Imagen | Filomena a mi pesar

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Mínima molestia

Filomena a mi pesar

Muy a pesar mío he tenido que soportar, durante las últimas semanas, que unos y otros se refieran al temporal de nieve y frío que ha asolado la península por el nombre de Filomena

25 enero, 2021 09:21

Van a tener que disculparme, pero escribo esta columna o reviento. Como bien saben, el título plagia el de una novela de Gonzalo Torrente Ballester, Filomeno a mi pesar (1988). Venía a huevo. Porque muy a pesar mío he tenido que soportar, durante las últimas semanas, que unos y otros se refieran al temporal de nieve y frío que ha asolado la península por el nombre de Filomena.

Hace muy poco que se ha impuesto entre nosotros esta memez de bautizar con nombre propio a las borrascas. Como tantas otras memeces, también esta nos llega de Estados Unidos, donde desde hace ya mucho se pone comúnmente nombre a los ciclones (¡y a los incendios!). Imagino que a muchos meteorólogos, políticos y periodistas españoles se les caía la baba de envidia cuando oían hablar de Wilma, de Katrina, de Sandy, de Dorian para referirse a huracanes y tifones que asolaban el Golfo de México y aledaños. ¿Por qué nosotros no?, debían de preguntarse. Y he aquí que ya tenemos a nuestros temporales (así consistan a menudo en apenas cuatro chuzos) bautizados con nombres de personas, ignoro con qué criterio. Como niños que recién empiezan el colegio: Elsa, Gloria, Fabién… ¡Filomena! ¡Filomena! Lo malo es que no me queda vida para acostumbrarme a tamaña cretinez.

En fecha tan remota como 1965, en su primer ensayo importante, Personas y animales en una fiesta de bautizo, Rafael Sánchez Ferlosio ya observaba cómo “la cursilería se ensaña en los ciclones, y así, se dice ‘el ciclón Daisy’, en lugar de decir sencillamente ‘el ciclón del 14 de febrero’, fecha que habrá que añadir de todos modos cuando haya que entenderse, ya que con ‘Daisy’ no se ha dicho nada”.

Advertido por un amigo de que los ciclones tienen un desarrollo duradero, que abarca muchos días, Ferlosio corregía el tiro y admitía que no cabía nombrarlos con tanta precisión a través de la fecha. “De todos modos”, insistía, “ya podían escoger para su denominación otras palabras más dignas y discretas al efecto, más asépticas (e incluso palabras intrínsecamente clasificatorias, tales como cifras) que no esos animísticos nombres de mujer”.

Como fuere, el ejemplo de los ciclones le servía a Ferlosio para ilustrar de qué modo el nombrar una cosa conserva en muchos casos –en particular cuando de cursilerías se trata (“se conoce que la cursilería es tan antigua como la civilización occidental”)– vestigios del ademán mágico con que en tiempos remotos se empleaban los nombres para exorcizar el peligro de los entes amenazadores.

Hace muy poco que se ha impuesto entre nosotros esta memez de bautizar con nombre propio a las borrascas. Como tantas otras memeces, nos llega de EE.UU.

Ferlosio hace esta consideración en el marco de una soberbia reflexión acerca del sentido de “poner nombre propio, sin intenciones clasificatorias, a un animal que no atiende por su nombre y de mentar por el nombre bautismal a una criatura aún del todo extraña al uso del lenguaje y carente, por tanto, del rango de persona”. Reflexión que extiende a tantas fórmulas supersticiosas empleadas por el hombre para conjurar lo extraño.

“Supersticioso igualmente –añade Ferlosio– es el impulso que rige la costumbre de poner nombre propio a los ciclones; nadie cree que con ello se amansen sus furores, pero el impulso se alimenta de aquel mismo sentir irreflexivo –por otra parte no siempre infundado– que hace que el verbo controlar pueda usarse, de modo anfibológico, para las ideas de registrar, vigilar y gobernar.”

Todo esto para dar fundamento racional, por mi parte, a la irritación sin duda irracional que me produce la moda reciente, al menos entre nosotros, de dar nombre propio a las borrascas.

Me informo sobre la materia y me entero de que no es algo nuevo en Europa. Al parecer, desde el año 1954 la Universidad de Berlín nombra cada una de las borrascas y anticiclones que llegan al continente, se supone que a efectos de una mejor identificación, debido a su gran número. Este uso, ya en sí mismo cuestionable, excede su objetivo, sin embargo, cuando –como viene ocurriendo desde hace tres o cuatro años– intervienen los medios de comunicación, que lo han convertido, como casi todo, en una boba herramienta para amplificar el sensacionalismo de las noticias y envolverlas en un aire a la vez experto y familiar y cretino.