Lo primero que vi el pasado lunes al abrir Instagram fue una foto que Pedro Pascal había publicado en la que aparece junto a Kaitlyn Dever, su compañera de reparto en la exitosísima serie The Last of Us. Ambos aparecen sonrientes, abrigados, cubiertos de hielo y nieve. Abrí mucho los ojos y recordé que si no veía en ese mismo momento el episodio que acababa de salir (el segundo de la temporada actual) me comería un spoiler del tamaño de Eurasia.
Paré todo lo que estaba haciendo y (cuidado, ahora sí vienen spoilers) vi cómo el personaje interpretado por Dever asesinaba cruelmente a Joel Miller, el queridísimo personaje interpretado por el también queridísimo Pedro Pascal. Me tapé la cara horrorizada, dije muchas veces en voz alta “dios dios lo va a matar no puede ser” y terminé el episodio.
En cuanto presencié la muerte de Joel entendí por qué Pascal había subido a su Instagram una foto con Dever y por qué la había acompañado del comentario: “compañeros de tempestad” o, en inglés, mucho más cuqui: blizzard buddies.
Pascal estaba anticipando e intentando prevenir uno de los fenómenos más extraños y aun así habituales de esta nuestra era de internet: el odio hacia actores y actrices que interpretan a personajes que el público considera moralmente reprobables. Y, en el caso de Dever, el odio hacia actores que interpretan personajes salidos de videojuegos y que no comparten apariencia física con sus equivalentes virtuales.
En uno de los últimos episodios de Punzadas sonoras hablábamos de cómo la dicotomía entre lo real y lo irreal ha empezado a romperse. Uno de los elementos que pone en jaque la existencia de esta dicotomía es la ficción. Millones de personas en todo el mundo hemos pasado una especie de duelo extraño pero real al presenciar la muerte de un personaje querido.
Quizás la ficción deba educarnos acerca de nuestra propia naturaleza, esa que compartimos con personajes como Joel, ambiguos y grises
Pero ¿qué llevaría a personas de carne y hueso a acosar a un intérprete por hacer (muy bien) su trabajo? Me pregunto en qué mundo estrambótico vivimos si los compañeros de reparto de Dever anticipan el odio e intentan frenarlo señalando lo evidente: que cuando el director grita cut ellos se limpian la sangre falsa, se sacuden la nieve y, tras la muerte ficticia, se abrazan.
La muerte de Joel me pareció un movimiento magistral. Echaré de menos a Pascal, mi actor favorito y cada día el de más gente, pero aprecio el vericueto moral en el que la serie coloca al espectador: sí, queríamos a Joel, le acompañamos durante la primera temporada mientras protegía a Ellie, sabíamos que era un tipo duro pero capaz de afecto, amor, honor. Era nuestro héroe. Pero al final de la primera temporada, Joel hace algo imperdonable. Y ese algo vuelve años después a buscarle y darle su merecido.
Más allá de lo evidente que nos resulta a la mayoría el hecho de que acosar a actores por hacer de malos es un delirio tremendo, no puedo evitar preguntarme si las ficciones estarán por encima de quienes las consumimos. ¿Por qué se dan este tipo de reacciones incluso cuando los personajes no caen en el maniqueísmo? ¿Por qué hasta las ficciones que se alejan de la dicotomía del bien y el mal generan este odio visceral y acrítico?
Quizás la ficción deba educarnos ahora acerca de nuestra propia naturaleza, esa que compartimos con personajes como Joel, personajes ambiguos, grises y llenos de matices. Personajes que podríamos ser todos nosotros. Personas que sacrificarían la supervivencia de toda la raza humana por salvar algo que quieren y que ni siquiera les pertenece; personas de verdad, personas ficticias y verosímiles que de cuando en cuando también merecerían ser víctimas de una venganza justa.