Militares ucranianos disparan un obús autopropulsado contra las tropas rusas cerca de una línea de frente en la región de Járkov.

Militares ucranianos disparan un obús autopropulsado contra las tropas rusas cerca de una línea de frente en la región de Járkov. Reuters

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Radiografía de las guerras del siglo XXI: más largas, más complicadas de seguir y dominadas por la IA

Actualmente los focos de conflicto duplican a los que había en 1989, cuando terminó la Guerra Fría, según la Universidad de Uppsala. Mientras tanto, las nuevas tecnologías se hacen con el campo de batalla.

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El pasado otoño tuvo lugar, en los inmensos sótanos del Hotel Intercontinental de Kiev, un ciclo de conferencias que reunió a miembros del Gobierno ucraniano con docenas de representantes de la industria armamentística europea.

En contra de lo que uno pudiese llegar a pensar a primera vista –que las autoridades ucranianas habían organizado aquello para pedir más armas–, lo cierto es que el evento tenía como objetivo ofrecer a todas aquellas empresas los conocimientos adquiridos tras casi tres años de guerra. Para lo cual los ucranianos habían convocado, también, a jóvenes emprendedores locales de un perfil similar al de Oleksandr Yakovenko.

Yakovenko es el fundador de TAF Drones. Como su propio nombre indica, TAF Drones es una empresa dedicada a producir drones. La puso en marcha en 2022, poco después de la invasión rusa. En el momento de la misma Yakovenko dirigía una compañía logística afincada en Odesa, pero desde Kiev le pidieron cambiar su dedicación y, movido por el patriotismo que siente la mayoría de ucranianos, así lo hizo.

Actualmente TAF Drones cuenta con cientos de empleadas –pues la mayoría son mujeres– repartidas en varias fábricas secretas ubicadas en el oeste del país. Algunas de esas plantas de producción llegan a ensamblar hasta mil drones al día que cuestan, centavo arriba centavo abajo, unos 500 dólares por unidad. Una ganga, según los estándares de la industria armamentística, donde raro es el cachivache que baja del par de millones de dólares.

De hecho, esa es una de las grandes ventajas de Ucrania frente a unas fuerzas armadas mucho más numerosas y poderosas –en lo que al armamento pesado se refiere– como son las de Rusia. Que un par de drones que han costado, en conjunto, unos 1.000 dólares están destruyendo diariamente tanques y lanzacohetes que cuestan decenas de millones de dólares. Es cierto que los rusos no paran de idear métodos para tratar de interceptar los drones ucranianos, pero en cuanto uno de esos métodos entra en juego los ucranianos modifican el software de sus drones para poder sortearlo.

El caso es que no pocas de esas innovaciones beben directamente de los avances en el universo de la Inteligencia Artificial. El ejemplo más drástico se dio el pasado mes de junio, cuando una flota de más de cien drones ucranianos atacó objetivos en cinco bases aéreas ubicadas en la Rusia profunda en lo que supuso el ataque militar más severo sufrido por los rusos desde la Segunda Guerra Mundial.

La acción, bautizada como Operación Telaraña, requirió un trabajo técnico harto preciso. Resulta que los drones fueron introducidos de contrabando en Rusia, por piezas, para ser ensamblados allí. Luego un empresario fraudulento los introdujo en varios camiones de carga, sin el conocimiento de los conductores, y una vez esos camiones estuvieron a miles de kilómetros de la frontera los drones se activaron, despegaron y atacaron.

Un ingeniero de drones ucraniano pone a punto el Vampiro para una misión en el frente de combate

Un ingeniero de drones ucraniano pone a punto el Vampiro para una misión en el frente de combate

Dicho de otro modo: la guerra de Ucrania ha demostrado que el futuro de los conflictos armados ya no pasa, necesariamente, por una inversión descomunal en piezas de armamento imponente sino en la capacidad de estar constantemente innovando con un ojo siempre puesto en las nuevas tecnologías y, más concretamente, en la Inteligencia Artificial.

De ahí la presencia de un sinfín de empresas armamentísticas europeas en los bajos del Intercontinental de Kiev el pasado otoño. Unas empresas conscientes de que el mundo se está adentrando en lo que el reputado analista Ian Bremmer llama "depresión geopolítica". El horizonte, en fin, no pinta halagüeño y conviene empezar a prepararse.

Más guerras, más duraderas y más híbridas

Según el Departamento de Investigación sobre Paz y Conflictos de la Universidad de Uppsala, uno de los centros de enseñanza superior más prestigiosos de Escandinavia, el número de conflictos activos se ha duplicado desde el final de la Guerra Fría. En 1989 había 86 focos de conflicto en el mundo, dicen desde la institución, mientras que en 2024 se registraron 184.

Además, la duración media de los conflictos también ha aumentado. Se ha cuadruplicado, concretamente, si comparamos lo que duran ahora –unas dos décadas de media– con lo que duraban entonces: alrededor de cinco años.

Sí, puede que la sensación no sea la de que existen 184 guerras en el mundo. Pero eso se debe a que no todos esos conflictos se dan entre Estados.

Por un lado está ese tipo de guerra, la que algunos llaman "clásica", siendo el ejemplo paradigmático el enfrentamiento entre Rusia y Ucrania. Pero por otro se encuentra el sinfín de enfrentamientos que protagonizan, a una escala preocupante, grupos armados de naturaleza diversa.

Un ejemplo de esto último se puede encontrar en México, donde los cárteles de la droga no solo controlan grandes porciones del territorio imponiendo su ley y sus dinámicas sino donde también mantienen a raya a las fuerzas tanto policiales como militares del país azteca. Otro ejemplo: Haití, donde una serie de pandillas se ha hecho con el control de buena parte de la capital, Puerto Príncipe, imponiendo una vez más su ley y causando miles de muertos en el proceso.

Luego están, por supuesto, los conflictos que entran en la categoría de guerras civiles. Sudán, que lleva más de dos años embarcado en un conflicto interno que ha dejado decenas de miles de muertos y a millones de personas al borde de la hambruna, es el país que viene inmediatamente a la mente. Un conflicto, el sudanés, con terceras partes implicadas desde la sombra debido a la cantidad de recursos naturales que atesora el país (minas de oro incluidas).

Miembros del Ejército sudanés en el interior del Palacio Presidencial de Jartum.

Miembros del Ejército sudanés en el interior del Palacio Presidencial de Jartum. Reuters

Y, finalmente, se encuentran los conflictos derivados del terrorismo. Es decir: territorios afectados por una suerte de “guerra híbrida” entre el Estado y grupos armados con una férrea motivación ideológica que cada vez controlan más partes del mapa. Los países del Sahel occidental –Mali, Burkina Faso, Mauritania, Níger– se han convertido hoy en el epicentro de un tipo de conflicto que en su día ya asoló países como Colombia.

Impunidad, crimen organizado y ciberespacio

Según los analistas de la revista francesa Le Grand Continent, las causas detrás de esta multiplicación de los conflictos son varias y variadas.

"La impunidad de la que gozan los Estados que están en el origen de algunos conflictos, en particular Rusia, ha llevado a la desinhibición de unos actores que cada vez se enfrentan a menos consecuencias jurídicas", afirman. Asimismo, hay que tener en cuenta "la internacionalización del crimen organizado" y cómo ésta "permite a los Estados y a los grupos armados financiar con más facilidad y a mayor escala su lucha armada".

Desde la publicación gala también señalan los cibercrímenes y ponen de ejemplo a Corea del Norte, donde "los ataques informáticos dirigidos contra el mundo de las criptomonedas generan el 50% de los ingresos del régimen en divisas extranjeras". Un dinero que luego Pyongyang destina a financiar sus programas de armamento. Los cuales, cabe recordar, también están jugando un rol en la guerra de Ucrania.

Soldado surcoreano patrulla la frontera con Corea del Norte.

Soldado surcoreano patrulla la frontera con Corea del Norte. Reuters

A todo lo anterior habría que añadir factores exógenos como el cambio climático –origen del desplazamiento masivo de personas en el continente africano–, las secuelas psicosociales dejadas por la pandemia y el creciente peso de la deuda adquirida por docenas de países cuyas economías no terminan de despegar. Lo cual podría desembocar, si es que no lo está haciendo ya, en tensiones sociales de un calado preocupante.

Más gasto en Defensa

Este abanico de escenarios ha hecho que muchos países hayan comenzado a incrementar su gasto en Defensa. El pasado mes de junio, por ejemplo, los 32 miembros de la OTAN decidieron aumentar ese tipo de gasto hasta situarlo en el 5% de su Producto Interior Bruto (PIB).

La idea es que el 3,5% se destine a capacidades estrictamente militares –lo cual incluye financiar todo tipo de programas de innovación– y el 1,5% a infraestructuras críticas: transporte, ciberseguridad, industria, etcétera. En cifras concretas, ese aumento supondrá 510.000 millones de euros adicionales al año. Alemania, Francia, Italia y España son los países que más esfuerzo económico deberán hacer para lograr situarse en esos umbrales.

Iconografía de la OTAN en La Haya

Iconografía de la OTAN en La Haya Efe

Semejante tendencia queda ejemplificada, también, por el gasto en Defensa a escala global experimentado entre 2023 y 2024: un 9,4% más. Es decir: el mayor incremento registrado desde la Guerra Fría.

Miles de drones a Taiwán

Hace un par de veranos el Departamento de Defensa estadounidense lanzó una iniciativa llamada Replicator. Un proyecto de emergencia para fomentar la producción masiva de drones aéreos y marítimos con el fin de disuadir cualquier acción militar de China contra la isla de Taiwán.

"Estamos enviando miles de drones a Taiwán y al Pacífico", le comentó hace unas semanas un antiguo funcionario de Defensa a un reportero de la revista The New Yorker llamado Dexter Filkins que se interesó por la evolución del proyecto. Una afirmación que coincide con lo que declaró el almirante estadounidense Samuel Paparo en 2024 influenciado, sin duda, por los logros de Ucrania contra la flota rusa estacionada en el mar Negro: "Quiero convertir el estrecho de Taiwán en un infierno sin tripulación".

En paralelo, los comandantes de las fuerzas armadas estadounidenses están intentando actualizar sus arsenales a toda prisa: la Fuerza Aérea está impulsando un programa para que hasta cinco drones acompañen a cada avión de combate tripulado y los líderes del Ejército han ordenado que cada división tenga mil drones.

Este acercamiento entre el Pentágono y el campo de la innovación tecnológica le ha venido estupendamente a empresas como Anduril; una startup de Silicon Valley fundada hace una década centrada en fusionar la Inteligencia Artificial con el ecosistema militar. O sea: una startup ciertamente visionaria.

Hoy en día Anduril cuenta con contratos militares por valor de miles de millones de dólares para desarrollar todo tipo de drones que puedan operar de manera autónoma en medio del Pacífico (por ejemplo). Además, a principios de este año la compañía anunció que se haría cargo de un proyecto de 22.000 millones de dólares para desarrollar unas gafas de "realidad aumentada" que el Ejército usará en combate.

Dicho proyecto requerirá, informan desde la compañía, la apertura de una extensa fábrica en Ohio donde Anduril espera poder construir "una cadena de suministros segura". Esto es: que ninguno de los componentes proceda de China o de países aliados con el gigante asiático.

Al final –sentencia Filkins en su reportaje– todo se resume en invertir cientos de miles de millones de dólares en implantar tecnologías que luego permitan guerrear utilizando artefactos que cuesten un puñado de billetes y que, a poder ser, prescindan de presencia humana para reducir, así, el número de bajas. Así pintan, parece, los tiempos que corren.