José María Merino. Foto: Antonio M. Xoubanova

José María Merino. Foto: Antonio M. Xoubanova

Novela

El río del Edén

30 noviembre, 2012 01:00

José María Merino

Alfaguara. Madrid, 2012. 304 páginas. 18 €. Ebook: 9,49 €

Las últimas novelas de José María Merino (La Coruña, 1941) descubren espacios naturales como marcos literarios donde representar indagaciones sobre conflictos y sentimientos humanos de nuestro tiempo, ya sean individuales como la necesidad de liberación personal encarnada en la protagonista de El lugar sin culpa (2007), ganadora del Premio Torrente Ballester, ya colectivos como la secular violencia en la historia española investigada en la por el narrador y protagonista de La sima (2009). A estos espacios naturales, una isla mediterránea (El lugar sin culpa) y un lugar de la montaña leonesa (La sima) se añade ahora la naturaleza silvestre del Alto Tajo en El río del Edén, en la cual se localiza el presente narrativo de una compleja historia de amor, con su proceso de traiciones y lealtades, encuentros y desencuentros, culpas, arrepentimientos y redención que pone algo de esperanza al final del drama familiar.

En unas 24 horas, transcurridas entre las “diez y media de la mañana” (pág. 7) de un viernes hasta pasadas “las nueve” (pág. 292) del sábado, Daniel y su hijo Silvio, nacido con síndrome de Down, recorren el paisaje solitario del Alto Tajo para esparcir las cenizas de Tere, que su hijo lleva en la urna metida en su mochila. A lo largo del camino padre e hijo hablan de diferentes asuntos, sobre todo de la madre, cuya muerte resulta difícil de explicar al hijo discapacitado, quien sigue hablando con ella en la urna, apoyado en su imaginación alimentada por lecturas infantiles y por su creencia en los extraterrestres. En los cuarenta capítulos que componen el texto, por entre los diálogos de padre e hijo afloran los recuerdos de Daniel en su recreación de la historia amorosa vivida con Tere, desde que se conocieron en la Universidad hasta su muerte hace un mes, tras un largo período de parálisis total a causa de un accidente de automóvil.

Pasado y presente fluyen con naturalidad en la narración de Daniel, construida en segunda persona autorreflexiva en su rememoración ensimismada de experiencias compartidas con Tere durante su noviazgo y su matrimonio, y con una actitud objetiva en su relato del viaje a orillas del río acompañado por el hijo. Así se va completando gradualmente, con la presencia del río como símbolo del tiempo (y la vida) que pasa, la creación de un espacio mítico en el Edén disfrutado por Tere y Daniel en la plenitud de su pasión amorosa la primera vez que estuvieron en aquella naturaleza solitaria. Con los años y sus desencuentros, por malentendidos y engaños de Daniel, aquel amor se extinguió, renovándose con ellos el mito del paraíso perdido, de igual modo que aquellos parajes idílicos junto al río han sido profanados por la invasión de excursionistas. Mas no todo es negativo, pues en el viaje culmina la transformación de Daniel, tras tantas incomprensiones hacia su mujer y su amorosa entrega final a cuidarla, en su dedicación paterna al cuidado del hijo deficiente, a quien antes no había aceptado.

En El río del Edén Merino vuelve a completar otra gran novela, con una historia de amor en múltiples sentidos (conyugal, paterno-filial, materno-filial...), construida con bien dosificada intriga en la gradación climática tanto en los pasados vaivenes de la relación amorosa entre Daniel y Tere como en el viaje presente con sus revelaciones y hallazgos, más el acierto en la superación de las dificultades inherentes a la perspectiva de un “chicodáun”.

En ella reaparecen motivos temáticos característicos del autor, como el poso de las lecturas infantiles, los mitos y las leyendas (el mito del paraíso perdido, las leyendas de don Rodrigo, la Cava y don Julián), la ciencia ficción en las lecturas de Daniel o la pasión por los extraterrestres alimentada por la imaginación de Silvio; e incluso el acompañamiento de gráficos y dibujos en el comienzo de los capítulos con un laberinto (justificado por la afición de Tere a dibujarlos), siempre diferente, que simboliza, además del propio desorden temporal del relato, el laberinto cambiante de la vida y que, en alguna ocasión está explícitamente relacionado con el contenido del capítulo, como en el retrato del amigo norteamericano de Tere (cap. 13), el corazón de Daniel y Tere traspasado por una flecha (cap. 20) y la espiral de amor continuo entre ambos (cap. 25).