Novela

La Señora Rojo

Antonio Ortuño

21 enero, 2011 01:00

Páginas de Espuma. 105 páginas, 14 e.


A este mexicano (Guadalajara, 1976), capaz de articular registros expresivos que no dudan, si la ocasión lo requiere, en manifestarse entre el cinismo y la perversidad, o entre el absurdo y el delirio, o la acidez y la mordacidad, no hay que perdérselo; ni sus dos novelas (El buscador de cabezas, y Recursos humanos), ni su primer volumen de relatos (El jardín japonés), ni este segundo, estructurado en dos partes ("La carne" y "El mundo") que abrazan 13 relatos tan singulares, por inquietantes, como sugerentes, al conducirnos por el fascinante laberinto de lo irracional subrayando, como marca de su escritura, la aguda determinación de idear peripecias que alcanza, de un modo u otro, a nuestra condición y destino. No es casual que la prestigiosa revista inglesa Granta destacara recientemente su nombre entre el de los mejores narradores jóvenes en lengua castellana. Porque son muy pocos los que, como él, apuestan por la ficción como sustancia narrativa, y se enredan en la trascendencia desde el distanciamiento irónico que no disimula el compromiso con la literatura concebida como puesta en escena de lugares nada comunes. Es el caso de un abandono cruel como pocos ("Agua corriente"), o las diferentes versiones de distintos duelos de desdichas ("Felicidad", "Carne"), y amenazas que alteran lo cotidiano hasta imponer el absurdo ("La Señora Rojo"). Cualquiera de ellos da muestras de una escritura que sorprende por la amalgama de creatividad y lucidez argumental. De hecho, la segunda parte recoge relatos más concentrados e intensos: el "héroe" que llega a serlo por un "azar épico" que así lo dispone, el guardia de seguridad de un aeropuerto, que llega hasta el delirio en su afán por vivir esperando siempre la llegada del miedo, la historia universal de infamias que representa la eterna historia entre invasores e invadidos. ¿Para qué decir más? Empiecen por el que da título al volumen, continúen por "Pavura", o por "Historia·, y no dejen de leer las cartas de un preso obligado a escribir por su carcelero mientras espera su muerte ("Boca pequeña y labios delgados") ¿Y después?: optarán por no perder de vista a su autor.