El 18 de febrero de 2022 un abarrotado Palacio de los Deportes M. Carpena vibraba con C. Tangana, el artista del momento en España, como lo demuestra la multitud que se ve compelida a pronunciarse en redes diciendo justo lo contrario. El motivo de dicho ratito de éxtasis colectivo eran las notas que servían de extensa introducción a uno de sus singles, Demasiadas mujeres, prestadas de la marcha procesional El amor, compuesta por el tristemente fallecido Sergio Larrinaga Soler para la puntera banda de cornetas y tambores Rosario de Cádiz. El Madrileño trapero, reconvertido en artista pop, apostaba sobre seguro, más listo que el ayuno sabía del pelotazo que meses antes el grupo Califato 3/4 había pegado sampleando y manipulando sobre base breakbeat otra marcha de la misma banda y compositor gaditanos, Eternidad, en su tema Crîtto de lâ Nabahâ.

Lo anterior me sirve de antecedente para el tema que hoy os traigo en esta pilastra, estimados lectores no cofrades (y particularmente aquellos que aterrizaron de nuevas en el pabellón deportivo de Málaga para asistir al que iba a ser el histórico primer concierto de una gira previsiblemente exitosa). Aquel momento especialmente emotivo os puede servir de indicio de lo que os escribo: No podéis ni remotamente sospechar la trascendencia que la música procesional, la de aquella introducción del single de C. Tangana, tiene como fenómeno o artefacto de la cultura pop, iba a decir en Andalucía pero me consta que hace ya tiempo que la cosa rebasó los afronterados límites de nuestra comunidad autónoma. Las bandas, respetando escrupulosamente el rito y misión para el que fueron concebidas, metieron quinta en su particular nave espacio-temporal convirtiendo un género musical funcional en todo un movimiento, sostenido principalmente por los jóvenes, es decir, los que generación tras generación han sido siempre abanderados de todas y cada una de las nuevas corrientes.

Goza esta música de tal implantación que se divide en subgéneros y subvariantes, a veces tan sutiles que resultan imperceptibles para los no entendidos pero que suscitan acaloradas controversias sobre la oportunidad o no de su empleo. Un estilo musical, una concreta banda o incluso una marcha en particular pueden considerarse para el respetable tan incorrectos como pudo serlo para los melenas del rock sinfónico la irrupción del punk con sus crestas a finales de los años 70. El público encumbra a ciertas agrupaciones como a auténticos ídolos pop y las persigue grabadora en mano como antaño se procuraban los autógrafos, no faltan rivalidades como las de Blur y Oasis en los 90, un solo de corneta puede dejar sin respiración a niveles que ni soñaría el más épico punteo de guitarra de un baladón heavy.

Como corresponde a toda actividad cultural, existe un dictatorial marchamo de calidad para diferenciar los sonidos elitistas de los populares, así se proscriben ciertas marchas por considerase demasiado simples, chabacanas o comerciales (como ocurre con el reguetón por quienes por edad o falta de adaptación no consiguen enganchar con su tiempo). Por supuesto los clásicos siempre son garantía de calidad y buen gusto (la típica y universal coletilla de ya no se hace música como la de antes) y se ponen en solfa las composiciones sobredimensionadas por su éxito popular, que han de soportar los mismos prejuicios de trato que las canciones del verano o festivaleras, toca escucharlas a escondidas para no quedar mal.

Como es lógico tenemos música de baile, algunas marchas cuentan con coreografías tan rigurosas como la de la Macarena (me refiero a la de Los del río), con un pasito p´alante, María, un pasito p´atrás (me refiero a la de Ricky Martin), para aclamación de unos y escándalo de otros, justo como ocurría con los caderazos del primer Elvis Presley en las teles americanas. Por supuesto hay marchas para cantar en grupo que se entonan en los grandes acontecimientos o momentos señalados, con letras que los más disfrutones readaptan a su día a día y canturrean en el coche los viernes al salir de trabajo. Todo este subidón contrasta con el efecto chill out de otras marchas de intensidad emocional tal que casi precisan escucharse con los ojos cerrados, auténticas cimas de la composición, minisinfonías de grandes autores que se asimilan por la ciudadanía con una pasmosa normalidad.

No estoy exagerando, os hablo de una inmensa minoría de playlists de Spotify repletas de momentos pasados, vividos, y futuros, soñados, que no requieren de caros videoclips porque se sustentan en escenas y sensaciones que la imaginación de cada cual recrea mientras escucha. Os aseguro que esta música cuenta con cifras de usuarios que ya quisieran muchos artistuchos con delirios de grandeza, de esos que consiguen que cada nuevo disco o gira se reseñe en los telediarios, en esos cotizados y excepcionales segundos destinados a la cultura que sirven de relleno en los medios cuando no se encuentra el vídeo de algún perro haciendo algo gracioso.

Espero que mi ligereza al abordar la cuestión no vaya en detrimento de esta música, tan solo quiero poneros delante de vuestras narices algo verdaderamente importante por su arraigo popular y su relevancia cultural. Lo que os planteo va mucho más allá del chascarrillo, así un compositor como Ígor Stravinsky, sí, el de la Consagración de la primavera, una de las cimas de la música culta contemporánea, al paso de un cortejo con Soleá dame la mano de Font de Anta profirió aquello de "estoy escuchando lo que veo y estoy viendo lo que escucho". Incluso la deliberada opción por el silencio de algunas cofradías llegó a ser encumbrado como obra de arte, como música en sí misma, por parte de John Cage, el pionero de la música aleatoria, en su obra 4:33 de 1952, quien por cierto rumió previamente titularla Oración silenciosa y que os traigo aquí porque está documentada su visita a la Semana Santa de Sevilla en la década de los treinta del pasado siglo. Es decir, que estos sonidos, o incluso la experiencia de los silencios que como opuestos se les contraponen, han tenido relevancia e influencia al máximo nivel de la cultura de vanguardia.

Lamentablemente no soy músico ni musicólogo para argumentar su puesta en valor, intentarlo no serviría para otra cosa que para menospreciarla, lo único que pretendo con esta pilastra es poneros en antecedentes de que no estamos ante un fenómeno exótico de esos que los anglosajones descalifican como World Music, ni tampoco lo que los críticos etiquetarían como folclore o tradicional. Hablamos de una música que mira de tú a tú a cualesquiera músicas vivas y coleantes, tan exitosa y sugestiva que tiene detrás una masa que la reclama, la produce y la consume, y ahora viene lo más importante: sin subvenciones, sin sección fija en radiofórmulas, abandonada por medios culturales generalistas, incluso de los locales que solo acuden a ella como fenómeno de temporada, condenada a ocupar un gueto cultural rodeado de fronteras insonorizadas para todo lo que no sea causar molestia a los vecinos con los ensayos, fuera de su mundo maravilloso todo son oídos sordos. Entre el Mybellene de Chuck Berry, que inventó el rock and roll, y el Cristo del Amor de Alberto Escámez, igual de precursor pero en lo suyo, distan apenas 10 años, pero el primero sale con foto en los libros de historia general por su indiscutible aportación mientras el segundo se abre camino nota a nota por un mundo paralelo, sin apenas reconocimiento de una cultura popular en la que se injerta por derecho propio. En justicia la música cofrade merece todo vuestro respeto, estimados no cofrades, merece que la tengáis en cuenta, para ser amada, o si lo preferís para ser odiada, porque en gustos no hay nada escrito, como se odia a C. Tangana, el artista español del momento.