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Mínima molestia

Enoch Powell, Dante y la democracia

Las premisas nacionalistas y segregacionistas de Powell conservan hoy buena parte de su predicamento, no sólo en Inglaterra sino en buena parte de Europa y Estados Unidos

8 febrero, 2021 09:00

En su libro póstumo Fiesta bajo las bombas (Galaxia Gutenberg, 2005), donde se recogen los apuntes destinados a rememorar sus años en Inglaterra, Elias Canetti dedica un breve capítulo a Enoch Powell (1912-1998), en su día un muy destacado miembro del Partido Conservador inglés. De origen humilde, antes de dedicarse a la política Powell se convirtió en un reputado clasicista; obtuvo una cátedra como profesor de griego antiguo en Sidney, Australia, e hizo sus pinitos como poeta. Políglota, estudioso de altos vuelos en las más variadas lenguas, durante la Segunda Guerra Mundial formó parte de los servicios de inteligencia ingleses y alcanzó una alta graduación con un historial deslumbrante, cumpliendo misiones en el norte de África, en la India y en el Lejano Oriente. Su fulgurante carrera como parlamentario y como responsable de importantes cargos en los ministerios de Vivienda, de Hacienda, de Salud y de Defensa, quedó truncada a consecuencia de la comprometedora repercusión que tuvo su célebre discurso titulado 'Ríos de sangre', de 1968.

En él pronosticaba que en Inglaterra correrían ríos de sangre si el país continuaba abriendo los brazos a los inmigrantes y concedía la nacionalidad británica a sus hijos y nietos por el simple hecho de haber nacido en su suelo. El primer ministro Edward Heat “sacrificó” a Powell, pero se estima que ese discurso fue decisivo para la victoria de los conservadores en 1970, y que decantó el voto de al menos dos millones de ciudadanos. Como no dejó de recordarse hace tres años, cuando se cumplió medio siglo desde que el discurso fue pronunciado, sus premisas nacionalistas y segregacionistas conservan hoy buena parte de su predicamento, no sólo en Inglaterra sino en buena parte de Europa y Estados Unidos. No me consta que los muchachos de Vox sepan quién es Powell, pero algunos de los pasajes de aquel discurso servirían sin duda para dar un poco de lucimiento a las aguerridas peroratas de Santiago Abascal.

Todo invita a pensar que la democracia padece una confusión acerca de su propio ADN que la mueve a reconocerse heredera de la idealizada democracia ateniense y de la Ilustración

Como sea, Powell era al parecer un tipo realmente brillante, arrollador. Cuando lo conoció en el Londres de los años 50 Canetti quedó fascinado por su encanto y su elocuencia. Y eso que aquella noche Powell no cesaba de invocar a Nietzsche y la voluntad de poder: “rara vez me he encontrado con un antípoda tan extremo de todo lo que defiendo”, anotó Canetti. A la vez que a Nietzsche, Powell también citaba a Dante, de quien decía que lo que más lo atraía era “la franqueza de su partidismo”, el hecho de que “la lucha entre los ciudadanos aún significaba algo para él, todavía no había degenerado en formulismos corteses”. Según Canetti, a Powell “no le gustaba lo civilizado del tono inglés, habitual en el Parlamento”. “En tiempos de Dante”, recordaba Powell, “desterraban a la gente, cuando llegaba al poder el partido enemigo había que abandonar la ciudad y no se podía volver a ella jamás”. Y añadía: “El odio al enemigo era ardiente. La Commedia de Dante está llena de odio, Dante mismo no perdonaba nada, y tampoco olvidaba. Lo más grande en su obra es que no olvidaba nada”.

Dan mucho que pensar estas palabras si uno las pone en relación con el actual escenario político, en el que produce alarma precisamente aquello que tanto atraía a Powell de Dante: el creciente descaro –la “franqueza”– con que algunos exhiben su partidismo. El desprecio cada vez más generalizado de lo que el mismo Powell llamaba “formulismos corteses” está conduciendo a un acelerado deterioro de la dialéctica parlamentaria y a un proporcional incremento de las fraseologías del odio, que esos “formulismos” contribuían a contener o a moderar. Los populismos que socavan los siempre débiles cimientos de las democracias suelen catalizar las simpatías que despiertan quienes se jactan de llamar “al pan, pan y al vino, vino”. Todo invita a pensar que la democracia misma padece una confusión acerca de su propio ADN que la mueve a reconocerse heredera de la idealizada democracia ateniense y de los principios de la Ilustración, cuando más bien parece serlo de la lucha de facciones de la República Florentina, en la que, en un clima saturado de odio, güelfos y gibelinos libraban una pelea a muerte.