Image: El metal y la escoria

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Novela

El metal y la escoria

Gonzalo Celorio

20 febrero, 2015 01:00

Gonzalo Celorio

Tusquets. Barcelona, 2015. 320 páginas, 18'90E

Amparada en dos bellísimas citas de Borges y Onetti, la nueva novela de Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) arranca con un recuerdo imposible, porque el escritor no estaba allí para saber qué fue lo último que vio su abuelo paterno cuando dejó atrás su familia y su pueblo para ir a hacer la América en la segunda mitad del siglo XIX. El modo en que esa primera escena es tratada (como un recuerdo que puede considerarse propio en el mismo sentido que cualquier herencia nos pertenece; un recuerdo que en realidad no es memoria sino imaginación o recreación, pero que precisamente por ello su vocación de ser memoria es aún más fuerte) define muy bien el planteamiento de este libro. Indagación en la historia de una familia que cubre inmigración y exilio, auge y caídas, alcoholismo y revueltas, la gran historia de México y España pero también los pormenores administrativos de pequeños asuntos cotidianos, El metal y la escoria se adscribe en una idea de la narración como rescatadora de pecios y exorcismo frente al olvido.

Y es la misma novela quien le confiesa esa voluntad al lector y al autor: escribe Celorio que "la historia de la familia no la cuento, sino la escucho o, dicho de otro modo, la novela misma me la cuenta a mí, su escritor". No es un concepto abstruso: en realidad, El metal y la escoria es el resultado de las indagaciones en torno a la genealogía paterna. Undécimo de doce hermanos, Celorio es aún muy joven cuando muere su padre, y durante años remonta la corriente del tiempo preguntando a sus mayores cómo fueron la vida de los padres, de los abuelos, de las ramificaciones más exóticas del linaje. Así van entrando en juego la propia memoria pero también la de su hermano Benito, la de los documentos, la de otras voces bien informadas, y luego la escritura hace con ese material lo que puede, transformándolo en una novela hecha de retales. En estas páginas se interpelan y alternan una primera y una segunda persona, y este hallazgo apunta en varias direcciones: lo frágil de la identidad, que es memoria, que es invención, que están siempre amenazadas.

A este lector, el libro le provoca impresiones encontradas. La escritura de Celorio es a menudo de una elegancia indiscutible pero casi añeja, y por ese camino aparecen expresiones que sólo podría entender como parodia ("sobando sus nostalgias", "cita consuetudinaria con el trago"...). El autor levanta algunos personajes llenos de vida, como es matrimonio imposible entre republicano y falangista, y varias escenas notables; luego hay pasajes tediosos por los que me resulta imposible sentir curiosidad, y me pregunto a ratos por qué alguien podría creer que esas historias me apelan como lector. Por eso, cuando hacia el final Celorio apunta que su novela está "ya cansada", un brillo de maldad asoma en mis ojos. Y al leer que el miedo a perder la memoria le está llevando a plasmar en el libro todos los elementos, "por insignificantes que fueran", pienso que puedo entender esa exigencia literaria de enumeración y acumulación, esa monomanía casi ritual de seguir cada rastro. Pero entenderlo no hace que mengüe mi distancia respecto del texto. Al menos, no en ese momento.

Y entonces, el final. Es un final que se ha estado preparando durante toda la segunda mitad, desde el momento en que se nos ha explicado que Benito, el hermano mayor y principal informante del narrador, está perdiendo el lenguaje, el habla, su lugar en el mundo y su memoria. Aquejado de Alzheimer, Benito emerge como el transmisor de una herencia doble: la memoria familiar y el olvido inscrito en los genes. Las ocho últimas páginas de El metal y la escoria son notables, por la audacia del cierre que ofrecen y su precisión estilística. Sobre todo, revelan la enorme fe de Celorio en la escritura de una manera mucho más conmovedora y frágil que otras declaraciones más explícitas de esa misma fe en capítulos anteriores.

A la luz de esas páginas, los pasajes más brillantes de la novela -su metal- cobran mayor fuerza, y los pasajes insípidos -su escoria, digamos- al fin me parecen necesarios, o al menos significativos. Vista en conjunto, me reconcilio con El metal y la escoria y acabo sintiendo un gran respeto por la empresa narrativa que supone, pero ha sido una seducción difícil y tal vez precaria.

Palabra de autor

-¿Por qué sintió la necesidad de indagar el pasado de su familia?
-Es una historia que se me había vedado porque no era edificante, más bien había prevalecido en ella el vicio, la depravación y la decadencia, y yo quería conocerla porque uno no sabe quién es si no sabe de dónde viene.

-¿Qué grado de participación tiene la ficción en este libro?
-Muy alto, por eso lo considero una novela y no una autobiografía. Yo disponía de muy pocos datos, así que la ficción vino en mi auxilio para iluminar las zonas oscuras del pasado que yo no podía conocer. A través de ella se pueden hacer calas más profundas en la realidad. Yo sé más del campo de México por Pedro Páramo que por cualquier estudio histórico o sociológico.

-Carlos Fuentes le nombraba a usted como ejemplo de la desaparición de los géneros literarios.
-La novela nació impura porque en sus orígenes se nutría de muchos elementos distintos, pero en el siglo XVIII, por imperativo neoclásico, trató de circunscribirse a una preceptiva y se volvió anoréxica, decía Fuentes. Ahora vuelve a ser un género más amplio y más sucio y, por tanto, más cercano a sus orígenes.

-La emigración española del siglo XIX y el exilio republicano tras la Guerra Civil tienen mucho peso en la historia de su familia, ¿no?
-Son dos realidades muy presentes en México. La inmigración del XIX no fue muy nutrida porque la independencia de México fue muy antiespañolista, pero en cambio fue el país que abrió los brazos a los exiliados republicanos, a quienes debo mucho. Algunos fueron mis maestros en la universidad, como Ramón Xirau y Adolfo Sánchez Vázquez.