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Primeros capítulos

El desgarrado grito generacional de Édouard Louis

Salamandra publica el nuevo libro del escritor francés, Quién mató a mi padre, un ensayo tan breve como demoledor que es a la vez crítica social y reconciliación con su padre moribundo

4 septiembre, 2019 16:50

Consolidado como el nuevo enfant terrible de las letras francesas gracias al impacto de obras tan singulares como Para acabar con Eddy Bellegueule e Historia de la violencia, dos libros de tintes marcadamente autobiográficos que anticipaban la irrupción de la ultraderecha en Francia y sus nefastas consecuencias, Édouard Louis vuelve a la carga con un j’accuse tan breve como demoledor acerca de las desigualdades sociales del país, que es, a la vez y sobre todo, un ejercicio de reconciliación muy emotivo con su padre moribundo.

Quién mató a mi padre (Salamandra) es, a un tiempo, grito airado contra el abandono y el desprecio de los políticos hacia las clases trabajadoras más desfavorecidas, y, a ratos, crónica de retazos íntimos de una tormentosa relación paternofilial fracturada por la vergüenza, la pobreza y la homofobia. Louis combina todo con mordaces y específicas denuncias de los salvajes recortes impulsados por los sucesivos gobiernos de Chirac, Sarkozy, Hollande y Macron, a los que el autor acusa, como mínimo, de homicidio complaciente.

Éxito fulminante de ventas y de crítica, llevado a los escenarios con enorme repercusión, traducido a numerosos idiomas y rodeado de una gran expectación mediática por su carga de profundidad contra los poderes públicos, este lacerante testimonio personal se ha convertido en un texto de referencia para quienes, como los “chalecos amarillos”, no quieren pertenecer a esa categoría de seres humanos a los que, como al padre de Louis, “la política tiene reservada una muerte prematura”.

Comienza a leer aquí Quién mató a mi padre:

Cuando se le pregunta qué significa para ella la palabra «racismo», la intelectual estadounidense Ruth Gilmore responde que el racismo es la exposición de determinados colectivos a una muerte prematura.

Esta definición sirve también para la dominación masculina, el odio a los homosexuales o a las personas transgénero, la dominación de clase o cualquier fenómeno de opresión social y política. Si entendemos la política como el gobierno de unos seres sobre otros y tenemos en cuenta que los individuos existen en el seno de una comunidad que no han elegido, entonces la política es la distinción entrecolectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato.

El mes pasado fui a verte a la pequeña ciudad del Norte donde ahora vives. Es una ciudad fea y gris. El mar está a unos pocos kilómetros, pero tú nunca vas. Hacía varios meses que no te veía — mucho tiempo— . No te reconocí cuando me abriste la puerta.

Te miré, intentando leer en tu rostro los años pasados lejos de ti.

Más tarde, la mujer con la que vives me explicó que ya casi no podías caminar. También que necesitabas un aparato para respirar por las noches, que si no tu corazón se pararía, que ya no puede latir sin asistencia, sin ayuda de una máquina, que ya no quiere latir. Cuando te levantaste para ir al baño y volviste, lo vi, los diez metros que recorriste te dejaron sin aliento, tuviste que sentarte para recobrar la respiración. Te disculpaste. Las disculpas son algo nuevo en ti, tendré que acostumbrarme.

Me explicaste que sufrías una diabetes grave, además del colesterol alto, que podías tener un paro cardíaco en cualquier momento. Te quedabas sin aire al contarlo, tu pecho se vaciaba de oxígeno como si tuviera una fuga, incluso hablar te suponía un esfuerzo demasiado intenso, demasiado grande. Veía cómo luchabas contra tu cuerpo, pero intentaba fingir que no me daba cuenta de nada. La semana anterior te habían operado por lo que los médicos llaman una «eventración» — no conocía la palabra— .

Tu cuerpo se ha vuelto demasiado pesado para sí mismo, tu vientre empuja hacia el suelo, empuja demasiado, demasiado fuerte, tan fuerte que se desgarra por dentro, que se desprende de su propio peso, de su propia masa.

Ya no puedes conducir sin ponerte en peligro, ya no te dejan probar el alcohol, ya no puedes ducharte o ir a trabajar sin correr un riesgo inmenso. Apenas pasas de los cincuenta años. Perteneces a esa categoría de seres humanos a los que la política tiene reservada una muerte prematura.

Durante toda mi infancia anhelé tu ausencia. Regresaba de la escuela a media tarde, a eso de las cinco. Al llegar a casa, sabía que si tu coche no estaba aparcado frente a la puerta quería decir que te habías ido al bar o a casa de tu hermano y que volverías tarde, probablemente cuando ya hubiera anochecido. Si no veía tu coche en la acera, frente a la casa, sabía que cenaríamos sin ti, que mi madre acabaría por encogerse de hombros y servirnos la cena y que ya no te vería hasta el día siguiente. No había día en que, al acercarme a nuestra calle, no pensara en tu coche y rezara mentalmente: Por favor que no esté, por favor que no esté, por favor que no esté.

Aprendí a conocerte por accidente. O a través de los demás. No hace mucho le pregunté a mi madre cómo os habíais conocido y por qué se había enamorado de ti. Me contestó: Por el perfume. Tu padre se ponía perfume, y en aquella época no era como ahora, ¿sabes? Los hombres no se perfumaban nunca, era algo que no se llevaba. Pero tu padre sí. Él sí. Él era diferente. ¡Olía tan bien!

Mi madre continuó: Fue él quien vino a buscarme. Yo acababa de divorciarme de mi primer marido, había conseguido sacármelo de encima y era más feliz así, sin ningún hombre a mi lado. Las mujeres son siempre más felices sin los hombres. Pero él insistió. Cada vez que venía a verme traía flores o chocolate. Así que cedí. Al final cedí.

2002. Aquel día, mi madre me había sorprendido bailando, solo, en mi habitación. Yo había procurado moverme de la manera más silenciosa posible, no hacer ruido, no respirar de­masiado fuerte, la música tampoco estaba muy alta, pero algo oyó a través de la pared y vino a ver qué pasaba. Di un respingo y me quedé casi sin aliento, el corazón en la garganta, los pulmones en la garganta, me volví hacia ella y esperé —el corazón en la garganta, los pulmones en la garganta—. Esperaba un reproche o una burla, pero me dijo, con una sonrisa, que cuan­do bailaba era cuando más me parecía a ti. Le pregunté: «¿Papá ha bailado alguna vez?» —que tu cuerpo hubiera hecho alguna vez algo tan libre, tan bello y tan incompatible con tu obsesión por la masculinidad, me hizo enten­ der que quizá, algún día, habías sido otra per­ sona—. Mi madre asintió con la cabeza: «¡Tu padre no paraba de bailar! En todas partes. Cuando bailaba, todo el mundo lo miraba.

¡Y yo me sentía orgullosa de que fuera mi marido!» Crucé la casa corriendo y salí a buscarte al patio, donde estabas cortando leña para el invierno. Quería saber si era verdad, quería tener una prueba. Te repetí lo que acababa de oír y tú bajaste la mirada para decirme muy lentamente: «No hay que creerse todas las tonterías que cuenta tu madre.» Pero te habías ruborizado: sabía que estabas mintiendo.

Una noche en que yo estaba solo porque vosotros habíais ido a cenar a casa de unos amigos y no había querido acompañaros —tengo el recuerdo de la estufa de leña que propagaba por toda la casa su olor a ceniza y su luz tranquilamente anaranjada—, encontré en un viejo álbum familiar, comido por las polillas y la humedad, unas fotos en las que aparecías disfrazado de mujer, de majorette. Toda la vida te había visto despreciar cualquier signo de feminidad en un hombre, te había oído decir que un hombre nunca debía comportarse como una mujer, nunca. En las fotos tendrías unos treinta años, yo ya debía de haber nacido. Me quedé la noche entera contemplando aquellas imágenes de tu cuerpo, de tu cuerpo vestido con una falda, de la peluca en tu cabeza, del rojo de tus labios, de tu camiseta abultada por los pechos de mentira que habías tenido que improvisar rellenando con algodón un sujetador. Lo que más me sorprendió es que parecías feliz. Sonreías. Cogí una de las fotos y varias veces por semana la sacaba del cajón donde la había escondido e intentaba descifrarla. Nunca te dije nada.

Un día escribí en un cuaderno, refiriéndome a ti: Contar la historia de su vida es escribir la historia de mi ausencia.

En otra ocasión, te sorprendí viendo una ópera que retransmitían en directo por la tele. Nunca habías hecho algo así, al menos estando yo presente. Cuando la cantante entonó su lamento, vi cómo tus ojos empezaban a brillar.

Lo más incomprensible es que incluso aquellos que no consiguen respetar siempre las normas y las reglas impuestas por el mundo se empecinen en hacerlas respetar, como cuando tú decías que un hombre no debía llorar nunca.

¿Acaso sufrías por ello, por esa paradoja? ¿Te daba vergüenza llorar, a ti, que tanto repetías que un hombre no debía llorar?

Me gustaría decirte que yo también lloro. A menudo, mucho.

2001. Una noche de invierno invitaste a un montón de gente a cenar con nosotros. Había muchos amigos, no era algo que hicieras habitualmente y se me ocurrió preparar un espectáculo para ti y los demás adultos. Les propuse a los niños que estaban sentados a la mesa, otros tres chicos, que vinieran a mi cuarto a prepararnos y ensayar —había decidido que emularíamos el concierto de un grupo de pop llamado Aqua, hoy ya desaparecido—. Me inventé las coreografías, los movimientos, los gestos, no paré de dar órdenes durante más de una hora. Yo me había reservado el papel de la cantante, los otros tres chicos harían los coros e imitarían a los músicos rasgueando unas gui­tarras invisibles. Fui el primero en entrar en el comedor, los otros venían detrás, hice la señal convenida y empezamos el espectáculo, pero tú enseguida volviste la cabeza. No entendía nada. Todos los adultos nos miraban menos tú. Canté más alto, bailé con gestos más agresivos para que te fijaras en mí, pero tú no me mirabas. Yo te decía: Papá, mírame, mírame, pero por más que me esforzara, tú no me mirabas.

Cuando conducías el coche, yo te decía: ¡Haz de piloto de Fórmula 1! y tú acelerabas, al­ canzabas los ciento cincuenta kilómetros por hora en las carreteras provinciales. Mi madre se asustaba, se ponía a gritar, decía que estabas loco y tú me mirabas sonriendo por el retro­ visor.

•     •    •

Naciste en una familia de seis o siete hermanos. Tu padre trabajaba en la fábrica, tu madre no trabajaba. No habían conocido otra cosa que no fuera la pobreza. Poco más puedo decir sobre tu infancia.

Tu padre os abandonó cuando tenías cinco años. Es una historia que cuento a menudo. Una mañana se fue a trabajar a la fábrica y por la noche no volvió. Tu madre, la abuela, me dijo que lo esperó, qué remedio, al fin y al cabo es lo que había estado haciendo durante media vida. Le había preparado la cena, lo esperamos como siempre, pero nunca más volvió. Tu padre bebía mucho y algunas noches, por culpa del alcohol, le pegaba a tu madre. Cogía platos, objetos pequeños y a veces incluso sillas, y se los tiraba a la cabeza antes de abalanzarse sobre ella y golpearla con los puños. No sé si tu madre gritaba o si soportaba el dolor en silencio. Tú los mirabas sin poder hacer nada, impotente, confinado en tu cuerpo de niño.

Esto también lo he contado ya —pero ¿acaso no debería repetirme cuando hablo de tu vida, puesto que nadie quiere oír hablar de vidas como la tuya?, ¿no deberíamos repetirnos hasta que nos escuchen, para forzarlos a escuchar?, ¿no deberíamos gritar, tal vez?

No me da miedo repetirme porque lo que escribo, lo que digo, no responde a las exigen­ cias de la literatura, sino a las de la necesidad y la urgencia, a las del fuego.

Ya lo he dicho en otro lado: cuando murió tu padre, quisiste celebrar la noticia, el anuncio de su muerte. No habías olvidado lo que le había hecho a tu madre. Tu hermana había intentado que os reconciliarais muchas veces, había ido a verte para pedirte que olvidaras, ella lo había perdonado, pero cuando tu hermana aparecía tú te concentrabas en el programa que estuvieran dando en la tele y la ignorabas, actuabas como si no hubiera nadie. El día que te enteraste de la muerte de tu padre, toda la familia estaba en la cocina. Aquel mismo día, o aquella misma semana, tú celebrabas tu cuarenta aniversario. Estábamos viendo la televisión y dijiste lo bastante alto como para que todo el mundo te oyera —ahora que lo pienso, quizá hablaste demasiado alto: hubo algo raro en tu entonación, algo artificial, como si hubieses preparado la frase durante meses—, dijiste: Voy a comprar una botella para celebrarlo. Te subiste al coche y fuiste a comprar pastís a la tienda del pueblo. Lo celebraste hasta bien entrada la noche, riendo y cantando.

Es curioso, dado que tu padre había sido violento, tú repetías de manera obsesiva que nun­ ca lo serías, que nunca le pegarías a ninguno de tus hijos. Nos decías: Jamás le pondré la mano encima a uno de mis hijos, jamás en la vida. La violencia sólo genera violencia. Durante mucho tiempo yo repetí esta frase, que la violencia es la causa de la violencia, pero estaba equivocado: la violencia nos salvó de la violencia.

Tu padre no fue el primero en tener problemas con el alcohol. El alcohol formaba parte de tu vida antes de que tú nacieras, las historias relacionadas con el alcohol se repetían a nuestro alrededor, los accidentes de coche, los resbalones mortales en el hielo al volver de una cena regada con vino, las violencias conyugales provocadas por el vino y el pastís y otras cuantas historias más. El alcohol cumplía la función del olvido. El mundo era el responsable, pero cómo condenar al mundo, a ese mundo que imponía una vida que la gente de nuestro alrededor no tenía más remedio que intentar olvidar —con el alcohol, por el alcohol.

Era olvidar o morir, u olvidar y morir. Olvidar o morir, u olvidar y morir de tanto empeñarse en olvidar.

Aquella noche en la que preparé un falso concierto para ti con otros niños, me ofusqué, no quería parar, quería que me miraras, el malestar empezó a instalarse en la sala y yo continuaba implorando: Mírame, papá, mírame.