década hasta que nos enteramos por el Daily Telegraph de que el testaferro del Emérito, Álvaro de Orleans, había cobrado cincuenta millones por el pelotazo de los dos primos en la venta del Banco Zaragozano.

Es cierto que, como Fiscal General, Conde-Pumpido “se manchó la toga con el polvo del camino” -pocas frases han resonado con tanta elocuencia-, al facilitar la negociación de Zapatero con ETA, modulando las actuaciones del ministerio público dentro de los márgenes que le permitía la legalidad. Aun se nos revuelve el estómago recordando el día en que, al ser brevemente encarcelado, el siniestro Arnaldo Otegi -un individuo que tendrá las manos manchadas de sangre hasta el fin de sus días- preguntó chulesco “si lo sabía el Fiscal General”. Y otro tanto cabe decir de las resoluciones tomadas para favorecer la excarcelación del sanguinario De Juana Chaos o de la pasividad frente al chivatazo del bar Faisán.

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Pero hay que reconocer que el tiempo ha dado la razón a la percepción de Zapatero, secundada por Conde-Pumpido, de que era posible conseguir nada menos que la autodisolución de ETA sin concesiones políticas que afectaran a la soberanía nacional o al orden constitucional. Así lo reconoció expresamente el líder de la oposición Mariano Rajoy y nada ha alterado desde entonces esa valoración. Cuestión distinta son las bochornosas alianzas políticas del PSOE actual con quienes siempre llevarán el estigma de su pasado. Pero la desaparición del terrorismo en España es un logro compartido por quienes como Aznar colocaron a la banda al borde del K.O. y por quienes como Zapatero, Rubalcaba y el propio Conde-Pumpido tuvieron la inteligencia de ofrecerle el mal menor del final pactado, mientras le asestaban los últimos golpes.

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Sin la estridencia fatalista de los ultras, somos muchos los que tememos que, si Sánchez logra mantenerse en la Moncloa, con la actual dependencia de Podemos, Esquerra Republicana y Bildu, se vea obligado a emprender una aventura política en pos de un nuevo encaje de Cataluña en el Estado que también afectaría al País Vasco y quién sabe a cuantas comunidades más. Y que cuente de nuevo con la complicidad de Conde-Pumpido, esta vez al frente del TC.

La mejor garantía de que la política de apaciguamiento no infecte el núcleo duro de constitucionalidad es que sea Feijóo quien se instale en la Moncloa

Aunque por el nivel de audacia política necesario y por su carácter reciente, el paralelismo con la negociación con ETA -en pos del "bien está lo que bien acaba"- estaría servido, la complejidad jurídica de esa operación la asemejaría más a la arquitectura de la Transición. Sánchez jugaría a ser Adolfo Suárez y encomendaría a Conde-Pumpido el papel de Torcuato Fernández-Miranda para diseñar un camino “de la ley a la ley” durante el que se produjera una mutación constitucional de facto, aun manteniendo el nominalismo de la Carta Magna.

Parece algo al filo de lo imposible, pero no será la falta de autoestima lo que detraiga a unos brujos que hace tiempo que perdieron la condición de aprendices. Baste pensar que su punto de partida bien podría ser la restitución de los artículos del Estatut declarados inconstitucionales en 2010. Si el TC os los quitó, el TC os los puede devolver.

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Se trata de una dinámica tan cargada de riesgos para la estabilidad de la democracia y la concordia entre los españoles que conviene aferrarse a la máxima de que sólo quien evita la tentación, evita también el peligro. Y puesto que, tras los indultos y las reformas del Código Penal, en sentido opuesto a lo prometido por Sánchez, el tablero catalán va a volver a parecerse mucho al de 2017, la mejor garantía de que la actual política de apaciguamiento no infecte ese núcleo duro de la constitucionalidad, es que sea Feijóo quien se instale a comienzos del 24 en la Moncloa.

De hecho, creo que, más allá de las escaramuzas banales, la normal sustitución de un Tribunal Constitucional de mayoría conservadora por otro de mayoría progresista, con una figura de la dimensión de Conde-Pumpido al frente, es un argumento de enorme peso para propugnar un relevo equivalente, pero de signo opuesto, en el Ejecutivo. Y no sólo por la cuestión de Cataluña.

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Por manoseado y tópico que parezca el concepto, la división de poderes y sobre todo el juego de los contrapesos entre ellos, son la sustancia de la democracia. El Tribunal Constitucional no es propiamente un poder del Estado, sino el árbitro entre todos ellos. O más bien el último bastión de la legalidad constitucional frente a lo que Bettino Craxi definía laudatoriamente -y así le fue- como el “decisionismo” de la política.

El Constitucional no puede convertirse en una tercera cámara que tumbe por sistema las leyes aprobadas por las otras dos

Diga lo que diga la propaganda gubernamental, el Tribunal Constitucional saliente ha tenido la utilidad durante estos últimos años de cuestionar y repudiar las vulneraciones de derechos individuales durante la pandemia. Aunque los efectos prácticos de esas sentencias hayan sido muy escasos, al menos han servido para hacer oír la voz de la conciencia de una democracia garantista. Y, por supuesto, el bloqueo de la tramitación en el Senado de las enmiendas que cambiaban torticeramente las reglas del juego en el propio TC, ha sido un servicio al orden constitucional que honra a Trevijano y sus compañeros.

Comparto, sin embargo, la crítica de la izquierda -esperemos que la mantengan si hay un gobierno de derechas- en el sentido de que el Constitucional no puede convertirse en una tercera cámara que tumbe recurrentemente las leyes aprobadas por las otras dos. Una de las virtudes de nuestra Constitución es que puede amparar políticas muy dispares, aunque susciten el repudio de amplios sectores de la sociedad. Que algo parezca disparatado, no quiere decir que sea inconstitucional.

La mejor forma de rectificar la ley del “sí es sí”, la ley Celaá o la ley trans no es apelar por sistema al Constitucional sino ganar las elecciones. No se trata de “destruir al PSOE” como pide la belicosa Álvarez de Toledo; basta con lograr treinta o cuarenta escaños más que Sánchez en las generales de diciembre.

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Hace quince años y unos meses titulé una de mis cartas Advocatus Diaboli. Iba dedicada a Conde-Pumpido y se centraba en su papel facilitador como Fiscal General de aquella negociación con ETA. Al margen de que ya he dicho que el optimismo de la voluntad zapateril prevaleció entonces sobre el pesimismo de las inteligencias más críticas, es obvio que para que alguien pueda ejercer de “abogado del diablo” se requiere que exista un proyecto luciferino en marcha.

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Sin insistir hoy en hasta qué punto podría resultar catastrófico pretender “arreglar lo de Cataluña como arreglamos lo de ETA”, creo que todos nos sentiríamos más tranquilos si el próximo presidente del Gobierno percibiera al Tribunal Constitucional más como un vigilante incómodo que como un cómplice maleable.

Al menos eso es lo que se me ocurrió el primer sábado de enero, contemplando sobre la romántica grisura del Tajo un azud regulador en las espaldas de Toledo. La acepción de azud más antigua que recoge la Academia describe una “rueda que se coloca en el curso de un río y que, movida por la acción de la corriente, saca agua para regar”. La más actual se refiere en cambio a un “muro grueso construido en un río para reconducir el agua”.

Y así como una misma palabra puede significar dos cosas bien distintas, también la misma función se puede ejercer de maneras casi antagónicas. Mejor un Tribunal Constitucional capaz de oponer una razonable resistencia a la crecida del río que otro que ayude a capitalizar la acción de la corriente. Mejor un muro de contención al servicio de los ciudadanos que una rueda impulsora en el engranaje del poder.