Image: El prestigio de Ferlosio

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Opinión

El prestigio de Ferlosio

por Manuel de Lope

9 diciembre, 2004 01:00

Sin título, 1996, es una de las obras sobre papel de hernández pijuan que ha reunido la recién inaugurada galería madrileña Rafael Pérez Hernando, editora también de un ambicioso catálogo

Nunca he tenido ocasión de conocer a Rafael Sánchez Ferlosio. Hubo, eso sí, hace algunos años, un conocimiento de proximidad a la manera de una presencia que se detecta no por su relación inmediata, sino por la influencia en la persona que sirve de vehículo involuntario de transmisión. Ello no tenía nada que ver con la lectura sino con el deporte.Uno de mis compañeros en los partidos de frontón, donde semanalmente nos citábamos para relajar los músculos mediante el procedimiento de hacerlos rendir primero al máximo esfuerzo, acudía a veces a los partidos directamente desde su tertulia.

éramos intelectuales en lo mejor de la edad, físicamente sin problemas. Mi amigo llegaba radiante, vivaz, lleno de conversación, o bien, como una alteración de la misma figura, sumergido en elucubraciones que aún no había tenido tiempo de disipar en el trayecto de metro. Sólo el juego, el sudor, las voces resonantes del frontón y el chasquido de leña rota de la pala al golpear la pelota de cuero parecían aliviar al cabo de hora y media de partido aquella especie de tensión interior. Yo pensaba entonces, con buenas razones, que la tertulia o sobremesa con Rafael Sánchez Ferlosio, si es que ésta se producía como mi imaginación la proyectaba, debía hacer subir el coeficiente de agitación intelectual en la misma medida en que el esfuerzo muscular del frontón servía para calmarla. Luego aquellos partidos se acabaron. Hubo abandonos y bajas por lesión. Algunas deducciones me llevaron algo más lejos. He tenido la intuición de que la lectura de Ferlosio, aquella de las horas más relajadas, venía a ser un equivalente no deportivo del juego, cuyo ejercicio, si es que la lectura es un ejercicio, hacía resonar otra dialéctica más honda en un ámbito sin compañeros ni espectadores, y completaba, en la dura lógica de las palabras, el ligero pesimismo no del todo desagradable de un final de partido. Puede que se trate de la lectura de las épocas de crisis, o de las épocas de decadencia, en que cada época nos cree situar, cuando más se busca la tensión intelectual necesaria para mantener lo que en épocas más feraces se llamaría el tipo. Con Ferlosio se prolonga la tradición del pesimismo español. En algunas fotografías a menudo aparece, bajo las cejas revueltas, con la expresión entre dolida, escéptica y descuidada de un filósofo decepcionado. Una vez le vi por la calle de Alcalá. Era el mes de julio pasado. Hacía calor. Llevaba una chaqueta de bolsillos holgados, corbata con el nudo flojo, camisa desabrochada en el botón del cuello, seguramente camiseta debajo de la camisa, pantalones de paño oscuro, zapatos gruesos. Era una indumentaria con una extraña distinción, aunque sólo fuera por el desafío a la temperatura. Serían las seis de la tarde. Era por el lado en sombra de la calle. Del lado del sol se hubieran muerto los perros. La persona que le acompañaba le había hecho reír y entonces, en aquel rostro insospechadamente móvil, se pusieron en juego muchos más recursos de expresión de lo que se dejaba entrever en las fotografías y en lugar de Diógenes aparecía un hombre sin amarguras.

Algunos datos de biografía. El autor con nombre de arcángel nació en Roma en 1927. Cuando se publicaron las Andanzas de Alfanhuí, en 1951, no se podía decidir si era el último avatar de la novela picaresca española que había alcanzado una nueva categoría de sublimación o si era la primera muestra de realismo mágico. En 1956 apareció El Jarama. Por encima del tiempo, ya se trate de la Odisea o de Absalón, somos contemporáneos de nuestras lecturas lo mismo que somos contemporáneos de aquello que cubre el ciclo de nuestra vida. Yo no leí esos libros hasta diez o quince años después, siendo adolescente. A veces he sentido curiosidad por aquel Madrid en que se escribieron. Por un lado, nunca había sido una ciudad más cerrada sobre sí. Por otro lado, nunca había sido una ciudad tan extrañamente cosmopolita. El célebre Otto Skorzeny, el coronel de las SS que en 1943 había rescatado a Mussolini de la prisión del Gran Sasso, se paseaba por El Viso. Ava Gadner estaba a punto de enamorarse de un torero. Ernest Hemingway hacía crujir todas las noches el somier de su cama del Hotel Nacional y contaba baladronadas a jóvenes antifranquistas en un restaurante de la calle Valverde. La vida de Ferlosio hasta su madurez coincide con aquel Madrid. Desde la perspectiva actual, entonces se reunieron, como se juntan los dedos de la mano por las yemas sensibles, algunos de los nombres más escogidos de la literatura española.

Algunos años más tarde apareció El testimonio de Yarfoz. Seguramente hubo alguna otra publicación intermedia. Aquella era una narración larga, inacabada y precisa sobre una civilización con una elevada competencia hidraúlica, en un territorio que el lector creía situar en la comarca probablemente legendaria de Mantua, entre Alcalá de Henares, Titulcia y Madrid. El testimonio de Yarfoz servía de metáfora a la utopía, aunque no del todo utópica por no proponer expresamente lecciones, de cualquier modo vagamente destinada al fracaso, atque in Arcadia ego, como la sombra de la destrucción en Arcadia. En la memoria de las viejas lecturas a menudo resplandece una página. El testimonio de Yarfoz ha dejado la descripción de un paisaje que se descubre como una iluminación al rebasar la alta línea de un collado. Ciertas comarcas imaginarias se repiten en la experiencia. Nunca puedo olvidar ese fragmento en cierto lugar preciso de mi territorio personal. La influencia de un autor está en su capacidad de integrar, aunque sean diez líneas suyas, en la rea-lidad de nuestra vida.

La biografía literaria de Ferlosio sigue con los ensayos. Algunos han sido títulos de un oscuro aliento profético, como pasquines pegados en la noche por las esquinas. Ellos han culminado el prestigio de Ferlosio entre los lectores que pasados los cuarenta años han dejado prácticamente de leer novelas y sólo sienten como verdaderas lecturas de novelas aquellas que hicieron mucho antes de esa edad. En 1974 Ferlosio había publicado Las semanas del jardín. Era un libro ordenado, numerado, un parterre de ensayos, impecable, potente y ensimismado como una exhibición de levantamiento de pesas. La emoción no se traduce por agitación o movimiento, sino por una elevación de la cota de altura o de intensidad en la mirada. Puede ser también una falsa impresión de serenidad. En una fórmula sobre la grafomanía el escritor anota: "En el silencio de mi noche ardiente, las letras, locas, gesticulan voces". El autor que ha recibido el Premio Cervantes la víspera de su cumpleaños cubre uno de los ciclos más importantes de la literatura de pensamiento después de haber sido el novelista más notable de aquella generación de muertes tan tempranas. Sobre los premios ha habido a veces opiniones muy severas. Los premios envilecen, sentenciaba Flaubert. Por ello es mejor decir que el prestigio del autor honra el premio.

Manuel de Lope