No sé cuántas casualidades hacen falta para considerarlas como una tendencia y no mero azar, pero últimamente observo una cosa curiosa entre las escritoras jóvenes. Me refiero a la formación en artes escénicas compartida por un buen número de ellas, con el teatro como origen, raíz o faceta prioritaria de unas propuestas literarias que luego se multiplican a través de los demás géneros.

Pienso en Carla Nyman, que ha publicado poemario y novela en 2023 mientras dirigía varios espectáculos (ojo a la maravilla barroco-centennial Yo solo vine a ver el jardín, donde la actriz Lluna Issa Casterà nos vuelve tarumbas con su despliegue de sarcasmo erótico); en Yaiza Berrocal, novelista formada como dramaturga en el madrileño Teatro del Barrio; en Greta García, acontecimiento narrativo del año con Solo quería bailar, bailarina y coreógrafa; en Rocío Collins, aún inédita y ya dando que hablar; en las probaturas precoces de Elisabeth Duval, aunque quizá fuesen circunstanciales; e indirectamente en Sara Torres, cuyos happenings poéticos exhiben multitud de recursos teatrales… Por no mencionar a dos nacidas en los 80 que no entran en la franja generacional o lo hacen por los pelos: Cristina Morales y Violeta Gil.

Con apenas seis/ocho nombres, admito que la hipótesis se sostiene en un hilito; un prodigio de rigor filológico no parece. Sin embargo, voy a darme el capricho de especular con ella, por el puro placer de indagar y también por si acaso el futuro me da la razón y me convierto en el primer listillo que señaló una “nueva corriente estética”. ¡Menudo triunfo, oigan! Aparte, no hay peligro: si digo tonterías, mañana nadie las recordará. La impunidad (fruto de la irrelevancia) protege al crítico… En fin, voy con la pregunta clave: ¿el lenguaje escénico apela de un modo especial a las escritoras nacidas entre los noventa y los dos mil? Y en caso de respuesta afirmativa, ¿por qué?

El cuerpo femenino en primera persona ha sido el tema literario
decisivo de las últimas décadas, un territorio poco y mal explorado

Cuantas más vueltas le doy más sugestiva juzgo la idea. Al comentársela por whatsapp, Nyman no me desmiente y relaciona el fenómeno con la disolución definitiva de los géneros, vieja conquista de vanguardia hoy más que naturalizada y dada por hecha entre las nuevas voces: “La novela de Torres, Lo que hay, casi deriva en un poema largo que podría recitarse; la mía, Tener la carne, es un monólogo teatral que encaja dentro del perímetro de lo que llamamos ‘novela’. Además, la construcción dramatúrgica se parece mucho a la novelística”.

Si bien Nyman acierta de lleno, a mí me toca apostar más fuerte si quiero salir airoso de este artículo, encontrar argumentos más específicos. Los hay. Por un lado, la representación escénica equivale a las instalaciones temporales que predominan en el arte: fugacidad en época de aceleración, obra en flujo cuando la posteridad ha devenido promesa inverosímil, ridícula. Pero sobre todo, el arcaico escenario se ha convertido en sinónimo de cuerpo, carne presente en movimiento, réplica tangible a la sobreexposición virtual sin renunciar a la palabra, plataforma donde interrogar los límites del género y del sexo.

El cuerpo, en concreto el cuerpo femenino en primera persona, ha sido el tema literario decisivo de las últimas décadas, un territorio que pronto se reveló poco y mal explorado. Desde la habitación propia de Virginia Woolf hasta los interiores de Annie Ernaux, pensar ese cuerpo exige pensarlo en el espacio.

Visto así, volver al teatro como paso previo a la renovación narrativa podría considerarse la continuación natural de búsquedas precedentes, una muestra de lealtad expansiva al legado de las maestras, y un énfasis carnal. Digo. No sé. Mejor sigo leyendo a las autoras, y aprendo.