Si la presidenta de la Sección Décima de la Sala de lo Penal de la Audiencia de Barcelona, Montserrat Comas d’Argemir, hubiera dedicado menos tiempo al politiqueo barato, tomando partido por Garzón, cuando formaba parte del CGPJ, o firmando el manifiesto de los “jueces por el derecho a decidir”, y hubiera estudiado, solamente un poco, la historia de Cataluña, habría tenido en su mano protagonizar un golpe de ingenio, con el que se habría hecho acreedora de la admiración de tirios y troyanos. Yo mismo habría tenido que soslayar sus pifias anteriores y quitarme el sombrero si, en lugar de haber fijado la lectura de la sentencia del caso Palau para el pasado lunes 15 de enero, lo hubiera hecho para el martes 16. Era tan fácil como eso; pero ella no lo sabía. 

Ilustración: Javier Muñoz

Ilustración: Javier Muñoz

O sea, que ni Comas d’Argemir ni ninguna de las bulliciosas -¿o habría que decir bullangueras?- personas de su entorno tenían ni pajolera idea de que, precisamente ese día, cuando ya se desgranaban las consecuencias de la sentencia, condenatoria como no podía ser de otra forma, se cumplía el centenario del que tal vez haya sido el acto político más importante celebrado nunca en la emblemática institución, ahora esquilmada. 

Y si no eran conscientes de la efeméride, menos aun podían serlo de que ese acto abrió un camino alternativo al catalanismo político que, de haberlo seguido con perseverancia, habría evitado algunas de sus más trágicas equivocaciones. Incluida, por supuesto, la huida hacia adelante que, entreverando corrupción y sedición, se gestó durante el pujolismo, para estallar ahora sobre los restos del oasis, con la repelente notoriedad de un saco de excrementos. 

Leer la sentencia el 16, hubiera sido un gesto magistral, pues habría llevado implícito el mensaje de que lo que se planteó aquel día, hace cien años, en el Palau de la Música Catalana, habría sido el mejor antídoto para prevenir delitos como los consumados ahora en el Palau de la Música Catalana. Me refiero al mitin de Francesc Cambó que el miércoles 16 de enero de 1918 supuso el pistoletazo de salida de lo que ha pasado a la Historia como la campaña "anunciant l'adveniment de l'Espanya gran o Espanya catalana", por utilizar palabras de Francesc Pujols, personaje fascinante donde los haya, sobre el que algún día habrá que extenderse.

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Trasladémonos ahora al patio de butacas del edificio modernista de Domenech i Montaner, inaugurado diez años antes, como sede del Orfeó Català. Escuchemos, por boca del cronista de La Vanguardia, lo que sucedió aquel día bajo los vitrales de su techo acristalado: 

“Mucho antes de la hora anunciada, el local estaba absolutamente lleno; la entrada fue por invitación; sólo por los palcos se abonaron 25 pesetas. En ellos había distinguidas señoras de la buena sociedad barcelonesa. A las diez y cinco, al aparecer el señor Cambó, fue saludado con grandes aplausos”. 

Como escribió su secretario, Eduardo Aunós, “en aquel momento, Cambó era el verdadero árbitro de España”. Su apoyo a la entrada en el primer gobierno de concentración de la monarquía alfonsina de su lugarteniente en la Lliga (Ventosa) y de un dirigente de la Esquerra (Rodés) había resuelto la triple crisis ocasionada, durante 1917, por la rebelión de las Juntas de Defensa, la Huelga General Revolucionaria y la Asamblea de Parlamentarios, celebrada en Barcelona como respuesta al cierre de las Cortes. 

Se había puesto término así a una gran anomalía, denunciada por el propio Cambó tres años antes en el Congreso: “Desde que es rey constitucional don Alfonso XIII, han prestado juramento ciento ochenta ministros; ni uno solo catalán”. Pero el líder de la Lliga había cometido un “funest error”, consignado luego en sus Memorias: “Qui havia d’haver entrat en el govern era jo, i un dels remordiments que tinc, és per no haver-ho fet”. 

Cambó pensaba, con razón, que sólo él tenía capacidad de interlocución con las grandes figuras de la política española

Apenas alcanzada la cuarentena, Cambó pensaba, con razón, que sólo él tenía capacidad de interlocución con las grandes figuras de la política española. Y ése era el requisito imprescindible para abordar el doble desafío más ambicioso asumido por un político en los primeros tramos del siglo XX: la autonomía de Cataluña y la regeneración de España. El tema central de aquel discurso en el Palau fue la complementariedad de ambos empeños:

"Comienza ya a ser enfadosa la leyenda de que nosotros, los catalanistas, tenemos aquí un lenguaje distinto del que empleamos al hablar fuera de Cataluña y, con toda su falsedad, esa leyenda tiene la fuerza que tienen todas las leyendas. Aquí y allí, he predicado siempre el ideal de una gran España, y hoy, hablando en Barcelona y dirigiéndome a España entera, proclamo mi fe en que es llegada la plenitud de los tiempos en que el ideal de una Cataluña autónoma y de una gran España encuentre camino y sea una realidad esplendorosa".

Durante dos horas, Cambó, recto y vibrante como un pincel irisado de matices, mantuvo en vilo a una audiencia subyugada, pues no en vano decía Pla que era "uno de los pocos catalanes a los que no había forma humana de dejar de escuchar". Auguraba un cambio político en toda España, que hoy sigue teniendo el mismo sentido y resonancia: "La política vieja, el monopolio del gobierno por dos partidos artificiosos ha desaparecido para siempre... Pero pasa con las oligarquías políticas lo que con los árboles corpulentos: cortad las raíces, descabezad el tronco y pasarán días y aun saldrán hojas en algunas ramas".

"Se puede crear una nueva forma de patriotismo... Somos cruzados de una Cataluña rica y plena... de una España grande"

Cambó estaba orgulloso de haber contribuido, decisivamente, a desactivar la revolución que el año anterior había planeado sobre España, como una prolongación de la rusa: "Muchos se declaran revolucionarios porque se consideran incapaces de actuar sobre la realidad". Y ahora se ofrecía, desde el centro del espectro político, como "especialista en solidaridades", es decir, como "iniciador de las patrióticas convergencias" que debían desembocar en la anhelada reforma constitucional.

Sus palabras no han perdido actualidad: "Decimos a los de las derechas que su misión no es servir de contención y a los de izquierdas que acaben con la fraseología... Nos lanzamos a esta empresa con plenitud de fe... En todos los lugares de España se nos ofrecen concursos... Se puede crear una nueva forma de patriotismo... Somos cruzados de una Cataluña rica y plena... de una España grande".

Esta combinación de alusiones a las señas de identidad más hondas de dos ideales compatibles desató lo que, al decir de La Vanguardia, fue una "grande y entusiasta ovación que duró largo rato". Sin perder, por supuesto, la corrección burguesa de aquella audiencia. "Después la concurrencia desaloja el local ordenadamente. Eran las doce de la noche".

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Cambó hizo campaña, "proselitismo abnegado", según Pla, en toda España -tal día como hoy estaba en El Puerto de Santa María-, al modo en que, casi 70 años después, lo haría Miquel Roca, y el resultado electoral fue todo un precedente: arrollador triunfo de la Lliga en Cataluña, fracaso de las listas afines en casi todos los demás sitios.

La campaña de "l'Espanya gran" en el 18 no fue tan estéril como la de la Operación Reformista en el 86, pues, enseguida, se formó el Gobierno Nacional, presidido por Maura, en el que Cambó entró, esta vez sí, como ministro de Fomento. Pero la incapacidad del régimen de la Restauración de superar sus taras congénitas y ampliar su base social desembocó, primero, en la dictadura de Primo de Rivera y, después, en la Segunda República. 

La ambición de Cambó dio paso a un repliegue endogámico del catalanismo que pronto arremetió, por boca de Bofill i Matés, cofundador de Acció Catalana, contra "la España grande", en nombre de "la Cataluña pequeña". Por emplear términos de Gaziel, la introversión de la “Catalunya endins” prevaleció entonces sobre la proyección expansiva de la “Catalunya enfora”.

La incapacidad del régimen de la Restauración de superar sus taras congénitas y ampliar su base social desembocó, primero, en la dictadura de Primo de Rivera y, después, en la Segunda República

Esa fue la mentalidad dominante durante la Segunda República, tanto en abril del 31, cuando Maciá desbordó a los miembros catalanes del Gobierno Provisional con su apresurada proclamación de la República Catalana, como en octubre del 34, cuando Companys tomó la senda insurreccional que ha servido de antecedente a la DUI de hace tres meses. Durante el franquismo, el Palau también tuvo su momento estelar, al servir de escenario en el 60 al lanzamiento de octavillas, en que participó el joven Jordi Pujol, en protesta por la prohibición a que el Orfeó Català interpretara el Cant de la Senyera

El nacionalismo vertebrado a través de Convergencia, al inicio de la Transición, parecía haber aprendido, sin embargo, la lección. Recuerdo conversaciones privadas con Pujol en las que el reto de "catalanizar España", para "modernizarla", aparecía de forma recurrente, con evocaciones a Prat de la Riba y Cambó. La propia praxis parlamentaria, dando apoyo en el Congreso, primero al PSOE y después al PP, mediante el pacto del Majestic, apuntaba en esa dirección. 

Si bien es verdad que Pujol siempre vetó la entrada de ministros catalanes, se tratara de Roca o de Durán, en el gobierno de Madrid -quizá porque pensaba, como Cambó, que "voler influir un govern a través de tercera persona és tasca vana"-, nunca dejó de considerar su peso en la política española como la mejor garantía de seguir ampliando, por la vía de los hechos, la fuerza de la Generalitat.

Cuando llegó el siglo XXI, afloraron dos circunstancias que necesariamente llevaban al descarrilamiento del modelo: la "botella" de lo que el Estado podía transferir a Cataluña, sin poner en peligro su propia existencia, estaba ya "vacía", según la metáfora de Aznar, y, al mismo tiempo, la cleptocracia del 3% había provocado la intervención de la Justicia, empujando a sus artífices a la mentada huida hacia adelante.

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Con un esquema tan burdo de financiación ilegal -o sea, de latrocinio a costa del erario-, como el descrito esta semana por la sentencia del Palau, se comprende que los líderes de Convergencia vieran en el procés un faro de impunidad. Y, como suele ocurrir en estos casos, la estrategia, basada en encubrir unos delitos con nuevos delitos, ha empezado a tener consecuencias desastrosas para sus promotores. Ahí está el ejemplo de Artur Mas, inhabilitado y a punto de perder su patrimonio, después de quedarse sin cargo y sin partido, cuando parecía el más listo de la clase.

Quizá sea exagerado utilizar el término "supremacismo", como acaba de hacer Felipe González, pero es evidente que el complejo de superioridad incrustado en la alta burguesía catalana, tan ligada al Palau, ha sido otro de los ingredientes clave de este cóctel explosivo, a base de corrupción e independentismo. Máxime cuando ese desdén comparativo no estaba desactivado, mediante la válvula de seguridad de la astucia y el seny, que tan bien controlaban Cambó, Tarradellas o el primer Pujol.

Ahí está el ejemplo de Artur Mas, inhabilitado y a punto de perder su patrimonio, después de quedarse sin cargo y sin partido, cuando parecía el más listo de la clase

Al final, ese creerse más que nadie de los Millet, los Montull o los Carulla termina implicando creerse por encima de las leyes y engendrando, de manera simultánea y simétrica, bandas de saqueadores y gobiernos sediciosos. La sentencia del caso Palau debería marcar, desde ese punto de vista, el inexorable final de un trayecto. 

Portada del último número del Cu-Cut.

Portada del último número del Cu-Cut.

El tío abuelo de Félix Millet fundó el Orfeó Catalá y obtuvo un gran éxito en 1912 en Madrid, cuando su ayuntamiento izó la senyera en la Plaza de la Villa en señal de reconocimiento. Era parte de la estrategia de relaciones públicas de la Lliga para conseguir la Mancomunidad de Cataluña. Cuando el Cu-Cut, órgano oficioso del partido, publicó una caricatura de Lluis Millet, tocando el arpa delante de la peor fauna imaginable, encabezada por el oso capitalino, y la tituló La música amansa a las fieras, Cambó sintió que la campaña de imagen se le venía abajo; y, apenas brotaron las protestas por la ofensa, optó por cerrar la revista. 

En sentido inverso, un siglo después, el dinero público entregado a raudales a la prensa adicta, con el pretexto del fomento del catalán, ha sido el catalizador del clima de opinión en el que ha germinado el procés. Lo que vivimos ahora, con la pretensión de investir a Puigdemont para que gobierne por Skype, al modo en que lo hace el rey Bensah sobre gran parte de Ghana desde su taller alemán en Ludwigshafen, es su esperpéntico epílogo.

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Hasta teniendo enfrente a un gobernante tan abúlico y cobarde como Rajoy, la pretensión maximalista de romper uno de los Estados clave de la Unión Europea, para que media Cataluña monte una republiquita contra la otra media, está condenada a topar con la fuerza de la ley. Puigdemont nunca volverá a presidir la Generalitat y tendrá que elegir entre regresar a afrontar en el banquillo las consecuencias penales de sus actos, junto a Junqueras y los demás, o convertirse en un ridículo pretendiente legitimista en el exilio, como los que veneraban sus ancestros entre carlistada y carlistada. 

Al final, ese creerse más que nadie de los Millet, los Montull o los Carulla termina implicando creerse por encima de las leyes

Pero Cataluña es mucho más que el procés y la vida política de la segunda comunidad española por población y PIB no va a arrastrar permanentemente este lastre. Es cierto que, en la extemporánea confrontación del 21-D, fruto del acoquinamiento de Rajoy, los separatistas han vuelto a sumar más votos y escaños que los constitucionales; pero, antes o después, una parte significativa de sus dirigentes y electores volverá a la senda del pragmatismo. Y, lo que es mucho más importante, resulta que, en medio de la desolación, Ciudadanos, el partido vencedor de las elecciones catalanas, emerge como depositario, en cierto modo sin querer, o al menos sin comerlo ni beberlo -pero con muchas más posibilidades que nunca de consumar el empeño-, del legado de Cambó, Tarradellas o la 'operación Roca'.

Hasta ocho catalanes de nacimiento o adopción –Rivera, Arrimadas, Girauta, Villegas, Páramo, Carrizosa, Espejo, Toni Roldán-, y quizá aún me deje alguno, podrían ser miembros de un Gobierno encabezado o participado por Ciudadanos, a nada que el pronóstico de las encuestas se cumpla. Bastaría con que la mitad se sentara en el banco azul para que “la hegemonía catalana en la política española” –enraizada por Pujols en Prim, Figueras o Pi i Margall- alcanzara su cénit un siglo después de aquel mitin de Cambó.

¿Alguien duda de que eso cambiaría radicalmente la correlación de fuerzas y el juego de influencias en el seno de la propia sociedad catalana? No me extraña que a los saqueadores del Palau, a sus cómplices políticos y a sus compañeros de viaje se les aparezca por las noches el peor de los fantasmas: el espíritu del Palau.