Hace poco tiempo que le di la vuelta a la pata de jamón y reconozco que la potencia de la idea de los 50 años me empuja a acomodarme en espacios intelectualmente confortables. Supongo que el reto de afrontar lo que queda, invita a abandonar la curiosidad desprejuiciada que inevitablemente, exige un mayor esfuerzo intelectual.

Sin embargo, como soy buena en la práctica del deporte del acecho a mí misma, me niego a pensar que todo lo que yo o mi generación ha hecho es lo mejor y lo más puro. Entre otras cosas porque no tengo muy claro qué es lo que yo o mi generación hemos hecho.

Últimamente he leído o escuchado bastantes críticas a los jóvenes contemporáneos que provienen de quienes lo fueron en los años 70. También he encontrado críticas al urbanismo de hoy en día por parte de quienes fueron protagonistas en aquella época. Y la verdad, me apetece hacer una réplica a ambos tipos de críticos, que para eso tengo 50 años y una columna para expresarme. 

Quienes critican a los jóvenes lo hacen porque según ellos no se manifiestan o no se "plantan" y exigen lo que es de su interés. En mi opinión, y sin menoscabo de lo que cada uno elija individualmente, las condiciones de contorno son determinantes para hacer un juicio de valor colectivo.

Es muy difícil la manifestación cuando ha desaparecido la posibilidad del contacto de la masa, y sobre todo, es muy difícil la rebelión cuando ésta se trata en términos de "alteración".

Lo que en otros tiempos se consideraba defensa de la libertad, ahora se considera alteración del orden democráticamente establecido. Lo que en la Transición eran acciones propias de una revolución necesaria, ahora se consideran propias de niñatas ecologistas que quieren acabar con la economía, o jóvenes consumistas que no quieren hijos pero tienen mascotas. 

Me parece una crítica frívola. Los problemas derivados del cambio climático los sufrirán los que se queden cuando los que lo hemos provocado nos vayamos. Respecto a las dificultades para construir un proyecto vital propio que pasa por tener acceso a la vivienda, no voy a abundar porque ya hablé de ello en este artículo.

En este artículo quiero extenderme en la confrontación de quienes critican el urbanismo actual desde su posición de protagonistas del urbanismo de los 80, porque me da pie a reflexionar sobre lo que supone un urbanismo democrático hoy.

Creo que es de justicia reconocer que la Transición democrática vino de la mano de una actividad colectiva de alta intensidad por parte de sus actores principales. La sociedad española, acomodada en un contexto cultural y material favorable, no estaba dispuesta a aceptar las limitaciones que el Régimen de Franco imponía.

Quienes lideraron el cambio de régimen también se beneficiaron del acceso a los espacios de poder. En un contexto de renovación institucional, una gran cantidad de jóvenes cultos y mayoritariamente hombres, accedieron a un mercado laboral necesitado de profesionales cualificados. Así, el acceso al poder no solo se produjo en los espacios políticos, sino también en los profesionales. Ambos espacios por cierto, íntimamente ligados entre sí en aquellos tiempos.

El objeto del urbanismo

Abordemos ahora la cuestión del objeto del urbanismo. En toda Europa, la década de los 70 estuvo caracterizada por la intensificación del tránsito de la población del campo a la ciudad, la mejora de las condiciones de vida y la inexistencia de un conflicto armado que acabase con una buena parte de la población.

En unas ciudades que empezaban a masificarse, el derecho a la ciudad que tan acertadamente conceptualizó Henri Lefebvre, se convirtió en la idea fuerza que movilizó a la ciudadanía de toda la Europa democrática en la demanda de infraestructuras y dotaciones.

En el caso de España, estas demandas sobre la materialidad de la urbe se mezclaban con las demandas de libertad política. Era el tiempo de la "masa", esa palabra que, en términos de la filosofía francesa de corte posmoderno de entonces, hacía referencia a la unión de las personas que comparten ideario, y que confluyendo en un espacio físico concreto -la asociación o la manifestación- compartían identidad y objetivos.

Fue una etapa que me suscitó la fascinación suficiente como para dedicar unos cuantos años de mi vida a la elaboración de una tesis doctoral que analizó el éxito del que probablemente fue el más innovador Plan General de la Transición, el PGOU de Málaga de 1983.

La década de los 90 y la primera del siglo XXI, han transformado la sociedad de la masa en una sociedad de individuos multipertenecientes difícilmente clasificables. Esta idea la explica muy bien Byun Chul Han en todos sus libros (porque siempre termina contando lo mismo) pero sobre todo en Sobre el poder, Psicopolítica y, especialmente, en En el enjambre.

Desde la atalaya del protagonismo de una etapa profesional íntimamente ligada a una etapa política, las nuevas demandas de los grupos de interés en las cuestiones urbanas se perciben como un ruido que impide replicar la acción culta de los profesionales sobre el diseño de la ciudad.

Lo que no parecen entender quienes hacen esta crítica, es que el objeto del urbanismo ya no es el diseño y la dotación de la ciudad. Las exigencias orientadas a hacer de la ciudad un lugar más amable y plural, son el reflejo de una sociedad cada vez más compleja que exige su lugar en la ciudad y en el reglamento.

Los coeficientes, el aprovechamiento y todo el aparataje de estudios económicos, no son más que el traductor simultáneo ciudad-rentabilidad (económica y social) que permite que los planos se conviertan en realidad y no nos quedemos sin viviendas protegidas o a precio tasado porque resulta que no es rentable construirlas. Esto, sin duda, complica el procedimiento. También, por cierto, lo ralentiza la falta de medios y de apoyo a un cuerpo funcionarial, que se ve solo ante el peligro de la judicialización.

No deberíamos confundir causa y efecto. Que la burocracia se complique no significa que las causas que contribuyen a su complicación sean el problema. La incorporación al debate urbanístico de conceptos como la ciudad de los 15 minutos, la movilidad individual de bicicletas o patinetes, la sostenibilidad en la construcción, el urbanismo con perspectiva de género, o la demanda de nuevas formas de gestión de los espacios públicos como los huertos urbanos, solo avisa de nuevas sensibilidades tan legítimas como lo fueron en los ochenta las que tenían que ver con la regeneración urbana o el reconocimiento del valor del patrimonio más allá de lo monumental. 

Creo que después de 40 años de democracia ya hemos comprendido que Papá-Estado-Democrático no puede con todo, y que si no arrimamos el hombro éste colapsará por intoxicación burocrática -no por las causas que alimentan la burocracia, como acabo de exponer-. En un país como el nuestro donde la deuda exterior determina las políticas más relevantes, da igual lo que opinemos sobre el grado de intervención que la Administración debería tener. La realidad es que cada vez será menor. 

Necesitamos crear un nuevo espacio de participación democrática en el urbanismo, que debe adaptarse a las condiciones de contorno actuales. El planeamiento urbanístico es una herramienta que aún tiene mucho recorrido. Tiene el riesgo de eternizarse en los procedimientos burocráticos, pero la alternativa no parece mucho mejor.

Hay que conocer la casa de cada uno, y en un contexto mediterráneo como el nuestro, pensar en un urbanismo de concertación al estilo anglosajón es como pretender que el zorro cuide de las gallinas. El urbanismo de concertación exige una práctica de la participación poco compatible con nuestra cultura mediterránea, donde siempre habrá motivos mejores para la socialización que acudir a un proceso participativo sobre el modelo de ciudad. 

Sin embargo, nuestra cultura de la socialización invita a la charla en los desayunos de los bares o en las puertas de los colegios, y a veces se acomete la acción. Así es como muchos padres y madres están iniciando movilizaciones para hacer más transitables los entornos urbanos de los colegios para que los niños y niñas puedan desplazarse…sí, en patinete, bicicleta y en un tiempo que no exceda los 15 minutos.

Y a ser posible en calles con árboles para que no se achicharren los días de calor, que cada vez son más. Este tipo de acciones, como las promovidas por los colegios profesionales o las asociaciones de promotores, son las que hay que articular reglamentariamente y aceptar políticamente. 

Hoy la democracia viste el traje de los datos, los indicadores y los observatorios urbanos. No solo se trata de reconocer el mantra de la metodología SMART, que dice que lo que no es medible no se puede cambiar. También hay que aceptar con humildad que la complejidad exige validar las opiniones con datos. 

Por ello, para hacer democrática la gestión de la ciudad en un contexto de demandas cada vez más complejas y habitualmente contradictorias, es necesario cartografiar correctamente los agentes, identificar sus legítimos intereses y sus objetivos, y medir la incidencia económica, social y ambiental de cada proyecto o acción. Sólo así se podrá evitar la simplificación y la polarización, uno de los riesgos más relevantes del tiempo histórico que nos ha tocado vivir. Y esto no lo digo yo, sino el Informe de Riesgos Globales de 2023 del Foro Económico Mundial.

Considero que estamos asistiendo a un punto de inflexión. Debemos acometer la madurez democrática a través del compromiso de todos los agentes que habitan el territorio, y en especial de sus gestores públicos. Fíjense que he utilizado un concepto un poco extraño, pero elegido con todo el sentido. He hablado de la necesidad del compromiso de "los agentes que habitan el territorio".

No hablo de las personas que lo hacen a título personal pues éstas tienen más difícil su representación precisamente por la falta de práctica en los procesos participativos. Por eso su acción será efectiva en la medida en que formen parte de grupos de interés como ciclistas, comerciantes, hosteleros, asociaciones vecinales o cooperativas agrícolas. Tampoco me refiero a los agentes que actúan, pero no habitan el territorio, como los fondos de inversión que nada tienen que ver, por cierto, con las empresas promotoras o constructoras locales. 

La democracia se juega en la espacialización de los intereses, y por tanto entre los protagonistas que habitan el territorio. Esto deberían entenderlo muy bien nuestros representantes políticos, que muchas veces pecan de gobernar para abstracciones como "el mercado", "lo privado" o "el desarrollo". 

Verdaderamente no creo que haya que mirar a los 80 para replicar el modelo. Aquella época debe servirnos para validar la idea de que los grandes problemas se solucionan con acuerdos. Pero los acuerdos y los protagonistas de hoy son distintos a aquellos.

La ciudad es el lugar de las posibilidades sociales, económicas y culturales, y por ello el lugar donde la mayoría queremos estar. Pero cada uno tiene su idea de lo que es mejor para la ciudad y no suele coincidir con lo que piensa el otro, sobre todo si éste o ésta acaba de llegar por avión, patera o mayoría de edad. Hacer de la ciudad un espacio de ejercicio democrático pasa por escuchar, observar y cartografiar. Y sobre todo pasa por reconocer la naturaleza del infinito movimiento del universo.