La conquista de la edad adulta y la asunción de responsabilidades pasan por disponer de un espacio propio, a imagen y semejanza de la metáfora de la habitación propia a la que hacía referencia Virgina Wolf en 1928. Sin una habitación al margen de las salas domésticas donde se comparte la vida familiar y la social, una mujer no podría escribir o estudiar, y por tanto tendría limitadas sus posibilidades de desarrollo individual.

La emancipación cultural, política y económica pasaba por obtener unas condiciones materiales mínimas: un espacio propio para desarrollarlas. Si hay un colectivo al que afecta el problema de la vivienda como soporte para su propia emancipación, es el de los jóvenes. 

El elevado precio de la vivienda es un problema complejo que sólo se puede abordar con el mismo nivel de complejidad que su génesis. Esto debería llevarnos a la prudencia a la hora de establecer culpables y soluciones. Ojalá las soluciones fuesen fáciles, inmediatas y definitivas. Pero no es así.

Por ahora, una de las salidas que está ofreciendo el mercado es la de las soluciones habitacionales tipo coliving, residencias temporales, cooperativas sobre derecho de superficie en suelo dotacional por tiempo definido y otras formas inmobiliarias. Hay cientos de congresos, libros, cursos y tesis doctorales tratando de poner luz a este problema desde perspectivas muy distintas, así que no entraré en aportar mi propia posición porque ésta, además, cambia con cada nueva información, dato o narrativa aprendida en la confrontación con los diferentes, que es donde siempre se aprende más. 

Por ello, en esta ocasión me gustaría disfrazarme de filóloga y proponer una palabra para contribuir al reto urbano en curso. Lo que no se nombra no existe, y por eso es tan importante aumentar nuestro vocabulario de palabras y conceptos cuando los problemas nos sobrepasan.

El lenguaje tiene el poder de ordenar el pensamiento para que desde ese orden, podamos tomar las decisiones que estimemos oportunas. Hasta que no se aprobó la Ley de Dependencia en 2006 no se pensaba en los derechos de las personas en situación de dependencia y en consecuencia, en la responsabilidad que la sociedad tenía hacia ellos.

Así, una persona mayor o con minusvalía era simplemente una carga que le había tocado soportar a una familia, y en concreto a una mujer dentro de esa familia, pues las tareas de cuidado no reconocidas ni retribuidas son mayoritariamente asumidas por las mujeres. La virtud de esta ley estuvo sobre todo, en traer al escenario lingüístico el concepto de la dependencia y de los derechos de las personas dependientes. Obviamente no usaba palabras nuevas, pero conceptualizaba algo muy relevante: no hay personas que son una carga para quien le toca, sino personas dependientes que tienen derechos que hay que atender.

Soy ambiciosa y me propongo establecer un nuevo concepto que, en este caso, también implica una nueva palabra. Quiero emular a la filósofa Adela Cortina, que en los años 90 propuso la palabra "aporofobia" para designar el sentimiento de rechazo a las personas pobres o desfavorecidas.

Muchos lectores y lectoras pueden pensar que no son racistas o xenófobas, pero no podrán plantearse el prejuicio hacia el pobre o la pobre (porque la pobreza es sobre todo femenina) si no son conscientes de que existe un rechazo específico a estas personas. Como dije antes, lo que no se nombra no existe, y si no se nombra el rechazo a las personas pobres no podremos estar al acecho de nuestros propios prejuicios para abordarlos como corresponde.

Adela Cortina consiguió que en 2017 se incluyese esta palabra en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Los sueños son libres y el mío consiste en proponer una palabra que ayude a reenfocar el problema de la vivienda y en especial, el problema de la vivienda para los jóvenes que han cumplido sus deberes, pues se han formado, trabajan, pagan impuestos, y aún así no pueden emanciparse y abordar un proyecto vital propio

Empecemos visualizando el problema lingüístico de la palabra “vivienda” que se ha desvirtuado desde que ésta ha pasado a ser una materialidad sobre la que se aplican los beneficios de la acumulación de capital. El capitalismo es la manera en que nos relacionamos intercambiando cosas distintas: bienes, servicios, cultura, ideas.

El liberalismo nació en el siglo XVII como forma de liberalizar esos intercambios, pues los privilegios de la nobleza y el clero impedían celebrar contratos libres entre las partes. De la exigencia de un mercado libre para celebrar contratos entre iguales se ha pasado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y lo que va de XXI, a un liberalismo cuyo objeto es la acumulación de capital. Y ojo, no lo estoy criticando.

Esto no es ni bueno, ni malo ni todo lo contrario. La acumulación de capital ha demostrado ser a lo largo de la historia, una herramienta muy potente para avanzar en términos tecnológicos y culturales. Sólo dejando atrás el feudalismo se pudo producir una acumulación de capital como la del Imperio Romano, esta vez en manos de los estados. Gracias a eso fue posible la articulación europea que construyó carreteras, hospitales, universidades o instituciones administrativas fuertes. El primer estado que lo puso en práctica fue el español, que con la conquista de los Reyes Católicos unificó las recaudaciones y la capacidad para actuar a gran escala. 

Ahora la acumulación se da en empresas transnacionales capaces de cuotas de innovación a las que los estados no llegan porque han perdido la credibilidad de sus votantes. Sin embargo, frente a este tipo de acumulación también está el interés ancestral de la acumulación para ejercer el dominio sobre el mundo.

Y el mundo es en este momento el "mercado", ese espacio de intercambio creativo que debería ser y ya no es. En el "mercado" tal y como lo conocemos hoy, no opera más innovación que la que se aplica para alcanzar el mayor beneficio en sí mismo, para sus propietarios o accionistas. Nada que ver con la innovación tecnológica o científica que busca la superación de los obstáculos que la humanidad se encuentra por el camino. Diferenciar estos conceptos es importante pues mezclándolo todo en un mismo frasco que agitamos con cada debate ideológico, sólo conseguimos aumentar la confusión. 

La cuestión es que la vivienda, ese ámbito de seguridad en el que es posible sentir el confort del cobijo más profundo, se ha travestido por obra y gracia de un proceso de acumulación de capital, en un bien de intercambio. Y sin negar que siempre ha podido tener este valor de un modo más o menos intenso dependiendo del momento histórico o geográfico, lo cierto es que en estos momentos asistimos a una aceleración de la pérdida de los valores propios del concepto "vivienda". Por eso hay cada vez más voces que proponen el uso de la palabra “hogar”, que pone el centro en el hecho humano.

La economista de la Universidad de Columbia Saskia Sassen, ha expuesto el problema de la financiarización, que es el proceso económico por el cual se reduce todo el valor intercambiado (en este caso el de la vivienda) a un instrumento financiero o a un instrumento financiero derivado. Ella lo explica diferenciando la banca comercial tradicional de la banca financiera.

El negocio de la banca comercial tradicional estaba en prestar dinero a alguien que tenía un proyecto vital o empresarial, y el beneficio estaba en que ese proyecto llegara a buen término, siendo aún mayor si los hijos de quien había pedido el préstamo podían tener un futuro mejor, porque seguramente pedirían otro préstamo.

La banca financiera no opera de este modo, sino que sus ganancias provienen de algoritmos y operaciones muy opacas que hacen, como hemos visto en la crisis del 2008 y ahora en la de los préstamos universitarios en EEUU, que no sea necesario que a la población le vaya bien para que ésta pueda ganar grandes beneficios.

El valor de las cosas es sólo el de su intercambio, por eso es posible tener grandes cantidades de viviendas o de suelo sin poner en carga, pues su valor de uso no es relevante. Así, muchas viviendas de lujo en las ciudades globales pertenecen a fondos de inversión (ojo, no a promotoras, que son empresas con objetivos bien distintos) que no necesitan alquilarlas o venderlas para obtener beneficio. 

Una palabra

Y ahora, la palabra. No me he olvidado de ella. Al final…aterrizo. Propongo una palabra que haga referencia al miedo a no tener donde vivir incluso si se tiene trabajo. Este temor es mayor en quienes aún no han alcanzado la emancipación, es decir los jóvenes, que se ven obligados a pensar que lo mejor es vivir libres y sin ataduras, no por elección sino por imposibilidad de repetir un modelo que por lo visto nos ha gustado a la mayoría de los que hemos llegado antes, que es disponer de una vivienda en propiedad.

No olvidemos por cierto, que en un contexto de incertidumbre respecto a la viabilidad del sistema de pensiones, contar con una vivienda en propiedad resulta ser la única opción para quien no ha podido acumular patrimonio a lo largo de su vida laboral. Comprar una vivienda supone que a la postre, estamos ahorrando en la forma de una hipoteca hasta los 70 años. La vivienda en propiedad es el único bien que puede dar juego cuando ya no queden fuerzas para limpiar hoteles, manejar el ratón o vender seguros.

Así, este miedo a no tener un sitio donde vivir que sea estable, propio, seguro y duradero, a pesar de tener trabajo, lo llamo peunevívere, que viene de -peu (miedo), -ne (negación) y -vívere (vivienda).

¿Para qué sirve esta palabra? En mi opinión sirve para trasladar el foco del problema hacia espacios aún no explorados. Hay una gran multiplicidad de actores interviniendo en el mercado de la vivienda, y por eso es importante cartografiar los agentes, sus legítimos intereses y sus objetivos.

Junto a las acciones de desarrollo urbano, la financiación, la viabilidad económica o el marco regulatorio, quienes manejen el concepto del peunevívere estarán poniendo en el centro de su acción el miedo que muchas personas sienten a no tener un espacio seguro, estable y durable en el que poder desarrollar su proyecto vital y emancipador, a pesar de tener estudios cualificados y estar trabajando. Se me ocurren muchas personas e instituciones que deberían incorporar este concepto en su vocabulario y dejar de jugar el lenguaje de la acumulación. Los CEOs de Blackstone o Airbnb ya se ocupan de poner sobre la mesa estos intereses y de despojar a la vivienda de los atributos del hogar.

Peunevívere pone en el centro a la persona y al miedo a no tener un hogar independiente a pesar de trabajar y pagar impuestos.  Quien elija vivir compartiendo piso, en residencias, colivings o formas con derecho de superficie durante una etapa de su vida o toda su vida, podrá hacerlo en libertad, pero no por imposibilidad. Peunevívere es el sentimiento de miedo que caracteriza a una parte de la población que, por cumplir con sus deberes ciudadanos debería tener también derecho a una emancipación.