Primera palabra

Lucifer en el Retiro

por Carlos Ruiz Zafón

29 mayo, 2003 02:00

Carlos Ruiz Zafón

Un par de horas a la canícula asesina, multiplicada por el efecto invernadero de los tenderetes, hace que uno empiece a plantearse si los escépticos tendrán razón, si todo esto de las ferias no será un tinglado banal que nada tiene que ver con la literatura

Cuentan que en los días más calurosos de la Feria de Madrid puede verse a un diablillo releyendo los versos de Dante bajo un dintel a la entrada del parque que, en latinajos castizos, advierte "abandonad toda esperanza los que crucéis estas puertas." Mi recuerdo de la Feria es de un atardecer de luz incendiaria y 42 grados bajo la luna de Madrid. En compañía de mi editor y armados ambos de sendos granizados que se nos evaporaban en las manos en cámara rápida, me detuve a contemplar los aproximadamente cinco billones de hojas pendiendo de la arboleda del Parque del Retiro. Ni una sola se movía. La brisa se había solidificado a nuestro alrededor y la visión de la última noche de la Feria era fantasmal. A esa temperatura se funden las vanidades de este amable guiñol de libros y paseantes que es la Feria.

Atrás quedan los anhelos de tantos autores que han incubado silla durante horas en condiciones saharianas sin firmar más que dos o tres ejemplares, contando el que se queda el amable encargado del tenderete y el que le dejó su prima de Ciudad Real, que lee mucho. Atrás quedan las glorias de colas de cartilla de racionamiento donde besuquearse con el star system de la industria literaria y comprobar que sí, es verdad, algunos son más feos y están más cascados que en la tele. Atrás quedan también los concursos de quién la tenía más larga (la cola) y quiénes se marchan a casa vírgenes de lectores y ventas (los más).

Un amigo periodista y escritor tocado de una elegancia y un ingenio oscarwildenianos me desvelaba recientemente el secreto para tener una buena cola, de las que impresionan, captan adeptos y aparecer retratadas en los diarios. Hay que firmar lento, me decía no sin ironía, tomarse tiempo con cada lector y entablar conversación. En la pasada díada de Sant Jordi tuve ocasión de ver en práctica esta disciplina olímpica merced las artes de un reputado autor que firmaba en mis inmediaciones. Al amparo de métricas alejandrinas del tipo "¿y tú ya tienes novio, chati?" comprobé que lo de las colas, como me había advertido mi amigo el dandy literario, era una cuestión científica. Pero ése es el problema de los afortunados frente a quienes se detienen los lectores.

Otros casos más comunes son como el que me comentaban sucedió durante el pasado Sant Jordi cuando una señora se detuvo frente a un autor y, con mirada de severa censura, le preguntó: "¿ Y usted, joven, en qué programa sale?" La pregunta del millón, sin duda. Pero no todo es imagen. La megafonía de la Feria te aturde con mensajes sonoros subliminales: "En la caseta 814, el alférez Adalmiro Sánchez-Porreta, superviviente del cerco de los secaderos de sotoserrano, firma su obra La guerra civil nunca existió." ¿Eso se vende?, preguntas. Lo que vende este año son los libros de cocina, te contestan. Y tú haciendo el primo de novelista.

Este diagnóstico se confirma cuando un caballero de trazas rústicas, curtido por el mismo sol que alumbra al gran Delibes, te tiende un libro que lleva por título Confesiones de una guarra de la Jet y te pregunta qué vale. El ego se resiente de estas merecidas puyas de los hados, lo cual tal vez explique la inquietante presencia de esas UCIs móviles apostadas estratégicamente. Un par de horas a la canícula asesina, multiplicada por el efecto invernadero de los tenderetes, hace que uno empiece a plantearse si los escépticos tendrán razón, si todo esto de las ferias no será un tinglado banal, cuando no vil, que nada tiene que ver con la literatura. La visión de obras prodigiosas sobre las que nadie se molesta ni en escupir y de sus autores convertidos en mendigos anónimos que ven pasar a la gente, o a la vida, de largo no ayuda. Por contra, el aire pret-a-porter de fastos orquestados en torno a personajes virtuales de la cutrematrix del famoseo te corroen el sistema inmunológico cuando luchas por no rendirte a un cuadro crónico de cinismo en metástasis.

Es entonces cuando el diablillo de los libros aparece de la nada y le recuerda a uno que en esta guerra contra el vacío que es la literatura hay muchas batallas, y que las ferias y los carnavales de esta era barraquera en la que navegamos son sólo una parte accidental.

A la hora de la verdad, la hora en que el lector llega a su casa y abre ese libro del que quizás nunca había oído hablar pero que se llevó al azar o por recomendación de un heroico librero que ha conseguido mantenerse en estado sólido tras quince días en los trópicos del Retiro, en este instante, cuando su mirada y su mente se posan en la primera línea, el circo desaparece, el ruido de fondo de premios, homenajes y epifanías recalentadas enmudece y el milagro de la literatura se produce. Tal vez por eso sonríe el diablillo de la feria, porque sabe que a veces lo de menos es el ruido y lo importante, aunque rime, son las nueces.