Michael-Osterholm

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Primeros capítulos

Michael Osterholm, el profeta ignorado del coronavirus

Planeta publica hoy una edición actualizada de su libro 'La amenaza más letal', donde el epidemiólogo explora las causas y consecuencias de una pandemia y las maneras de atajarla a escala global e individual. Lee aquí el prólogo, que encierra reflexiones como que "intentar detener el Covid-19, es como intentar detener el viento"

19 mayo, 2020 13:02

La pandemia del Covid-19

Propusimos este libro durante el brote de ébola de 2014-16 en el África occidental y lo acabamos durante el brote de zika que se propagó de las islas del Pacífico a Norteamérica y Sudamérica. Además, mientras lo escribíamos teníamos un ojo puesto en el brote de coronavirus SRAS (síndrome respiratorio agudo severo) que empezó en el sudeste asiático y se propagó a Canadá, en el brote de gripe H1N1 de 2009 que estalló en México y en el SROM (síndrome respiratorio de Oriente Medio), otro coronavirus que en 2012 asoló la península arábiga. Y ahora que redactamos este nuevo prefacio, el mundo se enfrenta a la pandemia del Covid-19, causada por un nuevo coronavirus que a finales de 2019 surgió con furioso arrebato desde China. Esta pandemia de coronavirus recuerda a un escenario parecido al de la gripe, pues se transmite de persona a persona a través de las gotitas exhaladas por la gente infectada y de las pequeñas partículas de aerosol impregnadas con el virus, tal como en el capítulo 19 detallamos que se produciría una pandemia de gripe. ¿Qué tienen en común todos estos brotes de enfermedades infecciosas?

Todos nos cogieron con la guardia baja, cuando no deberían. Y el siguiente tampoco debería; y dadlo por hecho, habrá un siguiente, luego otro y luego otro más. Y como hemos advertido en este libro, uno de ellos será aún más grande y uno o varios órdenes de magnitud más grave que el brote de Covid-19. Lo más probable, como hemos escrito, es que sea un nuevo virus de la gripe con la misma capacidad de devastación que la gran pandemia de gripe de 1918-19, que se cobró la vida de entre 50 y 100 millones de personas. Sin embargo, se produciría en un mundo con el triple de población, con vuelos comerciales internacionales y con megalópolis superpobladas en el tercer mundo; un mundo en el que hemos irrumpido en hábitats naturales y hemos atraído hasta nuestras puertas a reservorios animales de enfermedades; un mundo donde cientos de millones de humanos y animales huéspedes viven como sardinas en lata, con una cadena de suministro mundial JIT (siglas en inglés de «justo a tiempo») que lo impregna todo, desde la entrega de componentes electrónicos y piezas de automóvil a medicinas de primera necesidad sin las cuales los hospitales más avanzados dejarían de funcionar.

¿Creéis que un siglo entero de avances científicos nos ha preparado para afrontar mejor un cataclismo de estas dimensiones? Por desgracia, como describimos en el capítulo 19, lo cierto es que no. Lisa y llanamente, todo lo que escribimos en la primera edición de La amenaza más letal —los análisis, las prioridades y las recomendaciones proactivas— sigue valiendo y siendo de rigurosa actualidad. No nos alegramos de haber acertado, pero el hecho es que ha habido señales de aviso más que suficientes.

Echemos un vistazo a la realidad.

Intentar detener una transmisión afín a la de la gripe, como sucede con el Covid-19, es como intentar detener el viento. A lo sumo, se consiguió frenar su propagación gracias al confinamiento casi draconiano que el gobierno chino pudo imponer a cientos de millones de sus ciudadanos, amén de los esfuerzos de otros países como Corea del Sur y Singapur para identificar a personas infectadas y a cualquiera que pudiera haber tenido contacto con ellas, unas medidas que en los Estados Unidos han brillado por su ausencia. La única manera en que se podría haber frenado la propagación habría sido con una vacuna efectiva, que no existía. Iniciar un proyecto así desde cero exige muchos meses, o incluso años.

En cualquier pandemia, el liderazgo efectivo es crucial. La responsabilidad del presidente o del jefe de Estado de cualquier país es ofrecer información exacta y actualizada, facilitada por expertos en salud pública, no por operativos políticos y politizados. Es mucho mejor admitir que no sabemos algo, pero que estamos intentando averiguarlo, que pintarlo todo de rosa y, luego, que se nos vea el plumero en el siguiente noticiario. Si el presidente sacrifica su credibilidad, el público no sabrá en qué o en quién depositar su confianza. No obstante, los estudios han demostrado en repetidas ocasiones que, si se da al público información veraz y explícita, casi nunca cunde el pánico y todos aprendemos a remar en la misma dirección.

El 20 de enero de 2020, el Centro para la Investigación y la Política de Enfermedades Infecciosas de la Universidad de Minesota (CIDRAP por sus siglas en inglés) manifestó que, a juzgar por las evidentes características de transmisión del virus, el Covid-19 causaría una pandemia. ¿Por qué la Organización Mundial de la Salud (OMS) tardó hasta el 11 de marzo para declarar una pandemia global? A nuestro entender, esto hizo caer a muchos líderes y organizaciones en una especie de complacencia, al pensar que aún había bastantes posibilidades de contener el virus. Fue una distracción desafortunada e innecesaria del vital proceso de planificación para mitigarlo y convivir con él. Este tipo de confusión y de debate nos debería demostrar algo: necesitamos un método más eficaz para valorar cuándo hay una nueva amenaza letal que pone en peligro al mundo.

La primera pregunta clave que tenemos que responder es: ¿cómo hemos llegado a esta crisis? Como en buena parte de los desastres, confluyen varios factores. En las casi dos décadas que han transcurrido desde el SRAS, el mundo ha pasado a depender muchísimo más de los recursos de fabricación de China.

Hoy en día, nuestra cadena de suministro y fabricación y el sistema de entregas siguen un modelo JIT. No poder comprar los últimos televisores o teléfonos inteligentes que se nos antojan porque una fábrica de la provincia de Hubei o de Cantón ha cerrado por culpa de un brote de enfermedad es una cosa. Pero otra cosa bien distinta es que no podamos obtener los medicamentos de primera necesidad que hay en los carros de paradas de los hospitales y que cuidan del bienestar diario de los millones de individuos con enfermedades o problemas de salud crónicos, o que no podamos adquirir los equipos de protección individual (EPI) que amparan a los sanitarios que están en contacto directo con los pacientes del Covid-19.

Tened en cuenta esta reveladora estadística: poco después de la pandemia por H1N1 de 2009, el CIDRAP hizo una encuesta a los farmacéuticos de hospital y a los médicos de cuidados intensivos y urgencias de todo el país, tal como detallamos en el capítulo 18. Según los últimos datos de esa encuesta, en los Estados Unidos se suelen usar más de ciento cincuenta medicamentos de primera necesidad, sin los cuales muchos pacientes morirían en cuestión de horas. Todos son genéricos y muchos de ellos —o sus principios activos farmacéuticos— se fabrican fundamentalmente en China o en la India. Aun en condiciones normales, como al comienzo del brote de Covid-19, ya había sesenta y tres que eran difíciles de obtener si se pedían con poca antelación o en periodos de escasez... Es solo un ejemplo de lo vulnerables que somos. Y como las enfermedades y cuarentenas vacían las fábricas chinas y alteran o cierran las rutas de suministro, ¿qué más da lo bueno que sea un hospital de una gran ciudad de Occidente si las botellas y los viales del carro de paradas están vacíos? Es decir, nuestra dependencia colectiva de que China fabrique de forma barata y eficiente podría desembocar directamente en una pérdida sustancial de vidas como efecto secundario del Covid-19 y de futuros brotes pandémicos.

Además, los principios económicos de la sanidad moderna dictaminan que la mayoría de los hospitales tengan existencias sumamente limitadas de EPI, entre ellos de respiradores, como las mascarillas N95. ¿Cómo responderemos en caso de que no podamos —o cuando no podamos— proteger al personal sanitario del que dependemos para tratar a todos los enfermos? Porque, a buen seguro, esos pacientes pondrán al límite a unas instituciones sanitarias ya bastante saturadas... En verdad, lo que suceda con nuestro personal sanitario será el indicador histórico de cómo respondimos a esta y a posibles futuras crisis. En este sentido, si no hacemos todo lo posible para protegerlos, pasarán enseguida de ayudantes a pacientes, con lo que añadirán todavía más estrés a unas instalaciones ya de por sí sobrepasadas.

El mundo nunca previó que China fuera a paralizarse prácticamente durante meses y fuera a ser incapaz de suministrar tantas cosas esenciales. Por desgracia, viendo la realidad actual, esta es una excusa barata. Si de veras queremos prevenir esta clase de amenazas en el futuro, los gobiernos deben suscribir el compromiso internacional de repartir y diversificar la fabricación de fármacos, suministros y equipos clave. Debemos guiarnos por el mismo modelo que rige el sector de los seguros. Las aseguradoras no previenen desastres; mitigan su impacto.

¿Los costes serán mayores? No cabe duda, pero es la única manera de asegurarnos de dar una respuesta convincente cuando nos azote el desastre de la pandemia. En una época en que las paralizaciones, cancelaciones y cuarentenas se convierten en algo rutinario, debemos disponer de los medios para mantener las cadenas de fabricación y de distribución de fármacos y otros productos vitales como agujas, jeringas e incluso productos básicos, como bolsas de suero.

No solo necesitamos aumentar la capacidad de fabricación e instalar plantas de refuerzo en todo el mundo, sino que los gobiernos deben invertir grandes sumas en nuevos fármacos y antibióticos para los que no hay ningún modelo de negocio comercial real. No podemos esperar que las compañías farmacéuticas, que tienen ánimo de lucro, inviertan miles de millones de dólares en fármacos que solo se usarán en casos de emergencia. Tras el brote del ébola de 2014-16, a instancias de los gobiernos se esprintó para sintetizar una vacuna. La CEPI (siglas en inglés de Coalición para la Innovación en Preparación para las Epidemias) se creó como una iniciativa internacional para estimular y acelerar el desarrollo de vacunas contra enfermedades infecciosas emergentes y ponerlas a disposición de la gente durante los brotes. Y aunque se han hecho progresos con la vacuna del ébola, sobre todo por medio de otros proyectos, se ha avanzado muy poco con otras vacunas. Lo cierto es que hay muy poco mercado hasta que es demasiado tarde, cuando el agente infeccioso ya se ha multiplicado. Añadámosle el hecho de que muchas de estas enfermedades brotan en regiones del mundo con menos recursos para permitirse vacunas y otros medicamentos; salta a la vista que necesitamos un modelo diferente para investigar, sintetizar y distribuir ciertas clases de fármacos. La única solución son los subsidios estatales y los cupos de compras. No será barato, pero a la larga los beneficios para la vida excederán de lejos a los costes.

En el ámbito de la salud pública, el problema es que casi nunca pensamos a largo plazo. Y esto es algo que debe cambiar. Necesitaremos cooperación internacional, quizás la única luz de esperanza de esta crisis pandémica: la epifanía a nivel geopolítico de que, más allá de nuestras diferencias, todos estamos en el mismo barco.

Por este motivo, todas las decisiones que se toman ante un brote deben ser fundadas. En cuanto el Covid-19 se convirtió en una pandemia internacional, ¿la restricción de vuelos de Europa a los Estados Unidos frenó su progreso o se redujo la aparición de nuevos casos?, es decir, ¿se logró aplanar la curva? Con el ébola o el SRAS, por ejemplo, el virus no se puede transmitir hasta pasados unos días de aparecer los síntomas. La gripe y el Covid-19, en cambio, se pueden transmitir antes de que aparezcan síntomas, o incluso aunque el portador no enferme. Atendiendo a las características del Covid-19, la cuarentena que se impuso a los pasajeros y tripulantes del crucero Diamond Princess en la bahía de Yokohama de Japón parece un experimento cruel con sujetos humanos.

Durante el confinamiento, los viajeros sanos tuvieron que respirar el mismo aire reciclado que sus compañeros afectados. La medida apenas sirvió para demostrar lo efectiva que era la propagación del virus.

Los rasgos específicos de la enfermedad y de sus poblaciones meta deben tener mucho peso a la hora de tomar decisiones oficiales. En el caso de la gripe, sabemos que cerrar los colegios al comienzo de un brote es efectivo; así pues, en los albores de la pandemia del Covid-19, algunos países cerraron las escuelas sin datos que sustentaran la teoría de que estuvieran propagando la enfermedad en sus respectivas comunidades. En esta fase de evolución de una epidemia o pandemia, solo deberíamos dar este paso si podemos demostrar que los niños son más infecciosos en el colegio que quedándose en casa. Dos ciudades-Estado avanzadas que experimentaron el brote en su fase inicial intentaron responder enseguida y con la mayor eficacia posible. Hong Kong cerró sus colegios; Singapur no. Al parecer, apenas hubo diferencias en el índice de transmisión. Y también hemos de considerar los efectos secundarios de cualquier decisión de política pública. En muchos casos, cuando los niños tienen que quedarse en casa y no ir al colegio, son los abuelos quienes tienen que cuidar de ellos. No obstante, el Covid-19 es una enfermedad especialmente funesta para la gente de avanzada edad, a la que intentamos proteger al máximo aislándola de los posibles portadores.

Por poner otro ejemplo, en muchos centros de asistencia sanitaria hasta un 35 % del personal de enfermería tiene hijos en edad de ir al colegio, y hasta un 20 % de ellos se tendrían que quedar en casa con ellos, al no poder dejarlos con nadie. Por tanto, cerrar los colegios puede suponer perder el 20 % de nuestro elemental personal de enfermería en un momento de crisis médica, antes incluso de considerar a aquellos que perderemos por la enfermedad en sí misma. En todos los casos, pues, hay que sopesar todos estos factores de forma cuidadosa y completa, lo cual supone un reto mayúsculo.

Invertimos miles y miles de millones de dólares en seguridad nacional y defensa, con presupuestos plurianuales. Con todo, parecemos perder de vista la mayor amenaza de todas para el país: la amenaza de los microbios letales que causan enfermedades infecciosas. Nunca se nos ocurriría entrar en guerra con un enemigo humano y luego encargar un portaaviones o un sistema de armamento a un contratista de defensa que tardaría años en diseñarlo y fabricarlo. Nunca sopesaríamos la posibilidad de poner en funcionamiento un gran aeropuerto sin un cuerpo de bomberos totalmente operativo y a plena disposición, aunque casi nunca lo vayamos a necesitar.

Pero esto es lo que hacemos constantemente en la guerra que libramos contra nuestra amenaza más letal. Y tan pronto como remite, parecemos olvidarnos de ella hasta la próxima ocasión. El gobierno, la industria, los medios y el público nunca se toman lo bastante en serio la perspectiva de otra amenaza microbiana. Todos asumen que habrá alguien que se enfrentará al problema. De resultas, la falta de inversión, liderazgo y voluntad pública hacen que nuestra preparación sea lamentable. Y el mundo ha pagado un precio terriblemente alto por un toque de atención que quizás escuchemos o quizás no.

Por otra parte, ¿qué habría pasado si hubiéramos aprendido algo de la amenaza del SRAS y, como señalamos en el capítulo 13, la hubiéramos considerado un presagio de lo que estaba por venir? Habríamos consagrado muchos esfuerzos a sintetizar una vacuna para ese coronavirus concreto que tal vez sería eficaz para el Covid-19. Y aunque no lo fuera, habríamos avanzado mucho en términos de investigación de base, entenderíamos el proceso y habríamos desarrollado una «plataforma» de vacunas para el coronavirus.

No siempre tendremos una vacuna lista para cuando nos golpee la enfermedad X, pero no confundáis esta con la futura pandemia de gripe que todos los agentes de salud pública temen. Para esta nos podemos anticipar y preparar. Como describimos en el

capítulo 20, necesitamos una vacuna para la gripe que cambie por completo las reglas del juego, esa que algunos llaman «vacuna universal». Sería efectiva contra todas o casi todas las cepas del virus y no dependería de la vacuna anual, cuya efectividad varía y cuya fórmula consiste principalmente en tratar de adivinar qué cepas tienen más números de dominar la próxima estación. Seguramente esta iniciativa requiera un esfuerzo como el que se hizo en el Proyecto Manhattan, con los correspondientes costes, pero no se nos ocurre ningún otro plan que tenga el potencial de salvar tantas vidas y de proteger a la raza humana de un descalabro médico y económico del que tardaríamos décadas (o más) en recuperarnos.

Tras la crisis del ébola en el África occidental, organizaciones como las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud, la Academia Nacional de Medicina y una iniciativa conjunta del Harvard Global Health Institute y la London School of Hygiene and Tropical Medicine publicaron un sinfín de informes con análisis e investigaciones muy exhaustivos. Todos detallaban que al principio había faltado coordinación y no se había reconocido la magnitud del problema. Además, todos sugerían estrategias parecidas y útiles, además de proponer protocolos para responder la próxima vez. Pese a todo, se han aplicado pocas de las acciones recomendadas y estos documentos se han quedado en un cajón criando polvo. En consecuencia, apenas hemos avanzado nada respecto a donde nos encontrábamos al comienzo de ese brote.

Ante cualquier posible pandemia, necesitamos ser creativos con lo que puede llegar a pasar —y pasará— y con las cosas para las que deberemos estar preparados. Por ejemplo, se deben crear planes para que la asistencia sanitaria, el gobierno y la actividad empresarial sigan funcionando. Necesitamos repartir estratégicamente por el mundo las existencias de diversos recursos, como los medicamentos de primera necesidad y los respiradores para los pacientes, así como equipos de protección individual para el personal sanitario. Los Estados Unidos deberían tener sus propias existencias y almacenar cantidades realistas de los suministros necesarios, no las cantidades actuales de las que disponemos para combatir la pandemia del Covid-19, que son claramente insuficientes. Y necesitamos un plan robusto para poder aumentar de forma casi inmediata la capacidad de hospitales y clínicas; por ejemplo, instalando carpas en los aparcamientos para poder separar a los pacientes que sospechamos que hayan podido infectarse y, en caso necesario, aislarlos del resto de los pacientes ingresados.

Después de toda la enfermedad, la muerte, la desestabilización y las pérdidas económicas que ha provocado la pandemia del Covid-19, la mayor tragedia sería que desperdiciáramos esta crisis sin aprender de ella ni prepararnos para el futuro. Si nos guiamos por la historia, casi seguro que el próximo microbio o cepa que amenace con propagar masivamente una enfermedad infecciosa nos pillará desprevenidos. Pero, si no estamos preparados para abordarla —con todos los planes y recursos que ya sabemos que vamos a necesitar—, nos estaremos poniendo en ridículo y en peligro a nosotros mismos.

Y nunca debemos olvidar esto: un microbio peligroso que hoy está en las antípodas mañana podría estar campando por todo el mundo. De eso trata este libro.