Image: Perfidia

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Novela

Perfidia

James Ellroy

24 abril, 2015 02:00

James Ellroy

Traducción de Carlos Milla. Literatura Random House, 2015. 768 páginas, 24'90€

El nombre que damos a este momento es Historia, y el momento es ahora. Ahora, 7 de diciembre de 1941. Cuando la base naval de Pearl Harbor acaba de ser víctima de una brutal agresión. Cuando en las noticias todo es guerra. Cuando las radios atronan por todas partes. Kay Lake piensa: Voy a alistarme. Pero Kay Lake es una chica, así que no puede alistarse. Aún no puede alistarse. Pero sí puede hacer otras cosas. Sí puede dejar de seducir a tipos duros (Scotty), a tipos extraños (el doctor Ashida, el poli japo) y a tipos que una vez fueron boxeadores pero nunca del todo hombres (su propio marido, Lee Blanchard) y dedicarse a pillar a quintacolumnistas rojas como Claire De Haven fingiéndose su amiga, su aliada, su camarada, por orden de William H. Parker, un capitán de la Policía de Los Ángeles, con papel en Los Angeles Confidential y Jazz Blanco. Kay tenía un papel en La Dalia Negra. Hideo Ashida también. Sólo que allí, en aquel primer Cuarteto de Los Ángeles, que en realidad es una secuela del segundo, o éste, el segundo, una precuela de aquel, todos habían pasado ya por esto, la guerra, el ataque (infame, atroz, cobarde) a Pearl Harbor, y el odio indiscriminado que desató en la ciudad en la que nació y creció el escritor decidido a convertir El Pasado, con mayúsculas, en Lobo Feroz, era ya precisamente eso, pasado. La Dalia Negra, el primero de ellos, arranca en 1946, cinco años más tarde de lo que lo hace Perfidia, el brillante y tan poderosamente adictivo como deliciosamente indomable primer asalto de este, su segundo Cuarteto de Los Ángeles.

Claro, el escritor es Él. James Ellroy (Los Ángeles, 1948). El tipo que no escribe, boxea. Porque en cualquier novela de James Ellroy, cada palabra es un puñetazo. En este caso, un puñetazo con música de fondo, la de Perfidia, el bolero clásico, en la versión de Glenn Miller. Sólo que no hay ningún club nocturno de París a la vista y Humphrey Bogart e Ingrid Bergman aún no están bailando. Lo harán un año más tarde, en 1942, cuando se estrene Casablanca. Observemos a Ellroy tratando de domar a la fiera. Una fiera de cientos de revoltosas cabezas. Cabezas como la de Dudley Smith, el poli corrupto (¿acaso no lo son todos?) que acaba conquistando a nada menos que (la fría y temible) Bette Davis; como la del enigmático Bucky Bleichert, el peso semipesado al que dibuja, obsesivamente, Kay; como la de Ashida, el japo honrado; y las de los infinitos cómplices (corruptos) y delincuentes (decididamente enfermos) y estrellas (a las que la fama ha podrido) y periodistas interesados (amantes de los tiroteos), que están aquí y allá, por todas partes, en una novela que no es una novela, es un mundo, un universo, un sandbox de considerable (enorme) altura literaria, centrado en la acción (todo el tiempo ocurren cosas, la Historia está en marcha, no hay descanso, no hay descanso) y la salvaje (y sucia) belleza de un hiperrealismo ficcionado hasta alcanzar la más cinéfila (de una cinefilia impulsora de mitos y leyendas, de estimulantes estructuras, de mundos dolorosamente ideales) de las perfecciones.

Imaginen a Ellroy en una habitación de hotel. A oscuras. Pensando. Pensando en el pasado. En la América anterior a 1972. Lo única que le interesa. La América en la que está enterrado el cadáver de su madre, que fue salvajamente violada y asesinada y abandonada en una cuneta cuando Ellroy tenía diez años. Luego imaginen que acciona un interruptor, se enciende una luz y escribe. Porque eso es todo lo que hace. Vivir aislado del presente. Vivir en el pasado, escribir sobre el pasado. Resucitar a su madre, reconstruyendo cada minuto de la época maravillosamente turbia que vivió. Y haciéndolo cada vez mejor. Observemos a ese Ellroy. Aplaudamos a ese Ellroy. Porque su trabajo es titánico. Y el resultado es una novela, cada vez, una novela, que se comporta como una fiera, como un potro salvaje al que el escritor trata de domar, porque, sí, eso es también el Pasado según Ellroy, algo que se resiste a ser domado, una fiera que no quiere ser enjaulada, pero que, inevitablemente, lo será. De ahí que Ellroy no escriba, boxee, y que leer cualquiera de sus novelas sea algo parecido a subir a un ring y disponerse a esquivar golpes. Los mejores golpes del noir de todos los tiempos. Sí, algo así. Y mucho más.