Image: El doble de cinco

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Novela gráfica

El doble de cinco

Lourenço Mutarelli

13 noviembre, 2003 01:00

Devir. Barcelona, 2003. 108 páginas, 8 euros

Al margen de seguir publicando la excelente serie La peor banda del mundo, del portugués José Carlos Fernandes, y sobre la que ya recabé su atención cuando apareció el primer volumen, hay que felicitarse ahora por el hecho de que esta editorial se haya embarcado en la aventura de darnos a conocer la historieta que hoy se está haciendo en Brasil.

Cierta pereza editorial autóctona nos ha venido manteniendo al margen de la producción del cuarto país más extenso del mundo, en el que, desde mediados del siglo XIX, ha habido siempre una fértil cantera de creadores que para nada desmerecían de los de otras latitudes. La industria del tebeo, sometida allí a vaivenes similares a la española, y a la presión mucho más notoria de los productos estadounidenses, que la ha utilizado como vía de penetración en toda Latinoamérica, no sólo ha resistido los envites que ha sufrido sino que se ha hecho eco en cada momento histórico de las inquietudes artísticas que hacían acto de presencia en este universo de las viñetas.

Devir inaugura ahora una Colección Brasil con dos obras de distinto calado: Aline, de Adão Iturrusgarai, recopilación de las primeras tiras de esta hilarante serie diaria del periódico "Folha" de Sao Paulo, sobre la convivencia de un disparatado trío de jóvenes (Aline, Otto y Pedro), y El doble de cinco, que supone la carta de presentación en España de uno de los autores brasileños actuales de mayor interés: Lourenço Mutarelli.

El salto de este paulista desde el mundo de los fanzines (Soluble y Over-12) a la edición profesional fue todo un acontecimiento, y su primer album, Transustanciación, le hizo merecedor hace doce años a unos de los grandes premios de la Bienal Internacional de Historieta de Río. Su obra, de estética expresionista sin parangón, estaba hecha por igual de furiosas acusaciones y de goce puro, tal cual le gustaba a George Grosz que fuese la receta magistral de sus arabescos. A aquel primer libro siguieron otros no menos interesantes hasta llegar al que aquí nos ocupa, primero de una trilogía que tiene por protagonista a un peculiar detective privado, Diómedes, antiguo agente de policía, al que su escasa pensión le ha puesto en el brete de investigar casos que casi nunca logra solucionar satisfactoriamente. Su epidermis de relato de serie negra tiene mucho de paródico, como es previsible en alguien más hijo de Dostoievski que de Chandler o Hammett. De ahí que la búsqueda de un antiguo mago desaparecido se convierta en el pretexto para recorrer la frontera entre la realidad y la ilusión. El detective Diómedes se mueve entre lo prosaico y lo sublime sin transición. Su vida es tan vacía como la de la mayoría de los mortales; su mujer, Judite, le engaña; y su trabajo está condenado a la más estéril de las esperas. Dice estar en este oficio porque le gusta la verdad, que sabe que no es sino eso que cada uno de nosotros ocultamos. Y ahora está ante uno de los casos más especiales: hallar al gran Enigmo, un tipo que tenía la capacidad de transformar el agua en vino, que poseía estigmas, y que decía ser el mismísimo hijo del Padre, un tipo aquejado de misopsiquia (fobia o cansancio de la vida), pero que resucitó tantas veces cuantas se suicidó.

El doble de cinco no sólo es diez, y por lo tanto la carta del tarot que representa la rueda de la fortuna. El doble de cinco es también, en el argot de los tangos, la denominación de un comisario de policía. Y en esta historia oscura, como casi todas las de Mutarelli, el investigador privado se ve forzado a pensar sobre la condición humana cada vez que un nuevo personaje se cruza en su camino. Porque, como en las mejores tragedias griegas, el payaso Chupetín, el domador Lorenzo (fakir de la drogadicción, y lector de Sartre), o la maga Melissa, le ponen en el brete de mirarse en un espejo que le devuelve la sola certeza de que nunca acabaremos de saber por qué creemos en lo que creemos, mientras el tiempo (como comprueba regularme su esposa, Judite, en un espejo real) se nos va de las manos.