Image: Siete casas en Francia

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Novela

Siete casas en Francia

Bernardo Atxaga

1 mayo, 2009 02:00

Bernardo Atxaga: Foto: Javi Martínez

Traducción de Asun Garikano y B. Atxaga. Alfaguara, 20069. 255 pp., 19'50 euros

La nueva novela del guipuzcoano Bernardo Atxaga (1951) podrá tal vez desconcertar a sus lectores más conspicuos, que se preguntarán por qué el escritor ha abandonado sus marcos geográficos más frecuentes para trasladar la historia a un remoto lugar de la selva congoleña durantelos primeros años del siglo XX, cuando el país africano era una colonia belga. La configuración externa del relato corresponde al género de la novela de aventuras, así como algunos de los personajes -los soldados y oficiales de un destacamento militar, los indígenas utilizados como mano de obra en el negocio del caucho y en otros menos confesables, el peligro siempre acechante de los nativos emboscados en las profundidades de la selva-, pero en realidad, si dejamos a un lado las obvias diferencias geográficas, la estación militar de Yangambi es un equivalente funcional de Obaba, y actúa igualmente como un microcosmos en que se insertan costumbres, ritos variados y personajes de distinta extracción, cada uno de ellos con su historia y su perfil psicológico peculiares. Este aspecto, el de la caracterización precisa de unas vidas oscuras puestas a prueba en un confín olvidado del continente africano, es el que ha interesado al autor, y constituye también el mérito mayor de la novela. El capitán del destacamento, Lalande Biran, no duda en procurarse beneficios al margen del sueldo mediante el tráfico de marfil y caoba, espoleado por la ambición voraz de una esposa distante. A su lado, el teniente Van Tieghel, arruinado por el alcohol y las enfermedades venéreas, el obsequioso Donatien, el antiguo legionario Richardson y algún nativo como Livo, cuyo afán de venganza provocará al final un desenlace atroz, casi de grand guignol, forman el friso de personajes al que se añade un joven y enigmático oficial llamado Chrysostome, cuya presencia acabará por alterar decisivamente la apacible y rutinaria existencia del lugar, porque el recién llegado, con su hálito de pureza y sobriedad, representa la diferencia radical, en pensamiento, conducta y aspiraciones, con respecto a unos militares acostumbrados al dominio despótico, a la explotación inmisericorde de los nativos y a la violencia, la matanza de mandriles y otros animales, la bebida y el sexo como formas de vida cotidiana. El pasado de Chrysostome, que irá descubriéndose poco a poco, lo convierte en un cuerpo extraño que el organismo en que se interna tiende a repeler, hasta el punto de que el incidente principal de la historia nace precisamente de esta actitud. En conjunto, los personajes que pueblan el pequeño universo de Siete casas en Francia tienen un aura de veracidad que se deriva de la coherencia entre sus actos, su historia y sus palabras; en suma, de lo que caracteriza a un buen contador de historias verosímiles. Las pasiones elementales, los cálculos monetarios del capitán o los cálculos de mujeres seducidas de Van Tieghel reflejan bien temperamentos dispares unidos por el idéntico primitivismo de sus ambiciones.


Toda la trama de sucesos, así como el entorno hostil y dificultoso en que transcurren las acciones, se prestaba a la exhibición de escenas impregnadas de crueldad y violencia. Ha hecho muy bien el autor, sin embargo, en no dejarse caer por la pendiente de lo más fácil -como hubiera hecho en su lugar cualquier novelista con mentalidad de escritor de quiosco-, eludiendo con tino la mostración directa de algunos hechos, como la persecución y muerte de la joven Bamu o el ataque de las mambas, y sustituyéndolos por referencias elusivas e indirectas, mucho más eficaces y expresivas. Pero no es cosa de descubrir a estas alturas que Atxaga es un buen escritor, de prosa impecable y registros variados, lo bastante dotado, por eso mismo, para concebir y desarrollar historias más hondas y complejas que ésta, que en otros escritores constituiría una cima apreciable y en el novelista guipuzcoano es simplemente -aunque no sea poco- una confirmación más, sin sorpresas ni descubrimientos, de su indudable talento.