Andrés Sánchez Robayna. Foto: Carlos A. Schwartz

Andrés Sánchez Robayna. Foto: Carlos A. Schwartz

Letras

Andrés Sánchez Robayna, al servicio de lo desconocido

Siempre animoso y optimista, siguió leyendo y escribiendo hasta el último día, embebido en alguno de los proyectos que lo esperaban en la mesa de trabajo.

Más información: Muere el poeta, ensayista y traductor Andrés Sánchez Robayna a los 72 años

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Escribo estas líneas bajo el impacto de una noticia que ninguno entre sus amigos y allegados se esperaba o podía imaginar tan tempranamente. La muerte del poeta Andrés Sánchez Robayna –y el sintagma mismo es causa de incredulidad– ha llegado después de algunas complicaciones de salud que parecían felizmente resueltas, pero ha sido el corazón, ese corazón que ya le dio un susto hace veinticinco años, el que ha terminado por fallarle.

Siempre animoso y optimista, empeñado en restar importancia a sus males y despejar la inquietud de su interlocutor, siguió leyendo y escribiendo hasta el último día, embebido en alguno de los múltiples proyectos que lo esperaban en la mesa de trabajo.

Imposible compendiar en una breve nota la multiplicidad de sus intereses y la altura de sus logros. Nacido en Santa Brígida (Gran Canaria) en 1952, Sánchez Robayna hizo muchas cosas y las hizo todas bien. Fue catedrático de Literatura en la Universidad de La Laguna, a la que llegó de joven, con apenas treinta años, y allí dejó la impronta de su enorme calidad humana y literaria. Fue profesor vocacional y tardó en jubilarse: le gustaban las clases y el contacto con los alumnos; algunos de esos alumnos –Melchor López, Alejandro Krawietz o Francisco León, entre otros– no tardaron en ser sus discípulos y ahora, no por azar, se cuentan entre lo mejor de nuestra poesía.

Al poco de llegar a Tenerife, fundó la revista Syntaxis, que en diez prodigiosos años abrió un espacio de creación y pensamiento que se recuerda con asombro. El índice de sus colaboradores plásticos (Alechinsky, Tàpies, Saura, Chillida, José Manuel Broto o Luis Palmero) y literarios (Paz, Valente, Derrida, Sarduy, Jabès, Yves Bonnefoy, Juan Goytisolo o Haroldo de Campos) es también el índice de sus gustos e intereses en lo contemporáneo, a los que él sumaba una pasión indisimulada por nuestro Siglo de Oro y en concreto por Góngora, a quien dedicó varios libros (Tres estudios sobre Góngora en 1983, Silva gongorina en 1993 y Nuevas cuestiones gongorinas en 2018).

El abanico de sus intereses académicos era amplio y fue creciendo con los años: ese interés inicial por nuestro Siglo de Oro, que debe mucho al ejemplo y las clases de su maestro José Manuel Blecua padre, convivió con una mirada apasionada sobre las manifestaciones creativas de la modernidad, con especial atención a las artes plásticas y la poesía. Con la creación en 1995 del Taller de Traducción Literaria se acentuó su interés por las cuestiones traductológicas, que abordó con su rigor acostumbrado, pero aplicando la lección de libertad creativa que era el santo y seña de su poesía.

El Taller fue una experiencia medular y una de sus grandes alegrías vitales: un laboratorio colectivo que aunaba lo académico, lo crítico y lo creativo y del que salieron traducciones modélicas de Edmond Jabès, Paul Valéry, Boris Novak y un larguísimo etcétera, además de tres amplias antologías de poesía moderna publicadas en Pre-Textos que son genuinos cofres del tesoro. El Taller cerró sus puertas en 2020, coincidiendo con el confinamiento pandémico y la jubilación de su director, pero el eco de su trabajo no ha amainado. Muy al contrario.

Otro de sus campos de interés, quizá menos conocido desde la península, fue el estudio de la literatura y la cultura canarias y la reflexión teórica sobre las islas, sobre lo que supone habitar una isla (y escribir sobre ella). Su reciente edición de la poesía completa de Alonso Quesada (Visor) es un ejemplo paradigmático, en el que se dan cita su pasión canaria y su interés por la modernidad literaria.

Pero quizá la expresión más alta y depurada de esta pasión isleña se encuentre en su Cuaderno de las islas (2011), compendio de fragmentos propios y ajenos que inauguró un nuevo género híbrido en su escritura al que también pertenecen Variaciones sobre el vaso de agua (2015) y el espléndido Borrador de la vela y de la llama (2022), ambos en la que ha sido su casa editorial de referencia, Galaxia Gutenberg. Se trata de libros que retoman motivos e intereses frecuentes en su poesía y que su autor aborda con una mezcla característica de rigor y liviandad: lo que se pretende no es agotar un asunto, sino abocetarlo, alumbrar caminos, posibles nudos de sentido…

Algo análogo, pero de manera todavía más libre, realizó en el que para mí es uno de sus mejores libros, Las ruinas y la rosa, publicado hace menos de un año, y en el que el poeta abandona toda pretensión sistemática para abandonarse al libre flujo de las ideas, las imágenes y las evocaciones de juventud: libro de reflexión, sí, pero también de apostillas, de destellos en los que asoma la sonrisa de la reconciliación, una suerte de sabiduría tácita que remite a sus lecturas de la poesía oriental.

Y esa sabiduría es la que alienta desde el principio en sus poemas, que son el centro indudable de su obra y de su vida. La poesía fue un descubrimiento temprano, un deslumbramiento adolescente y juvenil que su traslado a Barcelona para seguir estudios de Letras a comienzos de la década de 1970 no hizo sino confirmar. Allí leyó de manera sistemática a los clásicos y conoció a algunos de sus maestros explícitos, empezando por J. V. Foix y Joan Brossa.

Traductor de Stevens y Espriu (lo que valió, en este último caso, el Premio Nacional de Traducción, el único de los premios institucionales que recibió en España, para nuestra vergüenza), su poesía, deudora de la mejor tradición simbolista, tuvo siempre un profundo latido espiritual que bebe originalmente de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León y está emparentada directamente con Juan Ramón Jiménez, cuya "luz atlántica" tanto le importó, con Valente, de quien fue albacea literario, con la Zambrano de Claros del bosque y con el Octavio Paz de Piedra de sol en adelante.

Más que de influjos directos, cabe hablar de un aire de familia, de una convergencia natural. Fue también un lector apasionado y curioso de la poesía hispanoamericana (empezando por su admirado Lezama Lima), que ayudó a cartografiar con mano maestra en esa antología memorable que fue Las ínsulas extrañas.

La escritura de sus tres primeros libros, hasta La roca (1984), está atravesada por una tensión minimalista que genera textos de un profundo magnetismo: la página como un correlato espacial de la tierra, de la isla, donde las palabras se plantan como hitos naturales y construcciones humanas. A partir de Palmas sobre la losa fría (1989), la escritura se abre también al eje temporal, al tiempo como un hilo que ensarta por igual lo visible y lo invisible, y hace más explícitas sus inquietudes espirituales. Una espiritualidad que cabe resumir en un anhelo de luz, de claridad, pero también en una pasión de la tierra, del sentido inscrito en la tierra por esa misma "claridad":


La unidad de la flor, la deslumbrada
retama en la ladera de septiembre,
la impiedad de la luz, ¿son esos
los signos que nos llegan


y por los que morimos? Caminamos
junto a las aguas, en el sueño, y vemos
latir la luz sin fin ni despertar.
Y el día se hunde en el fulgor del día.

Los contenidos autobiográficos van cobrando preeminencia hasta llegar a El libro, tras la duna (2002), en el que el poeta hace memoria y relata su vida bajo el signo de la poesía y esa nube del "no saber" que está detrás de toda escritura, de todo empeño creativo. Este largo poema dividido en secciones autónomas se escribió al amparo de su traducción de El Preludio de Wordsworth (la versión original y más breve de 1799) y fue traducido a su vez a varios idiomas, aunque su edición preferida fue la francesa, prologada nada menos que por Yves Bonnefoy. Su último libro de poemas, Por el gran mar (2019), nace como una elegía conmovedora a la muerte de su mujer, Marta Ouviña, con la que tanto quiso.

El listado de logros y publicaciones no da cuenta de otro aspecto esencial, y es el ejemplo intelectual y creativo que Andrés Sánchez Robayna ha sido para muchos de nosotros a ambos lados del Atlántico. Dicho crudamente, yo no sería el que soy sin la lectura de sus libros y su trato personal, desde aquel día lejano, hace casi treinta años, en que, viajando con su esposa Marta por Inglaterra, hizo un alto en Sheffield –ciudad que le espantó, no sin razón– para conocer a un joven lector de español de raro apellido.

La lista de sus corresponsales e interlocutores habituales (poetas, filólogos, críticos, pintores, editores, etc.) comprende lo mejor y lo más alto de nuestro mundo intelectual, y él solo, por la mera constancia y calidad de su trabajo, la intensidad de su empeño, supo convertir Tenerife en un centro irradiador de poesía y pensamiento literario. Todos somos un poco más pequeños en su ausencia. Me siento honrado y privilegiado de haber podido conocerlo y aprender de él. Ad Astra, Andrés.