Image: El niño que robó el caballo de Atila

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Novela

El niño que robó el caballo de Atila

Iván Repila

8 marzo, 2013 01:00

Iván Repila

Libros del Silencio, 2013. 120 páginas, 12 euros


Esta segunda novela de Iván Repila (Bilbao, 1978), muy diferente de la anterior, como si el autor estuviese tanteando nuevos caminos, tiene un arranque brioso y perfectamente medido y dosificado: dos hermanos, cuyos nombres se reducirán en todo momento a las escuetas designaciones "el Grande" y "el Pequeño", se encuentran, sin que sepamos las causas, en el fondo de una cueva de unos siete metros de profundidad, con paredes arcillosas que anulan cualquier intento de trepar por ellas desde un fondo húmedo y cenagoso. Gran parte de la historia consiste en la narración de las acciones que llevan a cabo ambos hermanos para sobrevivir, una vez que existe la seguridad de que sus gritos de socorro son inútiles y nadie irá en su búsqueda. El hambre, la suciedad, el debilitamiento rápido de las energías, el camino hacia la consunción y la muerte se hallan presentes en cada página. Con minuciosidad casi naturalista, Repila detalla lo que los personajes se ven obligados a ingerir: raíces blandas, hormigas aplastadas, larvas, gusanos, mariposas, insectos, agua cenagosa que se filtra por las paredes de la cueva. El Grande, que recuerda la actitud digna del indio Joe durante su encierro en la cueva en un episodio de Tom Sawyer, procura mantener la forma física haciendo ejercicios, saltos, flexiones y estiramientos. El Pequeño sufre delirios y sueños disparatados. El Grande vela por su hermano, le da consejos, lo alecciona en el capítulo 23 acerca del modo de cometer un crimen (extraño pasaje que sólo al final revela su significado). Ambos tratan de inventar juegos y artimañas para evadirse de su terrible situación.

El lector no tiene más remedio que pensar que en la extraña historia hay una intención alegórica, aunque no quede clara. Los valores simbólicos de la caverna -variados y dispares, desde Platón hasta Freud-, el motivo literario del encierro en una cueva como castigo -así, el que precede a la muerte del mago en la novela del ciclo artúrico El baladro del sabio Merlín-, que llega hasta algunos juegos electrónicos de nuestros días, depositan sobre el texto multitud de caminos interpretativos diferentes. El mantenimiento de la historia ofrece un contraste entre el descarnado verismo general y algunos pasajes discordantes, como los argumentos discursivos del Pequeño en el capítulo 53, más propios de un adulto extremadamente razonador. Por otra parte, es tal vez un error introducir el dato de que, cuando aún faltan días para el desenlace, los rmanos han pasado ya dos meses y medio en la cueva (p. 109), ya que esto introduce un factor de inverosimilitud que choca con la veracidad de los componentes del relato; en las condiciones descritas, en efecto, los hermanos no podrían seguir vivos. Y los razonamientos del Pequeño dejan entrever interpretaciones simbólicas del encierro en la cueva sin decidirse por ninguna, como estas preguntas: "¿Los hombres deben vivir entre paredes sin puertas ni ventanas? ¿Hay algo más allá de esta vida mientras dura la vida?" (p.86). O bien, más categóricamente: "Este pozo es un útero, tú y yo estamos por nacer, nuestros gritos son los dolores de parto del mundo" (p. 87). El desenlace, con la inverosímil salida del Pequeño y la venganza aplazada, deja al lector un espacio para completar imaginativamente los orígenes y las causas de esta historia brumosa y terrible, no bien resuelta narrativamente, pero que da fe de un escritor con posibilidades que posee, además, una prosa de notable plasticidad, con una sola mácula: "El Grande enjuaga la sangre de su hermano" (p. 17) debió ser "enjuga", y mejor aún, "restaña".

Pero estas páginas proporcionan al autor un crédito indudable.