Quedé a tomar café con Ángel Recio, delegado de El Español de Málaga, para contarle mis reflexiones de cara a la nueva temporada política y periodística. Ángel y Susana García Bujalance son los culpables de mi regreso a la colaboración escrita semanal no retribuida, algo que llevo haciendo algo más de veinte años sin demasiadas quejas y con mucha gratitud y espíritu siempre constructivo.

El caso es que uno, que de adolescente se tragaba los episodios de Lou Grant con más entusiasmo que cualquier otra serie de televisión, lleva leyendo periódicos desde que tiene uso de razón, porque tuvo la suerte de vivir en un hogar donde se compraban cada día el SUR y el YA -que en 1985 cambiamos por EL PAÍS-, y cada vez que se pone a escribir piensa en sus posibles lectores, en la línea del medio que lo acoge y en los temas a tratar.

Cuando uno ha crecido leyendo a Vázquez Montalbán, Haro Tecglen, Umbral, Juan Cueto, Manuel Vicent o las crónicas taurinas de Joaquín Vidal y las páginas de Joan de Sagarra, se tienta la camisa antes de enfrentarse a un teclado. Respeto.

El columnismo debe ofrecer algo más que un rato de entretenimiento, y aportar algo a esos lectores que llevan tiempo abandonando las cabeceras, hartos de malas noticias, de declaraciones de políticos, de titulares espantosos -un espanto que puede ser causado tanto por la redacción como por la propia crudeza del contenido-.

Tiene uno la impresión de que asistimos a un cierto triunfo del mal, a un momento histórico que puede llevarse por delante los cimientos de la convivencia social y el bienestar colectivo, y lo que desea es precisamente no contribuir a ese clima de agresividad bélica, a ese intercambio de frases huecas sin interlocutores al otro lado, porque, como acaba de demostrar la profesora Mariluz Congosto en un interesante trabajo, la comunicación entre las distintas trincheras ideológicas es cada vez menor, las interacciones han desaparecido, y ya cada uno escribe para su parroquia, para sus incondicionales, con los puentes rotos y los lazos destruidos. Un grave problema que no parece tener solución.

No sé muy bien qué puede aportar una columna semanal a la guerra cultural e ideológica en curso. Quizás algo tan sencillo como reivindicar la amistad por encima de la contaminación política, el diálogo como instrumento para evitar que los incendios cotidianos se propaguen por los montes de la convivencia. Mantener espacios libres de odio.

Demasiados columnistas se levantan ya con una idea fija, contra algo, contra alguien, y de esta manera cada vez da más pereza pinchar en tal o cual colaboración, porque ya sabemos lo que nos vamos a encontrar, a no ser que la firma sea de Laila Guerriero, o de Najat El Hachmi, Marta Peirano, Cristina Consuegra o cualquiera de las últimas mohicanas de un columnismo que sí que es digno heredero del que formó nuestra conciencia colectiva en los ochenta y noventa, cuando el mundo aún no estaba tan emputecido y creíamos que la alternancia política pacífica era la mejor de las opciones posibles.

Crear odio y alimentarlo parece hoy la vocación de demasiados comunicadores. Hay mucho dinero de por medio, hay negocio en el odio. Cuando dediqué algunas entregas a resaltar las bondades de la Feria, a contar al público lo bien que lo había pasado, sentí yo mismo una oleada de viento fresco.

Incluso en las guerras la gente ha necesitado escapar del miedo y la miseria, divertirse, pasar unos momentos de felicidad sana. Ningún compromiso, por hermoso y urgente y necesario que sea nos puede ocupar 24 horas al día, 7 días a la semana. Ninguna causa merece nuestro enfado perpetuo, la ruptura de amistades y vínculos, la militancia contra los que no piensan exactamente lo mismo.

Una de las columnas que marcó mi forma de pensar la firmó Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón en El País el 17 de diciembre de 1994, y su título era (lo he buscado) “Distinción entre adversarios y enemigos”.

Hoy encuentra uno en muchas de esas colaboraciones profesionales y pagadas más vanidad y voluntad de sermonear y amonestar que datos útiles, propuestas o textos que de verdad merezcan el tiempo dedicado a la lectura.

Sabemos también que esos contenidos de cotilleos, titulares llamativos o descubrimientos falsos -lo que se llama clickbait- ya genera más tráfico y consigue más atención que las propias noticias o las columnas más trabajadas. Entonces, si todo sigue deslizándose por este camino descendente al que el propio negocio de los medios parece abocado, en cualquier momento será más eficaz y eficiente encargar los contenidos a la inteligencia artificial que a un colaborador vanidoso y engreído, como ese hombre de la canción de Rocío Jurado.

Lo que llevo intentando decir desde que comencé a teclear es que, en un entorno de tanta incertidumbre y oscuridad, quizás sea necesario e incluso recomendable volver a escribir con cierta alegría, aportar un poco de esperanza.

Lo cotidiano sigue funcionando, los amigos se abrazan cuando se encuentran, hay gente que sonríe y cuando pase este calor todos vamos a notarlo y a estar un poco más contentos. Y con respecto al avance de la maldad, del enfrentamiento, de la acritud, me gustaría recordar que esto obedece a una estrategia que sólo beneficia a quienes han conseguido imponer ese relato de la división social.

El inventor de esta fórmula fue el consultor político Arthur Finkelstein, que, en 2011, seis años antes de morir, confesó en público lo siguiente: “Dije que quería cambiar el mundo y lo hice, lo empeoré”.

La vida no es color de rosa, lo sabemos; hay injusticias, divergencias, lo que a unos les parece bien a otros les enfada y molesta. Por eso los que tenemos la suerte de escribir, que nos publiquen y que haya alguien al otro lado que nos lea también tenemos que hablar de lo bueno que sigue ocurriendo, sin que eso nos convierta en frívolos, inconscientes o desconsiderados. ¡Nos vemos por aquí!