La Navidad llegó silenciosa al pequeño piso donde Martina cuidaba de Leo, su bebé prematuro. Era su primera Navidad juntos y, aunque el árbol brillaba con luces cálidas, en el ambiente había algo más fuerte que la ilusión: una sensación de alerta. Leo respiraba aún con la fragilidad de quienes han llegado demasiado pronto al mundo, y cada cambio de temperatura, cada visita inesperada, obligaba a Martina a estar más atenta que cualquier madre habitual.

Ese invierno, además, el país vivía un escenario preocupante. España había entrado en fase epidémica de gripe antes de lo previsto, con más de 110 casos por 100.000 habitantes, y varias comunidades autónomas notificaban brotes tempranos. En Europa, el ECDC (organismo de control de las enfermedades infecciosas), advertía que los menores de dos años estaban siendo especialmente afectados. Y aunque la vacuna de la temporada no incluía la nueva y mediática cepa K, los especialistas insistían en un mensaje claro: la eficacia para evitar hospitalizaciones en niños seguía siendo alta, alrededor del 75%.

Martina lo sabía bien. Por eso se vacunó en cuanto pudo. Pero su padre, el abuelo de Leo, compañero constante desde el nacimiento, no lo hizo. “Si la vacuna no lleva la cepa nueva, poco servirá; además, la del pasado año me sentó muy mal”, decía. Era una idea extendida, aunque equivocada. Y para Leo, que no podía vacunarse hasta los seis meses, la protección debía venir de su entorno: una estrategia nido donde los familiares vacunados actúan como escudo contra la enfermedad.

Una tarde, mientras el abuelo colocaba una estrella en la punta del árbol y hacía reír al pequeño, Martina notó algo inquietante. Leo respiraba más rápido, tenía tos seca y unas décimas que para un adulto serían insignificantes, pero para un prematuro podían ser el primer aviso de algo serio. En urgencias confirmaron la sospecha: gripe A. Los prematuros son especialmente vulnerables, le explicó la pediatra. Y recuerde: ellos no pueden recibir la vacuna. Por eso es vital que la familia esté protegida vacunándose.

Leo tuvo que ingresar recibiendo oxígeno y tratamiento de soporte. Pasó las primeras horas somnoliento, pero estable. Martina, agotada, acompañaba con la mano cada respiración de su hijo. A mitad de la noche, apareció el abuelo. Tenía el gesto hundido y la voz entrecortada.

Hija… Si hubiera sabido… Si alguien me hubiera explicado mejor lo de proteger al pequeño vacunándonos nosotros… Martina no le reprochó nada. Solo le dijo: Ahora lo sabes. Y eso ya cambia todo.

Los días siguientes trajeron alivio. Leo respondió bien al tratamiento y pronto recuperó el color rosado de sus mejillas. Cuando por fin regresaron a casa, el abuelo colocó al niño en la cuna como si cargara el mundo entero entre los brazos.

Esa noche, mientras las luces navideñas parpadeaban suavemente, Martina reflexionó. La gripe no es un resfriado. Es un virus que muta, que circula rápido y que puede causar estragos en quienes aún no tienen defensas. Pero también es un virus frente al cual existen herramientas. La vacuna, aun sin incluir la célebre cepa K, seguía evitando tres de cada cuatro hospitalizaciones infantiles. Y, sobre todo, existía una estrategia tan sencilla como poderosa: la protección en nido, ese círculo de adultos que, al vacunarse, forman un muro invisible alrededor del bebé que todavía no puede recibir la vacuna.

Cuidar de un prematuro significa cuidar también de todo lo que lo rodea. Vacunarse, informarse y ser prudente no son gestos individuales, sino actos de amor colectivo. Esta Navidad, Martina, su padre y el pequeño Leo aprendieron que, a veces, la salud del más frágil depende de la decisión más simple: poner el brazo, recibir una vacuna y convertirse en refugio. Porque, al final, proteger es también la forma más profunda de querer.