Llevo cinco días discutiendo a dentelladas con todo el que me pide mi opinión sobre los ataques terroristas de París. Ni siquiera necesito tantear a mi interlocutor para saber de qué pie cojea. Quien pide opinión es porque cree que el tema es opinable y eso ya es un posicionamiento en sí mismo.

En realidad, no tengo opinión sobre los atentados de París como no la tengo sobre el Holocausto, las vacunas o la llegada del hombre a la Luna. Simplemente, no creo que sean temas opinables. El que sí tiene opinión, por supuesto, es el que pregunta.

Uno de los reproches más habituales es el de la diferenciación entre las víctimas francesas y sirias del yihadismo. Pero es difícil que sea de otra manera. Los muertos franceses (simpatías culturales y kilómetro sentimental aparte) son víctimas del terrorismo internacional y los de Siria, de un conflicto puramente interno. El que enfrenta desde 1979, el año de la llegada al poder del ayatolá Jomeini, a musulmanes chiíes contra musulmanes suníes y que acabará con el dominio del Golfo Pérsico por parte de Irán o de Arabia Saudí. Es la guerra de la que el islam se libró en 1940 y que ahora da sus últimos coletazos en los escenarios sirio, iraquí, yemení o sudanés. París es solo un efecto colateral.

En este sentido, resulta indiferente la distinción entre islam e islamismo. Es un debate puramente académico y de contornos muy borrosos cuyo interés para el soldado de las fuerzas especiales que asalta una prisión clandestina del ISIS es mínimo. A miércoles 18 de diciembre de 2015, el islam es tan imprescindible para el islamismo como la nación para el nacionalismo.

Mírenlo así. El cristianismo no ha evolucionado para adaptarse al signo de los tiempos: se ha convertido en una religión diferente. Más modesta, menos intrusiva, más secular, menos política, sin vocación de totalidad. Si la seguimos llamando cristianismo es solo por comodidad. Porque se trata de una especie diferente. Si apareas al cristianismo actual con el de hace doscientos años, no digamos ya con el de hace quinientos, la cría resultante será un híbrido estéril. Una mula de la espiritualidad que quizá pegue coces (siempre habrá sectas y sectarios) pero que morirá sin descendencia.

Es hora de que el islam siga el mismo camino. Si se ha de dividir en dos religiones diferentes, el wahabismo y un islam consciente de su papel secundario en los asuntos públicos, que se divida. Pero que lo haga rápido.