Claudio-Rodríguez

Claudio-Rodríguez

Opinión

Claudio Rodríguez, ser y canto

19 julio, 2000 02:00

Hace justamente un año moría, en su casa de Madrid, Claudio Rodríguez, el poeta de lengua española más original de la posguerra. Pues lo primero que debo afirmar es que la gran poesía del siglo XX iniciada en 1888 con Rubén Darío en América y Antonio Machado y Juan Ramón en España, y seguida luego con la espléndida poseía del 27 (Aleixandre, Lorca, Cernuda, en nuestro país, Neruda y Vallejo en América, ) prosiguió con rigor hasta hoy mismo, de forma que todo el conjunto ha resultado ser un verdadero Siglo de Oro, no inferior al otro de los Garcilasos, Lopes, Quevedos y Góngoras.

Se notará que no he metido a Guillén y a Salinas en la lista de los grandes del 27. Debo añadir que admiro máximamente a esos dos últimos poetas, los cuales no se hayan por debajo, en mi admiración, a los otros de su tiempo que si he mencionado. Y es que ambos, ni por sus fechas de nacimiento, ni por su visión del mundo, pertenecen a esa generación. Son poetas grandes, pero no del 27, e insisto en esto porque el error de afirmar como del 27 a esos dos nombres que pertenecen a mi entender a una generación anterior, introduce en el concepto generacional susodicho un caos evidente que impide delimitar lo que esa generación del 27 ha sido en realidad. (Aclarar por completo estas palabras mías exigiría un desarrollo que nos habría de arrancar del tema que se me ha encargado tratar aquí: la personalidad de Claudio Rodríguez).

¿En que consiste esa originalidad de la que hablo? Un momento histórico es una visión del mundo que ha sido originada por una intuición radical frente a éste, a la cual podríamos denominar también “la verdadera realidad” de tal instante, fuente de todas las notas que lo caracterizan. Esa realidad ha sido para las dos primeras generaciones de posguerra la misma, aunque con una diferencia que no importa para mi propósito señalar aquí. La fórmula de esa realidad verdadera rezaría así: la importancia del hombre concreto haciendo algo concreto en una sociedad concreta. Las consecuencias de esto habría que ser entonces, 1°, el realismo, puesto que hablar de cosas concretas es ser realista; 2°, la posibilidad de la “poesía social” ( ya que se habla del hombre en cuanto que vive en una concreta sociedad); 3° las relaciones del yo con el mundo. Y finalmente, 4°, lo que hace esa persona individual en la sociedad que le ha tocado en suerte. Ahora bien: el punto cuarto, el hecho de hacer algo solo admite expresión por medio de procedimientos narrativos, como lo que aparece, en efecto, en la posguerra, una forma muy original del lirismo: el lirismo narrativo.

Siempre ha habido poesía lírica y poesía narrativa como realidades separadas. Lo nuevo consiste en juntar en una esas dos cosas tan distintas, de forma que aparezca en el texto una poesía en que lo narrativo sea el medio y el lirismo constituya el fin. En tal caso, el canto se hace cuento, puesto que en un último termino se canta, pero donde la materia narrativa es lo que tenemos ante nuestros ojos, y lo otro, el canto, se nos oculta. Recuerdo que no hace muchas semanas un poeta de la misma generación que Claudio me decía: ¿no has observado que ahora los poetas no exclamamos, no decimos nunca oh?” Ahí está el meollo decisivo de esa poesía: no decir oh, ocultar, todo lo posible, el canto.

Pues bien: Claudio Rodríguez es el poeta de su generación (la segunda de posguerra, la de los nacidos entre 1924 y 1938) que, sin dejar de ser fiel a estos supuestos decisivos de su tiempo histórico, ha sabido superar la afonía lírica, y ofrecernos una obra donde el canto no rehuye su ser y precisamente por eso tal obra resulta, en efecto, de extrema originalidad, pues tampoco incurre ésta en aquel pasado que no pretendía el ocultamiento de que hablamos. O sea: Claudio Rodríguez canta, pero de otro modo, un modo según el cual el resultado, siendo canto, lleva dentro de sí el nuevo problema planteado, al cual supera sin negarlo. Y eso es lo difícil, lo genial, si se me permite la expresión. Rodríguez hace algo que nos da la impresión de que no se puede hacer. Y eso es lo que llamamos genialidad, a mi juicio.

Otra cosa sorprendente es la poesía que nos ocupa: la pude percibir cuando tuve que contestar en la Real Academia Española al discurso de ingreso de nuestro poeta en la Institución. Para preparar mi discurso hube de leer de un tirón todos los versos de Claudio y quede asombrado al ver que todos y cada uno de ellos se constituían como obras maestras, sin desfallecimiento alguno. Fijémonos bien en que esto de ninguna manera es normal. Los poetas más grandes no carecen de poemas sobrantes, a veces muchos, incluso un poeta que escribió poquísimo verso, San Juan de la Cruz, incurre en esa misma deficiencia. Claudio, no. En Claudio es oro todo lo que reluce. Todo es joya: acabada, completa.

Para terminar, quiero referirme a la persona del poeta. No recuerdo qué novelista, hablando de un personaje de una obra, decía: “fulano tenía esa pureza última, esa infancia insobrepasable y como en plenitud que suele darse en algunos poetas”. Al leer esto yo pensé en dos bien grandes a quienes tuve la fortuna de conocer: Vicente Aleixandre y Claudio Rodríguez.

Un pudor invencible impidió a Claudio confesar su tragedia a nadie. Cuatro días antes de la muerte, la mujer de Claudio, Clara, me pidió que fuese a su casa pues Claudio quería leerme un par de poemas que tenía escritos, pues le interesaba saber mi opinión acerca de ellos. Fui con cierto temor a que no me entusiasmasen y el autor lo notase. Afortunadamente me gustaron muchísimo y pude expresárselo con el calor que en efecto yo sentía. Fue para mí muy patético ver que dentro de la situación trágica en que nos hallábamos mi opinión sobre sus versos le produjo una gran alegría que el poeta no disimuló. Al cabo de unos minutos tuve que despedirme. Los ojos de Claudio estaban, entonces sí, llenos de lagrimas.

Según me dijo Clara, su marido en ningún instante le habló de su muerte ni pronunció ninguna queja en momento alguno.