Los curas toledanos que rezaban porque el Papa Francisco estuviera cuanto antes gozando de la gloria celestial y la vida eterna se han autocensurado, han suspendido su programa y uno lo siente de verdad y sin ironía. A uno no le gusta la censura ni la autocensura, aunque perteneciendo al club de normas estrictas y definidas al que pertenecen libremente los de la sacristía, deberían de saber de sobra que censura y autocensura son consustanciales con su funcionamiento. Aquel enunciado tan cristiano y evangélico de la verdad os hará libres es incompatible con la maquinaria eclesial, su organización jerárquica y el conjunto de creencias al que se someten voluntariamente sus miembros.

Cualquiera que haya estudiado mínimamente la historia de la Iglesia Católica sabe que está llena de casos de miembros que se salen del carril y no tienen otra que humildemente echar marcha atrás. Aquí, a pesar del sacramento de la penitencia  que tanto alivio presta a los creyentes, se advierte de que el perdón es incompatible con el “lo volveremos a hacer” de los puigdemones. Eso sí, se permite errar una y otra vez, siempre que en ese momento se cumplan las condiciones de una buena confesión que uno aprendió en el catecismo: examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Punto y hasta la próxima.

Pero en el caso de estos curas de sotana en la mejor tradición carlista y trabucaire se ve a las claras, y ellos no lo han negado, ni mucho menos sienten tan siquiera, que han cometido un pecado de imprudencia, y en esa línea se han aplicado una retirada táctica y han echado la culpa de sus males a las pocas entendederas de sus enemigos externos e internos y a la malicia de sus intenciones. No les han entendido y han tenido que replegarse, volver sus fuerzas al silencio de las sacristías y tomar impulso para la próxima vez refinar en la transmisión del mensaje.

Y es que uno ya dijo hace una semana que no comprendía que desear el paraíso a un ferviente creyente en la resurrección de los muertos y la vida eterna se consideraba ahora desde la jerarquía católica una provocación y una falta de respeto contra el máximo representante de la mercancía.

Han dicho lo que pensaban, han sido coherentes con su condición de cristianos que desean lo mejor al prójimo, como es la vida eterna alcanzada de manera rápida y fulminante y los pobres hombres de Dios se la tienen que envainar y autocensurarse. Estoy con ellos y, aunque no creo que si algún día vuelven me enganche a su programa, seguro que me darán algún que otro jornal que ganar y uno, ante todo, es agradecido.