El título de esta columna es el mismo que Javier Marías puso a la tercera de sus novelas, la más enigmática y osada de las suyas, la que ha corrido una suerte más oscura y enrevesada. Es, además, el título que él mismo atribuía, con irónica arrogancia, a la figura del narrador.

En el centro de El monarca del tiempo (1978) –extraña instalación narrativa constituida por cinco piezas en apariencia independientes– se encuentra un imponente ensayo (repescado más tarde en Literatura y fantasma, 1993) de título intrigante: “Fragmento y enigma y espantoso azar”.

En él, Marías se sirve de Julio César, la tragedia de Shakespeare, para enhebrar una incisiva reflexión acerca de la verdad y su naturaleza escurridiza y siempre coyuntural. Pues el tiempo gramatical de la verdad, dice, es el presente: toda verdad resiste en su condición de verdad el tiempo en que tarda en ser desplazada por otra que usurpa su lugar.

El arte narrativo es, entre otras cosas, el arte de “organizar la verdad” de lo que se cuenta. El narrador gobierna el tiempo de su relato, que siempre es verdad mientras transcurre, y el contenido de esa verdad depende en buena medida del modo –del orden– en que presenta los hechos.

Lo que plantea Marías en El monarca del tiempo es ya el problema que en adelante orientará su narrativa: el problema de la verdad y de su consistencia sustancialmente narrativa. Un problema que, en el campo de la novela, aboca directamente a otro, sobre el que se proyecta: el de la ficción, que no es, ni mucho menos, lo contrario de la verdad (eso lo sería la mentira), sino más bien un modelo de cómo ésta se construye.

Javier Marías escogió muy pronto la liga en la que quería participar, la misma en la que jugaban sus escogidos maestros, y se reveló capaz de entrar en ella

Toda la obra de Javier Marías indaga precisamente en el suelo común que comparten la verdad y la ficción en cuanto construcciones narrativas. De ahí sus precursoras y atrevidas y no siempre victoriosas incursiones en los pantanosos terrenos en que la verdad y la ficción confunden sus jurisdicciones. De ahí su estilo digresivo y arborescente, en el que las frases contienen múltiples predicados, a veces contradictorios e incluso excluyentes.

De ahí también su atención principal a la figura misma del narrador, de un narrador cada vez más hipertrofiado por cuanto es cada vez más consciente del ambiguo privilegio que constituye contar algo, no sólo porque los hechos son en sí mismo ambiguos, sino porque, por grande que sea su empeño en controlarlos, en dar su propia versión de los mismos, éstos se abren paso a través de la determinación misma de negarlos, a través incluso del olvido, rebelándose a menudo contra los designios del narrador.

Cuando se publicó El monarca del tiempo, “el joven Marías” llevaba cinco años en silencio. Su anterior novela, Travesía del horizonte, es de 1973. Cinco años son muchos para un veinteañero. ¿Qué ocurrió en ese tiempo? Muchas cosas, sin duda, entre otras sus traducciones de Thomas Hardy y de Laurence Sterne; pero una principal en lo literario: Juan Benet, cuyo magisterio no supuso tanto una influencia como un modelo del tipo de ambición y de actitud que correspondía a un escritor.

Si se considera, encima, que el ensayo mencionado, “Fragmento y enigma y espantoso azar”, arranca de la provechosa lectura de Las semanas del jardín, de Rafael Sánchez Ferlosio, se hace más fácil comprender por qué, entre el alborotado coro de jóvenes narradores que en los años 80 abanderaron la que se llamó “nueva narrativa española”, desbordante de adanismo y autosatisfacción, la voz de Marías, que se adelantó a todos
ellos, fue destacándose tan señaladamente: él mismo escogió muy pronto la liga en la que quería participar, la misma en la que jugaban sus escogidos maestros, y se reveló capaz de entrar en ella.