Cada vez es más habitual cruzarse con parejas jóvenes empujando un carrito en el que va un perro en lugar de un bebé. Puede parecer una anécdota simpática, pero es el síntoma visible de un problema de fondo, la baja natalidad.
En España, la tasa de fecundidad está muy por debajo de lo necesario para reemplazar a la fuerza laboral procedente de la generación del baby boom. Y eso se traducirá, sí o sí, en un desafío directo para el mercado de trabajo en los próximos diez o quince años.
A ello se suma otro fenómeno que agrava la situación, nos referimos a que viviremos más años. La mayor esperanza de vida está desfigurando e invirtiendo la pirámide demográfica, y esto conlleva inexorablemente a una menor ratio de pensionistas frente a trabajadores cotizando.
Visto desde la óptica económica, la ecuación tiene una variable creciente que no es otra que el gasto en pensiones, sanidad y dependencia, y menos ingresos por cotizaciones sociales e IRPF.
La tormenta perfecta se completa con la presión fiscal, porque si no se suben impuestos la alternativa sería recortar prestaciones o seguir inflando el globo de la deuda pública. Ya se sabe que la parábola de los panes y los peces difícilmente vuelva a repetirse.
Si descendemos al dato, el indicador coyuntural de fecundidad se situó en 1,12 hijos por mujer en 2023 y ha bajado hasta 1,10 en 2024, según el INE. El nivel considerado de reemplazo generacional ronda los 2,1 hijos por mujer. Es decir, estamos a años luz de lo que necesitaríamos para mantener estable la población sin apoyo de la inmigración. Por si fuera poco, el saldo vegetativo de 2024 (nacimientos menos defunciones) fue negativo en 116.000 personas, encadenando ya ocho años con más muertes que nacimientos (INE).
Todo ello nos conduce irremediablemente a un rediseño del sistema de pensiones y del gasto sanitario, si queremos que las cuentas públicas cuadren y no seguir instalados en el déficit every year.
El crecimiento de una economía descansa básicamente en dos soportes vitales: que haya más gente trabajando y mayor productividad. En España, lo primero se está parcheando con inmigración y lo segundo, en cambio, lo estamos poniendo en riesgo con fenómenos como el absentismo. La salida pasa por una mayor productividad a través de más innovación, más capital humano profesionalizado, más digitalización y, por supuesto, políticas migratorias serias y con criterio.
Cierto es que cuando una empresa contrata elige al mejor candidato para el puesto, vengan de donde vengan. Ahora bien, el desiderátum de cualquier padre o madre patrio será que esos puestos de media y alta cualificación terminen siendo ocupados por sus hijos y nietos. No obstante, el mercado laboral no se guía por deseos paternofiliales, sino por reglas económicas.
En un entorno globalizado, si una ingeniera belga, un médico portugués o un conductor polaco aportan más que un candidato local menos preparado, la decisión empresarial será elegir al mejor candidato. No por capricho, sino porque la competencia es feroz y la supervivencia de la empresa dependerá de ello. Ese sueño de “los mejores puestos para los nuestros” es, hoy, un anhelo, no un derecho. Y precisamente por eso la educación y la formación son la llave para que nuestros hijos accedan a esos empleos de más responsabilidad y mejor salario.
Craso error caer en un proteccionismo laboral, eso sería igual que proteger a los productos y servicios producidos en el país aumentando los aranceles de productos venidos de otros lares. Esto es pan para hoy y hambre para mañana, ya que una economía abierta obliga a todos los agentes a ponerse las pilas. Y un mercado laboral abierto será permeable al talento. El reto, por tanto, no consiste en cerrar la puerta a los de fuera, sino en lograr que los de dentro sean tan competitivos —o más— que los foráneos.
Frente a estas reglas duras del mercado abierto, la tentación del enchufe sigue muy presente. A corto plazo puede funcionar, pero a medio, pasa factura. Una empresa que desarrolla una política de reclutamiento basada en los “compromisos” acabará pagando un peaje en productividad y en clima laboral.
De hecho, el talento se frustrará, marchándose, y con él la innovación y los buenos resultados de la empresa. No es casual que los procesos de selección sean cada vez más exigentes y sofisticados, incluyendo pruebas técnicas, dinámicas de grupo, simulaciones, entrevistas por competencias…
En un contexto de baja natalidad, envejecimiento y presión competitiva, no elegir a los nuevos candidatos por mérito sería sencillamente darse un tiro en el pie de la empresa. El mercado y la competencia no suelen perdonar esos errores.
Tenemos, por tanto, un reto mayúsculo como sociedad y, no es otro, que un sistema educativo mucho más cercano a la realidad del mercado de trabajo y menos entregado a la titulitis improductiva.
En definitiva, la baja natalidad es un problema de difícil encaje porque, en última instancia, dependerá de la autonomía de la voluntad de hombres y mujeres en edad de tener hijos. Conviene que estas generaciones en edad de procrear dejen de escudarse en si el acceso a la vivienda es complicado o que la vida está más cara... Bien es verdad que esos factores pesan, pero no son nuevos. En las décadas de los 70, 80 o 90 el contexto económico y social estaba lejos de ser cómodo y, sin embargo, las tasas de natalidad se mantenían en niveles razonables.
Cierro este artículo invocando a los clásicos cuando afirmaban que sin hogares con descendencia no hay polis que se renueve, ni virtud que se transmita, ni república que aguante dos generaciones.