Image: El alma de la ciudad

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Novela

El alma de la ciudad

Jesús Sánchez Adalid

14 junio, 2007 02:00

Jesús Sánchez Adalid. Foto: Ballesteros

Premio F. Lara. Planeta, 2007 656 páginas, 22’50 euros

No tenía de Jesús Sánchez Adalid más referencias que las de la prensa según las cuales se ha convertido en uno de los autores españoles últimos de mayor éxito. Y no me extraña que lo sea porque El alma de la ciudad tiene todos los ingredientes de la literatura de consumo más descarada. Responde a un tipo de escritura hecha para contentar a un lector sin exigencias pero que, a la vez, piensa o desea pensar que está leyendo algo de enjundia, serio y con cualidades artísticas.

El alma de la ciudad podría definirse como novela macedonia: ensalada con cantidades equilibradas de diversas frutas agradables. Su esquema básico consiste en un formato conocido: unos viajeros animan un largo recorrido escuchando historias. En este caso, van a Compostela cuatro adultos (fraile, comerciante, caballero de la orden de Santiago y viejo clérigo) más un adolescente que aprende una lección de la vida. En este hilo, presente de tarde en tarde para mantener la continuidad de la historia marco, se incrusta la vida contada por él mismo del clérigo, un tal Blasco Jiménez, un pícaro desalmado de orígenes humildísimos que llegó a arcediano de Ambrosía o Placencia (nombres ambos de Plasencia) y ahora peregrina a la tumba del Apóstol en penitencia. Todo ello ocurre bajo el reinado del rey castellano Alfonso VIII. Como telón de fondo, el autor mete muchos datos históricos y costumbristas de la alta edad media, batallas, disensiones entre cristianos… Un puñado de páginas con noticias reales relativas a su materia histórica remata el libro.

Ese esquema básico se acompaña de otras variantes de la novela popular: relato de aventuras, intriga, suspense y amoríos. A esta historia de acción se añade además comedida dosis de ideas y pensamientos, de aspecto filosófico y supuesta trascendencia, para darle un barniz reflexivo y culto. Aparte de alusiones a la Cábala y de citas bíblicas y literarias, La ciudad de Dios de san Agustín constituye una referencia constante y básica de la novela. En apariencia pegadizo, este contenido tiene gran peso al tratarse del soporte para la defensa de un determinado orden social.

La historia de Blasco se refiere con procedimientos tradicionales de extrema simplificación. El autor dispone unos personajes planos, sin hondura, y una distribución de papeles maniquea. De la mayor parte no se sabe nada, y del principal se contenta con enumerar acciones de su encanallamiento progresivo en contraste con la bondad de su mentor, el obispo don Bricio, figura atractiva de monje-guerrero que no sale, sin embargo, de una absoluta bruma. La narración aprovecha recursos del folletín. Se alterna con descripciones convencionales y previsibles. El paisaje es tópico. El estilo apenas revela mayor cuidado que construir frases sintácticamente correctas adornadas con arcaísmos.

La absoluta falta de creatividad de la prosa rinde tributo al rasgo fundamental de todo el libro, el triunfo de estereotipos verbales y mentales, frases hechas e imágenes acuñadas: al cura, los hechos de su vida "le quemaban por dentro" y el mundo le "franqueaba su vastedad", los "intrépidos" frailes de las órdenes militares son de "muy recias costumbres", se oía "el arrullo de una tórtola", las damas "cantaban bellas canciones de amor", don Bricio alcanzó "extraordinaria clarividencia de sus pensamientos", Sevilla es "¡cuna de la sabiduría!". En fin, pura trivialidad volcada al entretenimiento, pero no inocente porque al desmadre moral encarnado por el pícaro se opone una tesis, el ideario agustiniano de regirse por una voluntad ordenada para alcanzar la felicidad.