Imagen | El desarrollo científico como campo de batalla entre tecnócratas y humanistas

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El desarrollo científico como campo de batalla entre tecnócratas y humanistas

¿Se ha convertido el vertiginoso desarrollo científico en un campo de batalla entre tecnócratas y humanistas? ¿Son compatibles? ¿Biología o filosofía? ¿Laboratorio o biblioteca? Idoia Salazar y Juan Arnau ejercen de árbitros en un terreno hoy “minado”

12 abril, 2021 10:01

Idoia Salazar
Presidenta de OdiseIA y coautora de El mito del algoritmo (Anaya)

Cuestión de percepciones

Tecnócratas o humanistas. ¿Son estas palabras excluyentes? Hay quien piensa que sí. Que cada tecnología que adoptamos nos hace apartarnos un paso más de nuestra esencia como especie. De nuestra relación con la naturaleza. Estas personas las rehúyen y las estigmatizan, adoptando una actitud defensiva ante cada nuevo hervor tecnológico de alto impacto. La verdad es que no les falta razón en algunos casos. Son muchos los riesgos y desventajas que inundan las portadas de los periódicos. La falta de privacidad y el control desmesurado parecen favorecerse sin límites cuando tratamos con algunas de las más recientes, como la inteligencia artificial (IA). Pero habría que plantearse si el responsable de estos inconvenientes es la tecnología en sí misma, o si continúa siendo el hombre el que los provoca. Es fácil culpar a las ‘máquinas’ de nuestros sesgos o problemas éticos como especie. Es fácil delegar responsabilidades humanas en ‘seres artificiales’ bajo el paraguas de un ‘aparente entorno hostil’ que no tiene por qué ser tal. Preguntémonos si quizá no sea solo una cuestión de percepciones.

Si la dejamos, probablemente la IA se convierta en nuestro mejor aliado, automatizando tareas 'inhumanas' y brindándonos tiempo para tareas más creativas y propias de nuestra especie

La tecnología no es más que una herramienta usada por el hombre para mejorar nuestra calidad de vida. De mayor o menor impacto y envergadura nos ayuda en la rutina diaria, aportando comodidad y agilidad. La telefonía móvil, internet, el comercio electrónico o las redes sociales, han transformado nuestra sociedad, dejando ver también sus riesgos. Unos ‘inconvenientes’ provocados por el propio hombre al hacer mal uso de ella, de manera consciente o inconsciente. Son estos últimos, los inconscientes, el gran problema del ser humano. Vivimos en un mundo que avanza a gran velocidad, abrumado por la rapidez de los incesantes cambios. La adaptación natural –del cambio demográfico– se ha visto sustituida por la necesidad de adaptarnos artificialmente (y no una, sino muchas veces) a las nuevas realidades. Esto no es fácil y la educación que recibimos no ayuda. Hace falta un cambio de paradigma educativo que nos facilite la readaptación continua a nuestro entorno. Que nos haga adquirir consciencia real del impacto de la tecnología que nos rodea. Que fomente nuestra personalidad y nuestro propio criterio de forma general. Pero aún, como humanos, no hemos llegado a ese momento.

Son muchos los prejuicios que inundan hoy día las nuevas tecnologías, referentes, por ejemplo, a la inteligencia artificial o a la edición genética. Si lo pensamos, estas tecnologías no son ‘malas’ en sí mismas. Nuevamente es el uso que hagamos de ellas el gran problema. Si la dejamos –nosotros, los humanos–, probablemente la IA se convierta en nuestro mejor aliado, automatizando tareas ‘inhumanas’ y brindándonos tiempo para tareas más creativas y propias de nuestra especie. Quizá nos ayude a aportar otro ‘punto de vista’ sobre nuestros errores como humanos. Pero es todo una cuestión de percepciones. En cualquier caso, ser humanista no excluye, en absoluto, apoyar la tecnología como herramienta útil en nuestra evolución como especie.

Juan Arnau
Filósofo y astrofísico. Autor de Historia de la imaginación (Espasa)

Sólo la vida piensa

El pensamiento es una cualidad de lo vivo. Las máquinas no piensan, simplemente calculan. Con frecuencia se confunde el cálculo con el pensamiento, y se dice que el ordenador “está pensando”, cuando lo que se quiere decir es “está calculando”. El pensamiento genuino siempre tiene algo de creativo y de participativo. Su creación supone una recreación. Al pensar, nos recreamos, literalmente. No se trata de un mero entretenimiento, sino que revivimos, volvemos a nacer. Esa es la magia de la mente y la atención. Algo parecido ocurre cuando recordamos algo. Donald Davidson decía que entender una metáfora era tan creativo como inventarla. Es cierto. Ver una cosa en términos de otra, ¿qué otra cosa podría ser la metáfora? Por eso la lectura es tan saludable, porque hace viajar al pensamiento y los viajes rejuvenecen, nos vuelven a crear. Además, hay otro factor. El pensamiento genuino surge cuando callan las palabras. Cuando nos detenemos. De ahí que las máquinas, a pesar de lo que digan unos cuantos ingenuos (o cínicos), nunca podrán pensar. Ellas, que están hechas de palabras, no saben recrearse (solo reiniciarse).

Cuando se habla de lo que se ha probado científicamente se tiende a esgrimir cierto dogmatismo. Me explico. Cada
ciencia se ocupa de una parcela de la realidad, o quizá sería mejor decir que tiene una escala de observación. Decir que esa escala domina sobre las demás no sólo resulta irracional, sino que supone una actitud muy poco científica. Es lo que ocurre cuando se afirma que la escala molecular domina y ejerce una influencia inexorable sobre la escala mental o del pensamiento. Es decir, que la biología tiene prioridad sobre la filosofía, que el laboratorio puede más que la biblioteca. Las cosas no son tan sencillas. Pero ese es el discurso dominante hoy día, estando como estamos azuzados por la pandemia.

Las máquinas, a pesar de lo que digan unos cuantos ingenuos (o cínicos), nunca podrán pensar. Ellas, que están hechas de palabras, no saben recrearse (solo reiniciarse)

Whitehead, un matemático brillante reconvertido a filósofo, decía que la escala de observación hace el fenómeno. Esto quiere decir que cuando nos movemos a una escala, ya sea la del núcleo atómico o la del agujero negro, nuestros aparatos de medida, que en general son aparatos de amplificación, pasan a formar parte de esa realidad que observamos y no pueden considerarse independientes de ella. La ciencia, cuando es mala, cuando se hace dogmática, tiende a ocultar (o soslayar) el papel del observador (y su instrumento). Niels Bohr, el físico que catalizó y lideró la revolución cuántica, y que también acabó reconvertido a filósofo, insistió en ese asunto. Pero su voz sonó en el desierto y hoy día sigue habiendo pocos dispuestos a escucharle. Esa importancia de la escala y del instrumento de observación, la llamó complementariedad. Las diferentes ciencias nos ofrecen diferentes versiones de la realidad. Todas ellas tienen su parte de verdad y, en este sentido, podemos considerarlas complementarias. Pero cuando una de ellas trata de imponerse a las demás, cuando una escala se considera única, entonces la ciencia adquiere las peores manías del monoteísmo y se convierte, sin saberlo, en irracional. Una actitud que va en contra del espíritu mismo de la ciencia.