Imagen | ¿Por qué sobrevive el teatro?

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¿Por qué sobrevive el teatro?

Los cien años de Fernán Gómez nos recuerdan, como deslizó en 'El viaje a ninguna parte', que el teatro nunca desaparece (aunque siempre lo parezca). Natalia Menéndez e Ignacio del Moral constatan la delicada fortaleza de un ritual apegado al ser humano.

2 agosto, 2021 11:17

Natalia Menéndez
Directora del Teatro Español y las Naves del Matadero

El viaje a ninguna parte (hoy)

“Hija, ¿por qué no te dedicas a la electricidad o a la fontanería?” Yo le miré asustada. Lo peor de todo es que lo decía en serio, se lo creía; mi padre nunca quiso que yo me dedicara a ser cómica. Siempre hablaba sobre lo inestable que es esta profesión, el hambre que se puede pasar, el trato que las actrices solían recibir… ¡Y yo solo pensaba en lo mal que se me daban las manualidades y en la peregrina idea de mi padre! Insistía en que lo iba a pasar muy mal.

Tenía la memoria de ese Viaje a ninguna parte metida en los huesos. Esa idea, como se dice en la sagaz novela o en la tierna película de Fernando Fernán Gómez:“A artista solo se dedican los pobres”. O aquella otra: “Esto no es un oficio, somos vagabundos”.

Así que opté por ocultar mis intenciones y cuando ya no tuvo más remedio que asumir que yo me dedicaría a esto, seguimos compartiendo frases de la novela de Don Fernando.

El cómico ambulante va allí donde internet apenas llega. Siempre está, y estará, viajando a los rincones más sorprendentes o desamparados para ofrecer historias

Un día le pregunté que por qué en casa no había nada amarillo. Me dijo que en la época de la inquisición a los cómicos se les enterraba a una legua de los pueblos vestidos de amarillo con la cruz negra… ¿o era al revés, vestidos de negro con la cruz amarilla?… En la película se explica: “Antes a los cómicos los perseguían, los marcaban con hierros candentes, no los enterraban en sagrado. Ahora nos soportan, nos dejan vivir a nuestro aire, aunque no sea el aire de ellos. A algunos les dan premios y los sacan en los papeles”. Parece que no ha pasado el tiempo por ciertas réplicas. Esa mezcla de lucidez, ternura y compasión con lo ácida que ha sido y puede ser la vida de un cómico ambulante, que va hoy allí donde internet apenas llega. El cómico siempre está y estará, viajando a los rincones más sorprendentes o desamparados para ofrecer historias.

Porque si hay vocación, el cómico buscará, por encima de las posibilidades de éxito, llevar el teatro adonde pueda. Siento que, en estos meses de encierro provocados por la pandemia, los cómicos se han preguntado: ¿cómo puedo hacer para ayudar, para mejorar la calidad de vida de la gente? Y, sencillamente, nos pusimos en marcha, declamando en las plataformas, haciendo reír,
sonreír; se escucharon nuestras voces leyendo libros en los hospitales…

Las artes escénicas han estado a la altura, dando un ejemplo de empeño y generosidad para sobrellevar la angustia y la pérdida, al que el público se ha sumado en masa para demostrar que los cómicos no pasan de moda, pues lejos de confrontarlos con otras disciplinas, la esencia de cualquier espectáculo siempre será esa comunicación directa entre un actor y el espectador.

Así que solo pedimos dignidad para que deje de existir el miedo de Fernán Gómez: “Siempre parece que el teatro está a punto de desaparecer”. Él nos recuerda que los cómicos somos caminantes, que ofrecemos caminos, reflejos y sueños.

Ignacio del Moral
Dramaturgo. En septiembre se estrena su versión de El viaje a ninguna parte

Y cuando despertó, el teatro seguía ahí...

Me es imposible imaginar un grupo humano en el que nadie, más pronto que tarde, se encarame a un lugar elevado para llamar la atención de los demás y hacerles llegar su ingenio, su visión de la realidad, su capacidad para entretener con sus reflexiones, su agudeza crítica, su mirada humorística sobre el mundo que todos comparten; y me cuesta mucho más aún pensar que algún día vamos a dejar de encontrar placer en que alguien lo haga para nosotros.

Acosado por los cuatro costados (y a veces desde dentro), puesto en cuestión, diagnosticado como terminal desde hace décadas, el teatro resiste y resistirá porque es intrínsecamente humano, y porque, justamente aquello que podría amenazarlo más –a saber, los nuevos medios de entretenimiento audiovisual– lo ponen más en valor por su carácter de experiencia insustituible: su naturaleza presencial, artesanal, irrepetible: el teatro es puro presente, es colectividad, es pacto entre inteligencias, es la seducción por la verdad irreal, es el arte que puede darse y recibirse sin intermediarios ni artificios.

El teatro es puro presente, es colectividad, es pacto entre inteligencias, es la seducción por la verdad irreal, es el arte que puede darse y recibirse sin intermediarios ni artificios

Podrá no haber negocio teatral, podrá no haber teatros, podrá no haber profesionales, pero siempre habrá seres humanos con el instinto de representar historias, situaciones, sueños, fantasías para hacer pasar risa, miedo, pena, intriga o emoción a otros seres humanos; los cuales también tendrán el deseo y encontrarán placer de reunirse para asistir colectivamente a esas representaciones en las que ver reflejados sus miedos y esperanzas, sus dichas y desdichas, sus deseos y sus pesadillas. Cuando todo falte, cuando todos los artefactos nos traicionen, cuando las pantallas queden mudas y ciegas (y esto es algo que pasará), el teatro seguirá siendo posible… y necesario. Y no hará falta que nadie indague en el pasado para saber qué era y cómo se hacía, porque habrá seguido acompañando a las sociedades a lo largo de los siglos. Recibirá mayor o menor atención por parte de los gobiernos, será un mejor o peor negocio para los empresarios, se considerará una manera más noble o más ruin de emplear el tiempo libre; las representaciones tendrán lugar en fastuosos recintos o en modestísimos rincones, sus ejecutantes podrán ser celebrados como eximios artistas o apenas tolerados como chusma indeseable… pero cada minuto, en algún lugar del mundo habrá un grupo de seres humanos que tomarán asiento en el suelo, en butacas de terciopelo, en gradas de piedra o madera, para ver cómo otros seres humanos les ayudan, a través del arte escénico, a saber quiénes son; a reírse de sí mismos, a compadecerse, a reparar en sus errores e injusticias…

Y aunque, en alguna catástrofe inconcebible, se perdieran todos los textos dramáticos, siempre habrá una mujer o un hombre ingeniosos que buscarán y propondrán las palabras que, dichas por los comediantes, provoquen hilaridad o tristeza, esperanza o preocupación entre ese público que, una vez más, dejará a un lado su personal percepción de la realidad, para hermanarse en esa ceremonia inmemorial que es el teatro.