La primera vez que me enfrenté a un papel en blanco tenía cuatro años. Acababa de empezar el colegio, y la señorita Casi nos enseñaba a escribir. La letra escogida para nuestra iniciación fue la "o", que entonces se aprendía con un sistema de puntitos: un, dos, tres, la cabeza y los pies. Después había que unirlo todo formando un círculo, algo que se nos daba fatal. Yo intenté atajar haciendo un rombo, pero la profesora decidió que era incorrecto y tuve que repetirlo hasta formar una "o" perfecta.

Aquel fue el principio de una gran aventura. Porque, a pesar de mi frustración inicial, con los años ese día resultó ser uno de los más importantes de mi vida; gracias a los esfuerzos combinados de mis padres y de un sistema educativo falible pero inclusivo, aquella "o" de trazos rígidos se transformó en un mundo de posibilidades: estudiar una profesión por elección -en mi caso, más de una-, aprender idiomas y viajar por el mundo, descubrir el pasado a través de quienes lo vieron con sus propios ojos, y el futuro mediante la imaginación de los que ya lo intuyen... Porque leer y escribir no son solo herramientas. Son puertas al conocimiento, a la autonomía, al pensamiento crítico y, en definitiva, a la libertad.

Algo así debía de estar pensando el profesor afgano Ismail Mashal cuando en 2022, durante un programa de televisión, rompió públicamente sus títulos universitarios como protesta a la orden talibán que prohibía a las mujeres de su país acceder a la educación superior.

La suya fue una acción que en Occidente no pasa de mera anécdota mediática, pero que en Afganistán requiere de una valentía infinita. Porque el señor Mashal fue detenido, maltratado física y psicológicamente, y según parece liberado después con importantes secuelas. A día de hoy se desconoce su paradero.

Ismail Mashal no necesitaba aquel gesto. Tampoco le convenía. Era un hombre respetado en un país conflictivo, bajo un régimen abiertamente opresor. Pero Ismail Mashal defendió las libertades de su hermana y de su madre, y por extensión de todas las mujeres y niñas afganas, porque no podía concebir un mundo en el que ellas carecieran de sus mismos derechos. Y la educación, con todo lo que conlleva, es uno de los más importantes.

El 25 de noviembre se conmemora en muchos lugares -aunque no en países como Afganistán- el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Es una jornada para levantar la voz y recordar que aún quedan logros pendientes. Un día dedicado a las mujeres y a las niñas, pero también un recordatorio de que sus problemas nos atañen a todos.  

Ismail Mashal es un hombre. Sin embargo, fue igualmente maltratado por defender una prerrogativa básica. Porque él no hablaba de una lucha de género o de sexos, sino de Derechos Humanos. Quizá por eso su ejemplo vale más que cualquier consigna: porque nos recuerda que la formación no es un privilegio, sino el principio de toda libertad.

Cada acto de defensa de los derechos de mujeres y niñas, por pequeño que parezca, muestra que la justicia y la erradicación de la violencia nos conciernen a todos. No dependen de un país, de un género ni de una cultura: son principios que sostienen nuestra humanidad.

Pero además, ignorar que son vulnerados, aunque suceda lejos, es también un error fáctico y político para la comunidad internacional, porque abrir la puerta de la educación a niños y niñas por igual significa apostar por el pensamiento crítico y la convivencia digna.

Defender sus libertades, en definitiva, no es únicamente un acto de solidaridad con quienes sufren; es invertir en un futuro más justo y seguro también para nosotros.

Al final, en la medida de nuestras posibilidades, todos tenemos la responsabilidad de cerrar esa brecha. Porque la equidad y la libertad frente a la violencia no son concesiones, sino principios que nos definen como personas. Como a Ismail Mashal.