Las navidades son, sin lugar a dudas, la época del año con más tradiciones y rituales: la lotería de navidad, la cena de empresa, la cesta de navidad (aunque estas ya casi están en peligro de extinción…), los jerseys navideños, el alumbrado, la nochebuena y la nochevieja, el cotillón y un amplísimo etcétera, que por cierto ha crecido conforme lo ha hecho la sociedad de consumo, desplazando los de carácter religioso y familiar (sin lugar a dudas más cálidas) por otros más centrados en productos y experiencias... Ya, hasta la navidad es una mercancía que consumimos.

Y cuando parece que todas han terminado, aparece otra, quizás la que nos genera más presión, que es la de los propósitos de año nuevo: Esa lista de cosas que nos marcamos simplemente porque cambia un número del calendario porque se supone que, conseguirlas, nos hará mejores y más felices.

La primera pregunta al respecto es por qué alcanzar todo eso, nos parece tan importante, si nunca lo hemos tenido (o lo perdimos y seguimos con nuestras vidas) y sin embargo, vinculamos nuestro bienestar, valía personal y felicidad a ello. ¿Si fuera tan trascendente no viviríamos entonces, profundamente infelices y sufrientes por no tenerlos?

La segunda cuestión es por qué nuestros propósitos siempre tienen que ver con la productividad, el aspecto físico o la competencia, y casi nunca con el descanso, nuestras relaciones o el autocuidado (porque ir al gimnasio suele tener más que ver con querer bajar de talla que preocupación por nosotros mismos real).

La tercera sería en qué momento aceptamos la premisa de que el valor de los individuos depende de sus cualidades y rendimiento, y, por tanto, nuestra autoestima o valoración personal está ligada a conseguir ciertos logros. ¿Somos acaso como una vaca que vale más cuanta más leche produce o un caballo cuanto más hermoso es su pelo?

Otra pregunta (la cuarta) que me plantea todo esto, es el hecho de hasta qué punto esos objetivos los elegimos libremente, o son fruto de lo que otros (o la sociedad) esperan de nosotros. Hasta qué punto los elegimos más desde un deseo de agradar, ser queridos o miedo al rechazo y crítica de otros, ya que, en ese caso, no serían realmente elecciones sino fruto del miedo y de la búsqueda de protección.

Finalmente, como quinta pregunta, me cuestiono hasta qué punto esa lista, que probablemente es más larga que la carta a los Reyes de un niño caprichoso y consentido, es realmente asumible o si también tiene mucho de fantasía irrealizable.

También es llamativo cómo este periodo de sacrificio extremo y de exprimir la fuerza de voluntad viene después de una época de desenfreno, gasto, ponernos como gorrinos y mucho “total es una vez al año” o “es Navidad” o “las fiestas están para disfrutarlas” y quizás por la culpa, quizás por el remordimiento, nos vamos al otro extremo para tratar de corregir la plana, como si hubiese que pagar una penitencia por los excesos navideños.

Otra vez por tanto la clásica dicotomía humana, entre el “tengo que” y “el quiero”, entre lo mundano y lo divino, que ya señalaron Freud con el superyo-ello, Fritz Perls con el conflicto entre partes o por qué no, el propio Miguel de Cervantes. Hemos tenido navideña sanchpanzera de llenar el buche y ahora toca comienzo de año quijotesco de grandes aspiraciones y gestas.

Creo que estas listas reflejan muy bien por qué el perfeccionismo, la autocrítica sádica y el perfeccionismo son una de las fuentes de problemas de salud mental y malestar que más presenten están en la sociedad actual. Tenemos miedo a no ser suficientes, y buscamos en estas listas, una garantía de que seremos amados y válidos si las alcanzamos, una especie de vacuna contra el rechazo. Sin embargo, no nos damos cuenta que en la búsqueda de esa entelequia de seguridad y gustar a todo el mundo, nos metemos sin darnos cuenta en un proceso en el que en lugar de ser el objetivo o propósito algo para nuestro bien, sacrificamos nuestro bienestar en aras de lograrlo, pasando a ser el fin (nosotros mismos) el medio, y el medio (el objetivo) el fin, con lo que acabamos maltratándonos en aras de conseguirlo, sin empatizar con nuestro esfuerzo, cansancio, miedo, limitaciones y debilidades con tal de llegar a él y señalándonos de forma cruel y sádica cada uno de nuestros fallos y fracasos.

Al final estos objetivos suelen generar ansiedad, frustración y sensación de falta de valía, cuando en principio, nos los poníamos para ayudarnos y mejorar. Curiosa paradoja.

Sólo aceptando nuestras partes, no reprimiendo ninguna de ellas, ni dándole el poder a una a costa de oprimir, censurar e invalidar a la otra, podremos tener cierta estabilidad, paz interior sin culpas, armonía y ser capaces de imprimir dirección de forma continuada, a nuestra conducta.

Por un Feliz 2024, donde tratarnos bien y ser leales a nosotros mismos sea la prioridad.