Por muchos esfuerzos que se han hecho en muchos lugares de la región por recuperar las fiestas de Carnaval, el fracaso es evidente. Hay comarcas, como la de Talavera, en la que con muy contadas excepciones el Carnaval, si es que se celebra, se reduce a la mínima expresión y solo tiene éxito en las fiestas que las discotecas y otros establecimientos promueven en las noches del fin de semana.

En la recuperación de los Carnavales se volcaron las instituciones públicas en la Transición, porque se veía en la fiesta el espíritu de los nuevos tiempos y del prohibido prohibir, pero hubo sitios en los que no hubo manera. Lugares que habían celebrado con entusiasmo antes de la guerra el Carnaval promovieron las fiestas con entusiasmo, pero la cosa no funcionó hasta prácticamente haber desaparecido. Y eso a pesar de que desde las escuelas se han vendido y se siguen vendiendo estas fiestas con un entusiasmo que uno no acierta a comprender.

Sin embargo, es evidente que el éxito ha acompañado a los promotores en la mayoría de lugares de La Mancha o en ciudades como Toledo, donde incluso los fastos han superado con creces lo que alguna vez fueron. Son contrastes que uno ve difícil explicar. Lugares donde estas fiestas son el centro del calendario festivo y lugares donde prácticamente no hay ninguna celebración fuera de las escuelas y de los establecimientos de ocio y hostelería.

Por esos contrastes y desde que la denominada Semana Blanca se abrió paso en los calendarios escolares oficiales, un buena parte de la comunidad educativa, sobre todo de los padres, pero donde tampoco faltan maestros y profesores, considera que si es necesario tener dos días más festivos se tendría que dar la oportunidad a los Ayuntamientos, a través de los Consejos Escolares, de escoger esos días y adaptarlos a la realidad festiva de cada municipio.

Con las fiestas de Carnaval ocurre como tantas cosas de la vida. Hay gente que las vive y defiende como algo imprescindible y que marca su ritmo de vida, y quien las considera absolutamente prescindibles y absolutamente sobrevaloradas. No faltan los que, como le pasa a uno, los que las viven con absoluta indiferencia y sin ningún deseo de participar en algo que nunca han comprendido.

Quizás esa incomprensión venga de no sentir esa necesidad de ser durante unas horas otra persona o de esconder su cara tras una máscara para transgredir no sé sabe bien qué, en una sociedad que permite todo eso que supuestamente se va a transgredir. Lo de tenerse que disfrazar y divertirse por decreto es otra.

Del supuesto valor educativo del Carnaval, de la máscara, del disfraz y de la entusiasta promoción que se hace en las escuelas, me da lo mismo el Carnaval que Halloween, mejor hablamos otro día.