Hace cinco años, en marzo de 2016, cuando se me ocurrió opinar en Twitter que una durísima entrada de Piqué a un jugador del Villarreal merecía su expulsión, el central del Barça se me encaró en plan respondón, como hacía el ministro Corcuera o ahora es habitual entre los políticos de Vox y Podemos. “Sáquese la camiseta cuando haga periodismo”, replicó, dando a entender que mi simpatía por el Real Madrid -sobre todo de baloncesto- desvirtuaba una opinión basada en una flagrante evidencia gráfica.

Tomás Serrano

Mi reacción fue mostrarle algunas de las camisetas, con mi nombre en el dorsal, que conservo como recuerdo. Entre ellas, la del 9 del Barça en tiempos de Eto'o que me regaló Laporta, durante su primera etapa como presidente, una noche en la que le invité a cenar a mi casa. Era una manera de aclarar a Piqué que siempre he admirado el mérito allí donde estuviera y que mi juicio, acertado o erróneo, no era fruto de adscripción alguna. Además, añadí: “Esto de las camisetas no es para tomárselo tan en serio”.

Debo reconocer que siempre me ha costado entender ese enorme negocio del merchandising deportivo: cómo puede ser que una prenda textil, a menudo de mediocre calidad, adquiera un valor exponencialmente tan alto, por el hecho de que reproduzca los colores de los grandes clubes y los nombres de sus ídolos. La clave está, por supuesto, en su función mediadora entre las hazañas deportivas televisadas en la aldea global y las fantasías de los aldeanos más predispuestos a la seducción.

La camiseta es la bandera de la respectiva nación futbolera. Por algo se ha definido al deporte de competición como 'la guerra por otros medios', habitualmente menos cruentos. Pero existe una gran diferencia adicional que debería llevarnos a trivializar nuestras preferencias por uno u otro equipo y las emociones que generan sus derrotas o victorias. Me refiero a la estricta condición de soldados de fortuna, o si se quiere de vientres de alquiler para la gestación subrogada de ilusiones colectivas, que caracteriza a la inmensa mayoría de las estrellas del deporte.

Algo que no sucede en las guerras propiamente dichas, desde los tiempos de los condotieros. Mientras pasarse al enemigo es en todos los países un delito de alta traición, castigado con las penas más severas, todo lo más que le hicieron a Figo fue lanzarle la famosa cabeza de cochinillo. En septiembre veremos con normalidad cómo el hasta julio base blaugrana Adam Hanga dirige el quinteto del Madrid de basket, mientras el hasta julio base merengue Nicolás Laprovittola lidera el del Barça, como si de un intercambio de sillas musicales se tratara. Y los dos tan felices con su subida de sueldo.

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Lo que sobran son las 'lágrimas de cocodrilo' a lo Sergio Ramos o a lo Leo Messi. Teniendo en cuenta los obscenos niveles de opulencia que han alcanzado al cabo de sus exitosas carreras deportivas, si hubiera un adarme de veracidad en ellas, ni el uno ni el otro se habrían ido del Madrid y el Barça por un puñado de petrodólares cataríes. A la hora de la verdad, el 'amor a los colores' de las entidades en las que crecieron y triunfaron ha resultado ser un tópico tan ritual como vacío.

Lo único que estaba en cuestión era si iban a seguir ganando muchísimo dinero o iban a pasar a ganar muchísimo más dinero. Ellos han optado por el muchísimo más sin que ni siquiera la difícil coyuntura de sus clubes, acrecentada por la tragedia de la Covid, les haya hecho parpadear.

Lo único que estaba en cuestión era si Messi y Ramos iban a seguir ganando muchísimo dinero o iban a pasar a ganar muchísimo más dinero

Es verdad que la epidemia de la avaricia o del ansia por mejorar no es exclusiva de los futbolistas y otros deportistas profesionales. Nadie le reprocha a un médico, un periodista o a un ingeniero de datos que fiche por la competencia, siempre que no incumpla una cláusula contractual. No se trata pues de vilipendiar a las estrellas deportivas por ir solamente a lo suyo, pero sí de despojarlas de esa aura de paladines identificados con los valores de una comunidad de socios, forofos o simples seguidores.

Urge sobre todo ponerles en evidencia entre los más jóvenes. Toda educación en valores debería combatir el forofismo de igual manera que el machismo, el racismo o la xenofobia. Se trata de abrirles los ojos a los niños para que no depositen expectativas desmedidas en individuos que trafican con sus ilusiones con la calculadora en una mano y la chequera en la otra.

Toda educación en valores debería combatir el forofismo de igual manera que el machismo, el racismo o la xenofobia

Antes o después, siempre llega el final de la inocencia. De repente esta semana millones de chavales culés de todo el mundo han descubierto que Messi eran los padres. En este caso, en el sentido más literal de la palabra, pues todo indica que la supercomisión que va a cobrar su progenitor y representante, Jorge Messi, ha sido decisiva para que el ídolo se vaya a un PSG que tira con la inagotable pólvora del Emir de Catar.

Pero lo mismo puede decirse de Sergio Ramos, Cristiano Rolando, Griezmann, Luis Suárez, Varane o todos los que vienen y van. No los traen los Reyes Magos sino los presupuestos de los clubes, respaldados por sus propietarios o por los avales de sus presidentes en el caso de que sigan siendo de los socios. Como en cualquier otra actividad rige la oferta y la demanda y cuando se generan pérdidas, toca cubrirlas o al menos refinanciarlas, como acaba de hacer el Barça con la mitad de sus 1.200 millones de deuda, a través del pacto con Goldman Sachs.

Si los que más veces besan la camiseta para convertir cada gol en una promesa de amor eterno se olvidan tan rápidamente de ella, como lo ha hecho Messi al llegar a París, o como lo hizo Cristiano cuando recaló en Turín, es conveniente que los aficionados también empiecen a 'tomársela menos en serio'. Eso es lo que le quise decir a Piqué. Especialmente a Piqué en tanto que capitán azulgrana.

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Merece la pena reflexionar sobre por qué la marcha de Messi del Barça parece un drama de mucha mayor dimensión que la salida del Real Madrid de Cristiano Ronaldo y Sergio Ramos juntos. Sin duda es fruto del papel hipertrofiado que se atribuye al Barça dentro del espejismo colectivo del supremacismo catalán.

Si el Barça era “más que un club”, su estrella tenía que ser “más que un futbolista”. No en vano, muchos catalanes creían que Messi no era sino el diminutivo de Mesías. El Mesías de la Masía. O, como mínimo, el Moisés de la Masía. El mismo hijo del Dios del fútbol, o al menos un enviado suyo, al que las aguas del río del destino empujaron en la canastilla de su adolescencia hasta las orillas de Can Barça, con la misión histórica de guiar al pueblo elegido, a través del desierto de la opresión españolista, hasta las verdes praderas de los ajustes de cuentas en el Bernabéu.

Durante dos décadas los creyentes de la religión a la vez blaugrana y estelada han desdeñado signos externos tan evidentes como que, al cabo del tiempo transcurrido desde su encarnación, Messi siguiera sin hablar catalán o que en ocasión tan memorable como la de la recepción de la gran Cruz de Sant Jordi pareciera absorto en las musarañas mientras el resto de la congregación aplaudía a los héroes del procés.

No importa: Messi estaba ahí, igual que estuvo la Virgen de la Merced al frente de las tropas de La Coronela el 11 de septiembre de 1714 . Sólo cuando se desveló que sus emolumentos superaban los 60 millones por temporada, empezó a cundir la sospecha de que tal vez estaba por dinero; lo cual se convirtió en certeza, cuando a la hora de tratar de su renovación, el desenlace sólo dependía de que en lugar de 60 fueran 70.

Ese fue el resquicio por el que pretendió colarse el turbio Javier Tebas al tratar de sumar a Joan Laporta a su intento de apoderarse vitaliciamente de LaLiga, a través de su fulero acuerdo con el fondo CVC. Su cálculo era que Laporta pasaría por lo que fuera con tal de contar con esos cientos de millones adicionales que le permitirían retener a Messi y encajarlo en los límites salariales de LaLiga. Sobre todo, teniendo en cuenta que su principal avalista era el mismo Jaume Roures que, como distribuidor en exclusiva de los derechos audiovisuales y socio de facto de Tebas, habría sido el otro gran beneficiario del golpe de mano.

Laporta será independentista y tendrá pocos escrúpulos, pero no es tonto. Una cosa es que esté ya calentando motores para convertir al Barça en la punta de lanza que relance el procés en la Diada; una cosa es que contratara al mayor de los Mossos Ferrán López por el triple de su sueldo, después de que hubiera sometido a su antecesor Bartomeu a la humillación de detenerle y esposarle sin orden de la jueza; una cosa es que esté consolidando ese “Barça siciliano”, tan bien descrito por Xavier Salvador, con “un negocio trasero en el que los propios Jordi Alba, Sergio Busquets y Gerard Piqué tienen participaciones no declaradas en el Registro Mercantil”; pero otra distinta es que esté dispuesto a pasar a la historia -y a la crónica judicial- como el presidente que quebró el club e hizo evaporar el patrimonio de los socios.

El fantasma de la reconversión forzosa del Barça en una sociedad anónima deportiva más, en manos de millonarios árabes o rusos, le llevó a resistir la tentación hacia la que le empujaban Tebas y Roures y a rechazar las exigencias de un Messi al borde del inexorable declive deportivo. Haber añadido a su pasivo los 270 millones que le hubieran correspondido del préstamo de LaLiga con el dinero de CVC, más los 350 que exigía el jugador por cinco años más de contrato, habría supuesto una loca huida hacia adelante que sólo podía desembocar en el fondo del barranco, pues el millardo largo de su deuda se hubiera convertido en casi dos. Su sexto sentido le mandó frenar, aún a riesgo de perder el aval del maligno Roures.

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El propósito de Tebas y Roures, al tratar de captar a Laporta, era haber dejado sólo a Florentino Pérez en su rechazo a lo que para los clubes medianos y pequeños va a ser un rescate leonino y para el Madrid y el Barça se habría convertido en un auténtico atraco a mano armada. No es casualidad que, desde que puso las cartas de la Superliga boca arriba, el presidente del Real Madrid esté siendo víctima de una campaña de desprestigio, basada en la difusión de conversaciones privadas, captadas ilícitamente, y carentes de contenido sustancialmente relevante. Pensaban que un Florentino contra las cuerdas de la opinión publicada se habría resignado al papel de pasivo rehén de la expropiación del 11% de sus derechos televisivos durante cincuenta años.

Desde que puso las carta de la Superliga boca arriba, el presidente del Real Madrid está siendo víctima de una campaña de desprestigio

No conocían al personaje. Una vez más ha quedado patente su determinación a resistir el chantaje y su inteligencia como empresario, desmontando primero el 'artilugio' que camuflaba como socio industrial a quien no era sino un socio financiero en pos de una desmesurada tasa de retorno a largo plazo; y colocando después a sus artífices en el punto de mira de una querella criminal por apropiación indebida de unos derechos audiovisuales “cedidos” para su gestión colectiva en periodos tasados, pero no para su enajenación a un tercero.

Por eso Tebas parpadeó en la asamblea del jueves, cambió las reglas del acuerdo con CVC, permitiendo el descuelgue de Madrid, Barça, Athletic de Bilbao y Oviedo y trató de salvar los muebles con los demás que lo aprobaron, ganando tiempo hasta noviembre para rehacer los números. La viabilidad del proyecto como mínimo se tambalea pues suscita grandes dudas operativas (será una Liga gestionada a dos velocidades), jurídicas (el “artilugio” para retribuir a CVC y la adulteración de la competición por el dopaje de sus préstamos siguen permitiendo acciones legales) y sobre todo financieras (el valor de LaLiga depende de Madrid y Barça en una proporción mucho mayor que ese 20% que reciben como derechos).

Si queremos impedir que los estados árabes se queden con el circo habrá que implantar la Superliga

En las horas previas a la convulsa asamblea del jueves, un directivo del Real Madrid describió el “asalto al tren de la Liga” como “uno de los grandes robos del siglo”, equiparándolo al del tren de Glasgow o al de los diamantes de Amberes. Eso es lo que se ha frustrado, toda vez que los vagones blindados -por la pertenencia a los socios- de Madrid y Barça permanecen incólumes y el futuro del resto de las unidades depende más que nunca de la tracción de esos grandes. Baste imaginar lo que sería de esa Liga, incluida la sinecura vitalicia para Tebas llamada Hold.Co, si el Madrid y el Barça decidieran dentro de equis años abandonarla o condicionar su permanencia a una renegociación de su participación en los derechos.

La frustración para los clubes que suspiran por embolsarse ese dinero fácil como si no hubiera mañana, puede estar pues a la vuelta de la esquina. Pero incluso si no fuera así, el paso del tiempo pondría en evidencia que sólo los ejecutivos de CVC, el peligroso Roures y el espabilado Tebas saldrían beneficiados. Y con cualquiera de los dos escenarios, la moraleja de esta doble crisis sería la misma: si queremos volver a ver jugar con continuidad en España a los mejores mercenarios de este espectáculo de masas que incluye la farsa del “amor a la camiseta” entre sus liturgias y a la vez impedir que los estados árabes se queden con el circo, la carpa y los payasos, habrá que implantar la Superliga.