Laura Fernández y la reinvención del lenguaje
Su nueva novela, cargada de chifladuras maravillosas, es una parábola sobre la condición adulta y el carácter obsesivo de la imaginación
7 diciembre, 2021 02:05“El escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla”, escribió Maurice Blanchot, y yo pienso en Laura Fernández (Terrassa, 1981). En algún momento, Fernández se inventó un idioma propio, y el resultado es que no existe en español otra autora con su fraseo, léxico y ritmo. Su origen es el placer de la lectura: de ahí que a veces recuerde a una traducción ochentera popular, otras a la narrativa posmoderna norteamericana, otras a Charles Dickens… Es el goce como fuente de grand style.
Y muy importante tiene que parecerme la cuestión del estilo para arrancar esta reseña con ella. A fin de cuentas, La señora Potter no es exactamente Santa Claus son seiscientas páginas cargadas de chifladuras maravillosas y yo podría inundar al lector con ellas: aquí aparecen una empresa de fantasmas profesionales, ceños parlantes, parodias de Se ha escrito un crimen, una casa con su propia telesilla, y un montón de situaciones de torpeza amorosa, exotismo animal, travestismo naif o balbuceo social que le dan al conjunto un aroma cinematográfico que remite a La fiera de mi niña cruzada con Qué bello es vivir y dirigida por Steven Spielberg y David Lynch.
Esta novela es una parábola sobre la condición adulta y el carácter obsesivo de la imaginación
El argumento: Kimberly Clark Weymouth es un pueblo perdido en el que siempre nieva y todos espían a todos. Su única relevancia es que en él se concibió la popular novela La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Allí se conocerán un agente inmobiliario inútil para la vida práctica y el propietario de la tienda de suvenires relacionados con la señora Potter, que quiere venderla para largarse del pueblo pero teme que, si la noticia trasciende, los vecinos le tiendan alguna trampa para frustrar su huida. Ahora, añadamos amoríos, escritores excéntricos, vendedoras de rifles, un periódico metomentodo, un elefante, una diligencia… Y unas madres ausentes y sus hijos enternecedoramente torpes. ¡Ta-chan!
Vuelvo al estilo. Ya es un tópico que la narrativa de Fernández fusiona a Thomas Pynchon con Stephen King. Pero el tópico todavía puede ser de utilidad, si le damos la vuelta para ver en qué situación deja al lector. En mi caso, leo a Laura Fernández y vuelvo a ser el adolescente que pasaba el verano leyendo tochos de King o Anne Rice; y al mismo tiempo, el estudiante que absorbía cafeína en dosis industriales con tal de afrontar cada noche un nuevo clásico de La Gran Narrativa Contemporánea. Hay en los libros de Fernández una apelación a todas las formas genuinas de placer lector. Y eso lo consigue con una lengua que no existía antes de ella, o solo existía como error. Blanchot de nuevo: Laura Fernández coge el lenguaje que la ha educado, y lo reinventa.
Al fondo, unas madres que se alejan de sus hijos y vuelven, hijos que temen a la soledad y sin embargo se consuelan en ella. Hay una ardilla asustada “tirándose una y otra vez al caudal nada amigable” de un río. Hay una parábola sobre la condición adulta, el carácter obsesivo de la imaginación, la posibilidad de librar una batalla jovial contra lo más feo del mundo.