Image: Nunca vienen

Image: Nunca vienen

Mínima molestia

Nunca vienen

26 mayo, 2017 02:00

Sólo una vez vi a Juan Benet en persona. Fue en Barcelona, entrados los ochenta, con motivo de dar él una conferencia en algún lugar del centro de la ciudad, quizás el Ateneo barcelonés, no recuerdo bien. Sí recuerdo que llegué puntual, para asegurarme una plaza. Pero a la hora convenida la sala estaba vacía, hasta el punto de sospechar yo, consternado, que me había equivocado de hora. No era así: al rato llegaron tres señoras, que se sentaron muy adelante. Todavía entraron un par de personas más -quizás eran cuatro o siete, como máximo-, que se desperdigaron entre las numerosas filas de asientos disponibles. Benet leyó su conferencia, y al final se acercó a las señoras de la primera fila, sin duda conocidas suyas. Así que no éramos más de media docena quienes habíamos acudido a escuchar a quien sin duda era uno de los grandes escritores del momento. Por mi parte, no salía de mi asombro, de mi extrañeza. La candidez de la juventud, ya se sabe.

Semejantes asombro y extrañeza, cada vez más mitigados -hasta su completa disolución-, he sentido en lo sucesivo las pocas ocasiones en que me he acercado a escuchar a un gran escritor de paso por mi ciudad. Admito que también a mí las urgencias y las inercias de la vida diaria me distraen de la intención de acudir a este tipo de actos. Me refiero a charlas o conferencias de escritores más o menos afamados, traídos al lugar con cualquier pretexto. Pero las veces en que he conseguido reunir la determinación suficiente, he constatado, ya sin sorpresa, que entre el público asistente, fuera o no numeroso, apenas había escritores.

Hablo de ocasiones relativamente excepcionales, como puede ser la visita a Barcelona o a Madrid o a cualquier otra ciudad española de un escritor extranjero, traído acaso desde Latinoamérica o desde Alemania, pongo por caso (me vienen a la cabeza los casos de Antonio Lobo Antunes, de Günter Grass, a quienes escuché sin reconocer a un solo escritor entre el público; o, más recientemente, de un par de recitales poéticos en el marco del Festival de la Poesía de Barcelona). Ni se me ocurre considerar -por qué no, sin embargo- otras ocasiones más comunes, como las presentaciones de libros de autores nacionales.

Como no medie un vínculo de amistad o alguna circunstancia extraordinaria, de esas que generan cierto morbo, es rarísimo encontrar a escritores en un acto protagonizado por otro escritor, cualesquiera sean su importancia o su celebridad. Hablo de escritores en particular porque presumo, sin duda infundadamente, que ellos en particular deberían sentir interés o curiosidad por ver de cerca y escuchar a otros escritores tanto o más importantes que ellos. Saber qué pueden decir, cómo se desenvuelven en público. O, en el peor de los casos, ampararlos hospitalariamente con su presencia, saludarlos, acaso homenajearlos con un gesto de respeto o de admiración.

Sufridor como soy, a menudo he padecido en carne propia cierto apuro (que probablemente sólo sienta yo mismo) al imaginar la perplejidad -la soledad- que un escritor visitante puede sentir al percatarse de que ni su presencia si sus palabras atraen a un solo colega del lugar, por desconocido que resulte para él mismo. Que los organizadores del acto no le digan, al concluir, que esos señores que se acercan a saludarlo son Muñoz o Pérez o García, autores bien conocidos y celebrados por el público que acaba de aplaudirlo.

Supongo, ya digo, que los quehaceres de cada uno, la pereza y las fatigas, son motivos más que sobrados para justificar esa ausencia a veces clamorosa, a veces indignante. Pero en mis momentos de enojo me da por pensar que, al menos en este país, en nuestra cultura tan funcionarial, lo que se esconde detrás de esta desidia es, en no pocos casos, cierta susceptibilidad de la propia vanidad. La idea -por supuesto que no conscientemente articulada- de que acudir al acto de otro escritor puede ser entendido como un gesto de vasallaje, una pleitesía. Y que es peligroso, cuando no indecoroso, exponerse a que nadie malinterprete la propia presencia.

Que cada palo aguante su vela, ¿no es eso?