'El Golem', de Juan Mayorga, la gran apuesta del CDN para esta temporada

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¿Qué le falta y que le sobra al teatro en estos momentos?

El Día Mundial del Teatro nos recuerda que el escenario es una hoguera que ilumina y calienta el alma de la tribu con risa, llanto y catarsis. Ante esta jornada, ¿es posible reivindicarlo como una cuestión de Estado? 

Álvaro Tato Paloma Pedrero
27 marzo, 2022 04:33
Paloma Pedrero

Paloma Pedrero

Paloma Pedrero
Autora y directora de Transformación

Más autocrítica

En el actual contexto donde la pandemia y la guerra nos pisan los talones, en el que la cultura ha demostrado ser el antídoto contra la locura de los ciudadanos, llega el Día Mundial del Teatro. Llega el momento de recordar que hablamos de un espacio en el que un grupo de seres humanos diferentes se unen para, todos a una, con la humildad de los mejores y mirando hacia el mismo horizonte, remar en un equilibrio esforzado y fraterno con el afán de convertir el dolor en belleza. Y si lo consiguen, entregársela al mundo en aras de la conciencia y la paz. El teatro es el arte más social, ese en el que un equipo de artistas numeroso escribe una misma carta de amor y espera ansioso una respuesta efusiva. Porque el teatro no es nada sin un público que responda. Cuando esto tan complicado ocurre se da el milagro del teatro. Y, desde ahí, un proceso de transformación irremediable.

El buen teatro tiene que conmover, seducir o, como mínimo, regalarte un aprendizaje. Llevarte a la reflexión y a la crítica, algo que a la mayoría de los instalados en el poder no les interesa

Todos los años en este día conmemorativo exigimos lo mismo a los poderes. Nos quejamos de que no nos apoyan lo suficiente. Y es verdad. Es una cuestión que nace de la propia estructura social. Del mundo-mercado en el que vivimos. El teatro es un bien inmaterial, nada te llevas a casa que no sea una experiencia. Una experiencia que ocurre porque te has puesto en una situación de riesgo que tiene sus consecuencias, a veces dolorosas. El buen teatro tiene que conmover, seducir o, como mínimo, regalarte un aprendizaje. Llevarte a la reflexión y a la crítica, algo que a la mayoría de los instalados en el poder no les interesa. Así que me olvido de ellos. Y reivindico la autocrítica, la necesidad de ser más exigentes con nosotros mismos a la hora de lanzarnos a la creación escénica. El teatro, el que consigue cambiar las cosas, debe poseer elementos contundentes nacidos desde el tuétano de sus creadores. Desde mi punto de vista no vale solo con mirar hacia dentro y elaborarlo artísticamente con herramientas precarias. Hay demasiado de eso en nuestro teatro, demasiado onanismo intelectual, que escribe misivas sin esperar respuesta. Aunque algunos de los que están en los poderes las apoyen calurosamente. Tampoco me vale con una efectiva técnica dramatúrgica o en la dirección. La técnica en sí misma solo genera constructos carentes de alma. Estos espectáculos pueden enganchar al espectador, pero suelen ser tramposos y abruptamente olvidables.

Para mí, y lo digo sin ningún afán dogmático, los artistas del teatro tenemos que mirar hacia afuera e implantárnoslo dentro con la pasión que requiere todo arte. Ponernos a escribir solo cuando algo ya no pueda estar preso en nuestra conciencia. Plantearnos cuál es nuestra responsabilidad en este acto; cómo contarlo, desde dónde, hasta dónde llegar, para quién y para qué. Atenernos a las consecuencias.

Hay que dar paso a los nuevos, sin duda, apoyar una selección natural y justa. Y que cuando la carta salga clara, hermosa, llena de vida y originalidad, que cuando lo que se produce en el escenario, con sus defectos, sea un milagro, este tenga un largo trayecto. Unos teatros donde el público pudiese gozar del prodigio.

Álvaro Tato

Álvaro Tato

Álvaro Tato
Autor y miembro de la compañía Ron Lalá

Feliz Mundo del Día Teatral

Como todas las artes del presente y de la presencia, el teatro ha vivido una pesadilla (casi) perfecta durante el confinamiento y las olas de contagios. De nuevo reflorece, como siempre; no hay pandemia que clausure la necesidad de reunirnos para (re)vivir nuestros conflictos, sueños, miedos y memorias, para escuchar al otro, para atender a los demás, para apagar las pantallas y permanecer vivos y juntos dentro de las tres dimensiones de esta realidad no virtual ni digital: solo real.

Necesitamos mayor visibilidad y difusión en programas educativos
y en medios, ampliación de fondos y ayudas a medio y largo plazo
para reavivar y robustecer el tejido de las giras y sus redes

El regreso fiel del público tras meses de restricciones permite augurar tiempos mejores. En una sociedad del espectáculo tan mediatizada, retransmitida, lastrada por la escasa lucidez (auto)crítica, el neopuritanismo (auto)censor y la paulatina conversión de arte en consumo, algunos escenarios suponen todavía oasis de libre expresión y libre albedrío, de placer y riesgo, de divergencia y diversidad.

Ahora, mientras la primavera llega y el mundo tiembla, al fin abiertos y a menudo llenos los patios de butacas, ya restaurada la sed de escenarios, urge más que nunca resolver nuestros problemas de costumbre. Necesitamos mayor visibilidad y difusión en programas educativos y en medios, ampliación de fondos y ayudas a medio y largo plazo para reavivar la actividad y robustecer el tejido de las giras y sus redes, mayor abundancia de compromisos y sinergias privadas, independencia sectorial ante veleidades políticas, creación de vínculos entre países de habla hispana, agilidad en las liquidaciones de derechos de autor, más oportunidades para artistas jóvenes y para proyectos autonómicos, mayor movilidad y descentralización de compañías públicas y, en ellas, soluciones definitivas a los desencuentros entre administraciones y unidades para evitar sonrojantes demoras en pagos a elencos o ásperas huelgas por desajustes en las cualificaciones de técnicos... Cuestiones recurrentes que vuelven difícil la supervivencia y continuidad de numerosas empresas en un sector tan frágil como persistente y tan terciario como esencial.

La cultura en general y el teatro en particular podrían y (dicho quizá con exceso de entusiasmo o ingenuidad) deberían ser considerados como uno de los principales valores del país, un pilar de la llamada marca, una verdadera cuestión de Estado. Y la voz de los clásicos ha de cruzar fronteras para equiparar por fin a Lope de Vega, Calderón, Lorca o Valle-Inclán con Shakespeare, Molière, Chéjov y demás familia en los tablados internacionales. Somos herederos (¿cuándo nos daremos cuenta?) de una de las grandes lenguas y una de las raigambres escénicas más profundas, ricas y extensas del mundo. Del gran teatro del mundo. Un mundo demente y enfermo que necesita más rayos de luz y menos bombas.

El teatro es una hoguera que alumbra, ilumina y calienta el alma de la tribu: la risa, el llanto, la fiesta, el horror, la catarsis, el consuelo... La antorcha que Prometeo robó de los cielos para dársela a los hombres. La llama del nosotros frente a la noche inmensa.

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