JAVIER CALVO

JAVIER CALVO

Primeros capítulos

En busca de la musa de piel de plata

Seix Barral publica Piel de plata, del escritor Javier Calvo, una novela sobre la fascinación y un canto a la juventud

19 agosto, 2019 14:13

Considerado uno de los mejores traductores literarios del inglés, el escritor Javier Calvo (Barcelona, 1973), ha trabajado con las obras de autores como David Foster Wallace o J. M. Coetzee. También ha sido galardonado por sus novelas: finalista del Premio Fundación José Manuel Lara 2008 por Mundo maravilloso; Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón 2011 por Corona de flores; y Premio Biblioteca Breve 2012 por El jardín colgante. Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al alemán y al italiano.

Su última novela Piel de plata (Seix Barral) es un canto a la juventud, pero también una elegía por los efectos del paso del tiempo y la vida adulta. Pol, un joven lector de catorce años, acude al psiquiatra tras agredir en el colegio a una compañera con un tenedor y ser expulsado. En la sala de espera conoce a Bronwyn, una chica rebelde y más inteligente que cualquier persona que haya conocido, quien le descubre un nuevo mundo. Cuando le pierde la pista, su hermana Oli le ayudará a encontrar a su musa por una melancólica Barcelona.

A continuación se reproduce un fragmento de la nueva novela del escritor Javier Calvo.


Una estrella nueva aparece en el firmamento de mi mente y eclipsa a todas las demás

Cuando yo era más joven y vulnerable, mi madre me dio un consejo que desde entonces no ha dejado de darme vueltas en la cabeza:

—Siempre que alguien te critique —me dijo—, acuérdate de que los demás son insectos y de que tú eres mucho mejor que todos esos imbéciles.

La verdad, no sé si la anécdota tiene  un gran valor narrativo. Tampoco sé si el consejo de mi madre tuvo mucho valor pedagógico.  En general, no estoy seguro de cómo de importante fue mi madre en mi educación. Siempre fue una persona bastante ingrávida. Cuando yo era niño, no había nada en ella que sugiriera «madre». Estaba claro que no se parecía a las madres de los demás chicos y chicas que yo conocía.

Algunas diferencias que se me ocurrían sin pensarlo demasiado:

(1) Más alta y atractiva que las demás madres. (Sí, yo era consciente de que mi madre era una mujer atractiva. No me acuerdo de cómo me di cuenta, pero sé que lo supe casi desde el principio. Es un poco como darse cuenta de que tu familia es rica.)

(2) Proclive a viajar. Extremadamente proclive. Los destinos de sus viajes siempre eran lo bastante parecidos entre sí para escurrirse de la malla de la memoria como pececillos del salabardo de un pescador corto de vista. Y lo bastante concretos como para desafiar toda recriminación («¿Cómo que no sabes dónde he estado?»). Conferencias académicas. Congresos profesionales. Simposios regionales. En mi imaginación, un torbellino de habitaciones de hotel, podios de lectura y la inevitable imagen de mi madre quitándose con elegancia los zapatos de tacón para correr sin despeinarse hacia la puerta de embarque.

(3) Americana.

(4) Ausente en los momentos más decisivos de mi vida.

(5) Nunca sentada ni de pie a más de un metro o dos de un cenicero o de una botella de Maker’s Mark.

¿Por qué estoy contando todo esto de mi madre? Supongo que lo estoy contando para quitarla de en medio antes de empezar mi historia propiamente dicha. De acuerdo, mi madre aparece en algún momento de la historia. En tres o cuatro como mucho, ninguno demasiado trascendente. Pero no es un personaje de esta historia. Mi hermana Oli sí lo es, mal que me pese. Pero mi madre no.

Y sin embargo, cuando yo tenía quizás nueve o diez años, mi madre me dijo lo de que yo era mucho mejor que todos aquellos imbéciles. Sospecho que ése ha sido siempre el puntal de su filosofía en relación con el resto del género humano. Y supongo que estaba intentando transmitirme esa filosofía a mí. Sea como sea, ese consejo, el único que me dio nunca, es importante para entender esta historia.

Por lo demás, olvidaos de mi madre. Yo mismo consigo no acordarme de que existe la mayor par- te del tiempo.

Esta historia empieza en otra parte.

Esta historia empieza con el Instituto de Salud Mental Buenanueva de Barcelona. No, no, no. Borrad esto. Esta historia empieza con el tenedor en el cuello de Guiomar Galbán. No. Buen intento, pero no. Más atrás todavía. Esta historia empieza con Cooper Crowe escribiendo en su cama con un bolígrafo mordisqueado, la melena alborotada cayéndole sobre los hombros y las pupilas dilatadas por las anfetaminas. Urdiendo la trama de Adiós a todos los adioses, la primera novela de los decadentes Exonautas y de sus máquinas del tiempo neovictorianas.

Bah. A quién intento engañar. Esta historia empieza con Bronwyn. Y empieza hace seis años, cuando yo tenía catorce. Aunque para mí ya es otra vida.

Conocí a Bronwyn en una sala de espera del Instituto de Salud Mental Buenanueva («Psicopatología y clínica del niño y del adolescente»). Esperando mi hora de terapia semanal con el doctor Buenanueva. Imaginaos la siguiente escena:

Una sala de espera tan limpia que la gente en cuya casa se puede comer del suelo te habría dicho que en ella se podría comer del suelo. Con esas paredes de cristal traslúcido que sólo dejan ver siluetas al otro lado y que en las películas se usan para indicar que hay alguien duchándose dentro de una ducha. En todas ellas, el logotipo corporativo del Instituto Buenanueva: las letras IBN coronando un despliegue geométrico tridimensional de cuatro esferas unidas por enlaces moleculares. Yo, sin embargo, sospechaba que el logotipo no representaba ninguna molécula. Tal como estaban dispuestas las esferas, podrían haber sido perfectamente un modelo planetario.

Un despliegue de butacas negras, bastante cómodas, en forma de letra C, con una mesilla baja en el centro, del mismo cristal casi opaco que las paredes, sin revistas encima. No, no sé por qué nunca hubo revistas en la sala de espera del Instituto Buenanueva. De vez en cuando algún empleado o empleada de la clínica cruzaba la sala de espera, y en sus sonrisitas siempre me parecía ver una alusión burlona a la perversa ausencia de materiales de lectura.

Y en la butaca contigua a la mía, mi hermana mayor, Oli, diminutivo de Olivia, que por entonces tenía dieciocho años. Con sus auriculares blancos encajados en los oídos y unidos inalámbricamente al teléfono en cuya pantalla se dedicaba a mantener un conglomerado de conversaciones infinitas y simultáneas con una nebulosa de otras hembras y varones de su edad. Con sus minishorts calculados para exhibir su tatuaje en el lado exterior del muslo: un par de rosas estilizadas con una pistola antigua estilizada. Una mata de pelo castaño y asimétrico. Los hombros desnudos y pecosos.

Y yo, por supuesto.

Catorce años. Alto para mi edad. Cara tristona y ojerosa. El héroe trágico de una saga de desatención parental, distracción pedagógica y desatino genético. Hostigado por las Furias desde los once años de edad. Sentado como solía sentarme cuando estaba en aquella sala de espera: con las piernas largas y flacas extendidas hacia el frente y mi libro de Cooper Crowe abierto sobre el regazo.

Y aquel día el libro era Ángeles, prestadme vuestras alas.

De este y de otros libros de Crowe hablaré más adelante.

Pero ahora llega el momento de hablar de Bronwyn y de cómo apareció en mi vida.

¿Cómo no usar una metáfora astronómica para describir mi Primer Encuentro con Bronwyn? A fin de cuentas estábamos en la clínica del doctor Buenanueva, rodeados de fotografías hechas por el Telescopio Espacial Hubble y de su colección de modelos planetarios.

Podría decirse, por ejemplo, que mi Primer Encuentro de Bronwyn fue como la llegada de un cometa, pero sólo en caso de que el cometa colisionara con el planeta donde está uno y lo reventara en mil pedazos. Un cometa perdido, si es que existe eso. No uno de esos cometas cuyas órbitas los llevan a visitarnos cíclicamente, de manera que todo el mundo está preparado para su llegada con una taza de café y el telescopio en la terraza. Un cometa procedente de fuera del sistema solar, disparado por algún cataclismo cósmico miles de años atrás en la misma dirección en la que a mí me había disparado estúpidamente el mío.

Pero no. Bronwyn no llegó como un cometa. Llegó como algo mucho más grande. Una supernova, quizás. Lo único que sé es que, en el momento de estallar, su luz borró todo lo demás. Durante aquellos meses, Bronwyn fue mi sol. Yo sólo pude dedicarme a seguirlo de un horizonte al siguiente. Mi hermana se estaba levantando de su butaca para ir al baño en el momento en que se abrió la puerta de la sala de espera para dejar entrar a Bronwyn. Sin dejar de mirar su teléfono, Oli echó a andar camino del lavabo y se cruzó con ella, rozándole el hombro.

Recuerdo que me impresionó que mi hermana no notara nada. Que no notara La Luz cuando pasó junto a aquella criatura que acababa de entrar. Pasó a su lado sin verla. Al cabo de un momento se cerró la puerta de cristal. Mi hermana estaba fuera y Bronwyn estaba  dentro.

Bronwyn se sentó delante de mí, al otro lado de la mesilla sin revistas, y yo percibí las señales de cataclismo en mi mundo personal.

El cielo en llamas. Volcanes vomitando las tripas de la tierra. Montañas hundiéndose como flanes mal hechos. Dinosaurios comprendiendo que todos sus planes de futuro nunca iban a realizarse.

Recuerdo que lo primero que pensé fue que se acababa de sentar delante de mí Fontana D’Arcy.

Lo cual es un poco extraño, porque de hecho Bronwyn no se parecía a Fontana D’Arcy. Por lo menos no se parecía a cómo la describe Cooper Crowe en Adiós a todos los adioses: alta y de miembros largos, melena cenicienta hasta la cintura, piel de plata, túnica vaporosa. Y una sombra de melancolía en la mirada.

Bronwyn no era particularmente alta. Ni melancólica. Era muy flaca, eso sí. Se le veía a través de la ropa. Tenía el pelo teñido de negro y la piel muy blanca. De ese blanco que todos los productores de la tele y del cine intentan sin éxito darles a los vampiros de sus producciones. Y tampoco llevaba una túnica vaporosa. Llevaba Doc Martens de ocho ojos, vaqueros de pitillo negros y una camiseta caqui con un logotipo que por entonces no pude descifrar, pero que más adelante entendería que era una mano enguantada sosteniendo un látigo y un número seis, todo dentro de un círculo. Y sin embargo, eso fue lo primero que pensé.

Que se parecía a Fontana D’Arcy. Y debí de pensarlo durante un momento bastante largo, porque ella se dio cuenta de que la estaba mirando embobado.

— ¿Qué miras? —me dijo Bronwyn con una mueca. Tenía una mueca peculiar que consistía en levantar un lado del labio superior y enseñar un colmillo un poco amarillo. Digo que era peculiar porque estaba claro que era una mueca de asco, pero aun así resultaba fascinante.

Me debí de quedar bastante cortado. Me pregunto qué habría pasado con mi vida si el doctor Buenanueva hubiera abierto la puerta en aquel preciso momento y me hubiera hecho pasar a su consulta. En cualquier caso, recobré la compostura deprisa.

—Te pareces a Fontana D’Arcy —le dije. Y sostuve mi libro en alto para que viera la portada—. La de las novelas de Cooper Crowe.

Aquello pareció descolocarla. Miró la novela y luego me miró a mí. Todavía tenía su mueca, pero ahora mezclada con cierta curiosidad.

—Cooper Crowe no está mal —me dijo por fin—. La Saga de Eritria es una puta mierda, pero el resto no es horrible.

Y mi mundo personal terminó de venirse abajo.

Antes de continuar transcribiendo la breve conversación de mi Primer Encuentro con Bronwyn quiero hacer una aclaración.

Si uno lee el diálogo anterior, puede parecer que estoy insinuando que todos los adolescentes de Barcelona conocían a Cooper Crowe. Dejadme que os asegure que esto no es así, ni muchísimo menos. De hecho, es lo contrario. Crowe escribió la mayoría de sus grandes obras hace casi cuarenta años. Supongo que en su momento debieron de gozar de cierta popularidad, pero al menos en España sus traducciones llevaban tres o cuatro décadas sin reeditarse. Era literalmente imposible encontrar un libro de Cooper Crowe en Barcelona, salvo en el Mercat de Sant Antoni o bien, como había empezado a hacer yo, comprándolas del extranjero por internet.

De hecho, tal como me di cuenta con un escalofrío en la sala de espera del Instituto Buenanueva, hasta aquel momento yo jamás había conocido a nadie que conociera a Cooper Crowe.

—Cooper Crowe no está mal —me acababa de decir Bronwyn—. La Saga de Eritria es una puta mierda, pero el resto no es horrible.

No sé cuántas cosas me pasaron por la cabeza en aquel momento.

« ¿Cómo conoces a Cooper Crowe?» fue una de ellas.

O bien:

«No eres como Fontana D’Arcy pero sí lo eres». O bien:

«Los libros de Eritria son increíbles. No tanto como las sagas de los Exonautas o de Tara, claro, pero aun así cualquier cosa que haya escrito Cooper Crowe es mejor que cualquier libro de mierda de cualquier otro autor».

Sin embargo, lo que terminé diciendo fue:

—A mí tampoco me encanta la Saga de Eritria.

Bronwyn me miró con expresión calculadora desde su butaca del otro lado de la mesilla.

— ¿Por qué estás aquí? —me preguntó por fin. Carraspeé.

—Porque, hum, le clavé un tenedor en el cuello a Guiomar Galbán.

Bronwyn enarcó una ceja.

— ¿Y qué pasó? —preguntó.

—Oh, bueno. —Me encogí de hombros—. El tenedor le entró por aquí. —Me señalé el costado del cuello, por debajo de la oreja—, y parece que le desgarró varios nervios del cuello. Se le quedó un lado de la cara insensible, o paralizado, no me acuerdo. Y tenía problemas para tragar y para respirar. No lo sé exactamente. Me echaron de la escuela, por supuesto. Y creo que ella también se fue.

Bronwyn esperó un momento y por fin soltó un soplido de burla.

—Seguro que hizo algo para merecerlo —dijo. Lo pensé un momento.

—Supongo que sí —dije por fin.

— ¿Cómo te llamas?

—Pol.

—Yo me llamo Bronwyn. Es una larga historia, no me apetece contarla.

—Vale.

—Me gusta eso de que le clavaras el tenedor en el cuello a esa zorra —dijo Bronwyn. Había algo irresistible en su forma de hablar. De alguna forma, todo parecía una verdad indisputable cuando lo decía ella—. Todos pensamos en hacer esas cosas, pero hay que tener valor para hacerlas. Hay que cancelar el miedo para liberar la mente.

Y se calló de golpe. Me quedé esperando, pero al cabo de un momento quedó claro que no iba a decir nada más.

Los dos continuamos sentados en la sala de espera, en nuestras butacas respectivas, mirando la mesilla de cristal desprovista de revistas. Al cabo de un momento la realidad de la sala de espera reventó con una microcarga explosiva la puerta acorazada de mi embeleso. Me di cuenta de que, si ninguno de los dos decía nada, quizás nunca más volvería a hablar con Bronwyn. Es más: me acordé de que en cualquier momento la enfermera del doctor Buenanueva iba a entrar en la sala de espera para llevarme a la consulta, y quizás nunca más volvería a hablar con Bronwyn. Necesitaba decir algo.

— ¿Y tú? —le pregunté por fin.

— ¿Yo qué?

— ¿Por qué estás aquí?

La mueca de asco le volvió a la cara, pero esta vez mezclada con algo más. Algo que quizás fuera orgullo.

—Trastorno de oposición desafiante —dijo—. Trastorno reactivo del apego. Trastorno bipolar, quizás. De ése no están seguros. Trastorno de adicción, por supuesto. Ah, y trastorno de conducta. Es un eufemismo. Quiere decir: conducta antisocial. Asentí con la cabeza. Ahora me parecía que el reloj de la sala de espera iba a mil por hora. No le podía quitar la vista de encima. La idea de que estuvieran a punto de llevárseme a mi hora de terapia semanal me parecía insoportable. ¿Y si nunca más volvía a hablar con Bronwyn? Quería hablarle de la oposición desafiante, y de Fontana D’Arcy, y sí, también quería hablarle de la Saga de Eritria. Explicarle por qué en realidad no estaba tan mal. Pero principalmente quería estar en su presencia. Tal como estaba ahora.

Supongo que también me estaba mordiendo las uñas, que es algo que hago cuando estoy nervioso, porque Bronwyn me miró los dedos. Aparté la mano rápidamente de la boca y me la puse en el regazo.

—Yo, esquizofrenia de aparición temprana

—le dije por fin. En realidad mi diagnóstico inicial había sido esquizofrenia infantil, pero me daba vergüenza identificarme como un niño delante de ella. Tenía catorce años, joder. Y ella era mayor. Debía de tener dieciocho.

Bronwyn asintió con la cabeza.

—Eres la élite —me dijo—. No dejes que estos carceleros definan la realidad para  ti.

Y señaló con la cabeza hacia la puerta de la sala de espera. Yo estaba tan pendiente de lo que me estaba diciendo que no me había dado cuenta de que la puerta se acababa de abrir. Me dio pánico mirar. Recé por que fuera mi hermana de vuelta del lavabo. Pero ya debería haberme imaginado que no. Cuando Oli se encierra en el baño es imposible saber cuándo va a salir. Dios sabe qué hace ahí dentro.

Por fin me volví. No era mi hermana. Era la enfermera.

—Pol —me dijo con una sonrisa—. El doctor Buenanueva te espera.

Me levanté como un condenado a muerte. No, mejor dicho: me levanté como un condenado a muerte que ya se ha resignado a su destino y se ha levantado en paz en su último día en la Tierra pero una hora antes de la ejecución descubre una razón acuciante para vivir, cuando ya es demasiado tarde para pedir el perdón o intentar urdir un plan de escape.

Creo que me despedí de Bronwyn con la cabeza cuando me levanté de mi butaca. No me acuerdo de si ella me devolvió el gesto. Cuando salí de la terapia, una hora más tarde, ella ya no estaba, obviamente. En la sala de espera sólo quedaba mi hermana, enfrascada en teclear su conversación infinita. Por supuesto, le pregunté por Bronwyn.

¿La había visto? ¿Se había marchado? Mi hermana no había visto a nadie, o no se había fijado. Le daba igual en cualquier caso. Me aguantó la puerta de salida abierta sin quitar la vista de su pantalla y yo sólo pude salir a mi nueva vida de oscuridad sin Bronwyn.