Imagen | Una estética de la avidez

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Mínima molestia

Richard Stern

10 mayo, 2019 02:00

Una vibrante reseña de José María Guelbenzu me puso en la pista de Las hijas de otros hombres, de Richard Stern, novela recientemente publicada por Siruela. Poco después, vi que la recomendaba Enrique Redel en esta misma revista.

Creo que se trata del primer libro de Richard Stern que se publica en España. Y eso que el autor alcanzó cierta notoriedad en su tiempo, que es casi el nuestro, pues, nacido en Nueva York en 1928, falleció hace apenas seis años, en 2013. Haber recibido codiciados galardones (entre ellos la Medalla al Mérito por su trayectoria como novelista, así como, en 1995, el Heartland Award por sus memorias, A Sistermony); haber sido elogiado por destacados escritores y críticos, como Anthony Burgess, Flannery O'Connor o Richard Ellmann; haber tenido amistad, en algunos casos muy estrecha, con personalidades como Bellow, Beckett, Pound, Robert Lowell, Lillian Hellman o Borges; haber contado entre sus agradecidos alumnos (pues durante casi toda su vida impartió clases de literatura) a narradores como Robert Coover, no fue suficiente para que Stern accediera a la muy concurrida tribuna de la más prestigiosa narrativa estadounidense. De él dijo Richard Schickel que “era casi famoso por no ser famoso”. El mismo Stern, al parecer, decía de sí mismo: “Fui un fracasado antes de haber fracasado”.

Después de leer Las hijas de otros hombres, de Richard Stern, una historia solo en apariencia convencional, me pregunto, extrañado, cómo ha podido pasar desapercibida tantos años una obra así

Traigo a colación estos datos (sacados de Wikipedia) para observar algo que justifica el ascendente casi aplastante que tiene en la actualidad la narrativa anglosajona. No se trata sólo de que cuente en sus filas a un extraordinario número de escritores de primerísimo nivel. Se trata también de que, dada la amplitud de su producción y de su público, cuenta con una abundante “clase media” de escritores que, sin haber alcanzado un estatuto ni mucho menos canónico, revelan hoy una categoría muy por encima del actual promedio.

Ocurrió durante la edad de oro de la afición a la lectura y de la industria editorial, el período que abarca de los años 40 a los 90 del pasado siglo. Fueron cinco décadas de irrepetible y admirable productividad. En esa época, en buena parte de Europa, pero sobre todo en Inglaterra y Norteamérica, prosperó una “clase media” de narradores y narradoras (pues muchas de ellas eran mujeres) extraordinariamente competentes que, desentendidas en buena medida de los circuitos de consagración, satisfacían con impecable profesionalidad y probidad las ansias lectoras de un público bien formado y relativamente exigente, entonces todavía no disuelto en la informe categoría de lo que se entendería poco después por “mercado”. Esa “clase media” de escritores (de la que en su día nos llegaron sólo las muestras comercialmente más exitosas) constituye en la actualidad una cantera al parecer inagotable de “novedades” para nosotros hoy sorprendentes, de las que pueden proveerse, casi sin solaparse, multitud de catálogos (entre ellos, de manera particularmente insistente y afortunada, el de Impedimenta, el sello que con tan buen criterio dirige el mencionado Redel).

Las hijas de otros hombres (1973) reúne todos los requisitos para dar lugar a un fenómeno de recepción como el que en su día supuso Stonner, de John Williams. Después de leer esta historia sólo en apariencia convencional de un sensato padre de familia que se enamora de una joven estudiante muchos años menor que él, uno se pregunta, extrañado, cómo ha podido pasar desapercibida hasta ahora una obra así. La respuesta pasa en no escasa medida por lo que dicho más arriba: ese caudal casi inabarcable de escritores cultivados y solventes.

Las hijas de otros hombres es una novela más compleja, más sutil, más importante que Stonner. Philip Roth elogió de ella “la precisión, el tacto, la humanidad del sentimiento, su tremendo encanto...”. Y añadió una frase sensacional, ideal como reclamo publicitario: “Es como si Chejov hubiera escrito Lolita”.

No es fortuito que Roth apreciara tanto esta novela. Si se considera bien, tiene no poco que ver con su propia novelística, en particular con una obra como El animal moribundo. Las dos arrojan dos lecturas radicalmente opuestas y sin embargo complementarias de las consecuencias que para una amplia franja generacional -y para la institución del matrimonio- tuvo la revolución sexual de los años 60.

Lean a Stern, no se lo pierdan.