Javier del Valle-Inclán Alsina Enrique Redel

Javier del Valle-Inclán Alsina Enrique Redel

DarDos

Caducidad de los derechos de autor

¿Deben caducar los derechos de autor de los escritores, cuando no lo hacen los de los artistas? ¿Son 70 años suficientes? ¿Garantizan que el lector dispondrá de ediciones solventes? Javier del Valle-Inclán y el editor Enrique Redel cruzan sus armas

15 febrero, 2019 01:00
Javier del Valle-Inclán Alsina
Escritor. Nieto de Ramón María del Valle-Inclán

Espacios vacíos

El derecho de autor, ¿debe caducar? La legislación nos dice que sí, tras sesenta, setenta, ochenta años del fallecimiento. Depende de la normativa y del país.

Es curioso que en pleno sistema capitalista avanzado, en el que la propiedad resulta ser un pilar básico y fundamental, merecedor de todo tipo de leyes en su defensa, incluso del uso de la fuerza si procede, existan espacios vacíos donde el principio no rige.

Se dice que al pasar a dominio público el derecho de autor, las gentes disfrutaremos de lo antes vedado tras pasar por caja y soltar unos euros a los editores, que labrarán terrenos antes baldíos o mal administrados en beneficio del comercio y las oportunidades de negocio. Sin embargo, si se tratase de una vajilla de Sargadelos o de un grabado de Goya, o de un cuadro de Barceló, olvídense de los buenos propósitos que la ley sanciona respecto a los derechos de autor. Ahí no rige el interés público.

Es cierto, el Estado puede proceder a la expropiación. Hace años un académico de la lengua española, no me hagan mucho caso pero creo que era lector del Libro Rojo del amigo Mao Tse Tung, animaba a actuar de esa forma desde las páginas del diario prisista, y un escritor gallego, admirador del fenómeno llamado Rodríguez Zapatero y antiguo colaborador del medio antes aludido, se inclinaba por esa medida cuando se trataba de los derechos de autor de Ramón del Valle-Inclán.

Bien. Ya están en dominio público las obras del autor de Romance de lobos. Ahora ya se pueden perpetrar atentados impunes contra la obra Divinas palabras bajo el paraguas de la administración gallega y la bendición del responsable de la cosa cultural autonómica. En eso sí hemos avanzado: los herederos de Manuel Fraga de momento no pueden censurar y prohibir como el gran timonel de Vilalba cuando se desenvolvía como Ministro de Información y Turismo de Francisco Franco, les basta con patrocinar y subvencionar mediocridades. Como ellos.

"En dominio público ya se pueden encontrar hoy ediciones realmente malas. Y sólo me refiero al terreno analógico porque en el digital el catálogo de estafas editoriales es amplio"

También se puede ahora traducir a cuantos idiomas queramos obras como Tirano Banderas porque antes no se autorizaban esos traslados, una medida en mi opinión equivocada, e inundar los escaparates de las librerías. No parece que la oferta cubra la escasa demanda. ¿O será que es más fácil darle a la sin hueso en cualquier cueva que trabajar en el despacho? ¿O resulta que puestos a la labor es mucho más gratificante traducir el Johnnie Walker?

No sé. En dominio público ya se pueden encontrar hoy ediciones realmente malas, sin criterios, plagadas de erratas, auténticos fraudes. Y sólo me refiero al terreno analógico porque en el digital, queridos lectores, el catálogo de estafas editoriales es amplio y con tendencia a medrar.

Ah, pero la mano invisible del mercado libre, esa extremidad que con su hermana ha guiado los pasos del liberalismo a la hora de robar en la administración pública, discriminará en beneficio del pueblo el trigo de la paja y la paja del polvo. Lo tengo claro.

Enrique Redel
Editor de Impedimenta

Una relación de ida y vuelta

La progresiva instauración del reconocimiento de los derechos de autor a nivel editorial ha sido una de las grandes conquistas históricas del sector. Hubo un tiempo (no tan lejano) en que las obras de los autores se consideraban propiedad de sus editores, que hacían y deshacían a su antojo, vendiendo traducciones, intercambiándolas libremente con otros editores extranjeros, editándolas sin autorización y, a veces, sin siquiera conocimiento del autor, sin rendir apenas cuentas a sus legítimos propietarios (o haciéndolo caprichosamente). Esos tiempos pasaron, y ahora los autores son dueños absolutos de sus obras y deciden, de acuerdo con sus editores, cuál es el destino de las mismas. El derecho de autor que asiste a todo tipo de creadores goza en España de una protección extraordinaria. Dura la vida del autor, naturalmente, pero luego se extiende varias décadas más tras la muerte del mismo. Son, pues, los herederos del creador los que los disfrutan y controlan, siendo así que en muchas ocasiones, las condiciones de explotación impuestas por estos son más restrictivas incluso que en vida del autor. El Convenio de Berna, tratado de referencia a nivel mundial en esta materia, marca un mínimo de 50 años tras la muerte del autor para que su obra se considere parte del acervo común, pase a dominio público y pueda editarse libremente. En Europa, ese plazo se estableció en 70 años, y en España, a efectos prácticos, el plazo se alarga hasta los 80. El más alto del mundo, solo superado por México, donde se sitúa en 100 años. En ocasiones es necesario que pasen tres generaciones hasta que una obra se puede considerar a todos los efectos universal, para que todos podamos compartirla libremente como nuestra.

"Resulta paradójico que en un momento en que los plazos de explotación se reducen casi hasta diluirse, conservemos aún un modelo que momifica a nivel práctico las grandes obras"

Las grandes obras de la creación humana tienen la virtud de integrarse por méritos propios en el acervo cultural colectivo. Y cada vez lo hacen más rápidamente. Los lectores las hacen suyas, y, en palabras de H. D. Thoreau, se transforman en “la adecuada herencia de generaciones y naciones”. Resulta paradójico que, en un momento en que la información nos golpea, pasa y se archiva, en que los paradigmas culturales cambian y se superponen, en que se instauran las licencias de uso libre de la información, en que los plazos de explotación se reducen hasta casi diluirse, en que lo reciente pasa a reformularse y a ser antiguo casi al instante, conservemos aún con ahínco un modelo que momifica a nivel práctico, durante décadas, las grandes obras de creación, un modelo que a todos los efectos pertenece a otros tiempos en que el acceso a la cultura estaba más restringido. La salvaguarda legítima de los derechos que asisten a los autores y a sus herederos a la hora de decidir sobre el destino de una obra ha de modularse de acuerdo con las nuevas maneras de consumir la cultura, la mayor capacidad de asumir y procesar el legado artístico de nuestros padres, y con la mayor volatilidad de los mensajes y de las propuestas artísticas, y por tanto tratar de adaptar los plazos de caducidad de los derechos a este nuevo paradigma. Paradigma en que tanto la obra, como su difusion, como los destinatarios de la misma, saldrían ganando.