La llama inmortal de Stephen Crane

Paul Auster

Traducción de Benito Gómez. Seix Barral. Barcelona, 2021. 1.040 páginas. 24,90 €. Ebook: 9,99 €

¿Es la biografía un género menor? Algunos entienden que sí, pero los trabajos biográficos de Plutarco, Stefan Zweig o Marcel Schwob desmienten esa idea. La llama inmortal de Stephen Crane, de Paul Auster (Newak, 1947), acredita que la literatura puede alcanzar la excelencia reconstruyendo la peripecia de un estadista, un científico o un escritor. ¿Acaso hay un tema más fascinante que la vida de un ser humano?

Con una prosa sobria, inteligente y precisa, Auster nos cuenta la asombrosa trayectoria de Stephen Crane, que solo necesitó 28 años para hacerse un hueco en la posteridad, dejándonos una obra maestra, La roja insignia del valor (1896), una novela sobre la Guerra Civil americana protagonizada por Henry Fleming, un joven de 16 años. Auster aclara que Crane no es un escritor costumbrista, sino “el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita”. Sus novelas abundan menos en hechos que en impresiones, sensaciones y reflexiones. Cuando nos narra la Guerra Civil, no presta atención al dato histórico, sino al mundo interior de ese adolescente que experimenta el conflicto como si fuera una experiencia onírica o una barroca alucinación salpicada de sangre, barro y miedo.

Auster imita a Crane cuando habla de Crane. Titánico, caudaloso, lírico, reconstruye convincentemente sus fervores y sus abismos psicológicos, su palpitante creatividad y sus momentos de enajenación, rabia o hastío. Su talento literario le permite sortear las trampas del trabajo académico, que siempre deja en sombra amplias regiones del alma humana. No es un investigador o un profesor universitario, sino un escritor fascinado por otro escritor.

Auster imita a Crane cuando habla de Crane. Titánico, caudaloso, lírico,reconstruye convincentemente sus fervores y sus abismos psicológicos, su palpitante creatividad

Crane no es tan solo el autor de una gran novela que abrió nuevos caminos. Además, escribió dos deliciosas e innovadoras novelas cortas (Maggie: una chica de la calle y El monstruo); algo más de treinta relatos, con piezas maestras como “El bote abierto” y “El hotel azul”, dos colecciones de poemas que oscilan entre la ferocidad y la extravagancia (Los jinetes negros y La guerra es buena) y más de 200 artículos periodísticos que no desmerecen de su obra literaria y que componen una ambiciosa crónica del sueño americano. Autor precoz, casi adolescente, es —según Auster— “la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart”.

Stephen Crane carece del reconocimiento de Twain, Poe, Hawthorne, Emerson, Whitman, Henry James, Emily Dickinson o Herman Melville. En Estados Unidos, cada vez se leen menos sus obras y, en el extranjero, casi es un desconocido. Crane no fue un autor recluido en su escritorio, sino un hombre de acción. Oriundo de Newark, Nueva Jersey e hijo de un pastor metodista, se trasladó a Nueva York a los diecinueve años para ejercer el periodismo. Su contacto con los barrios bajos y su penuria material –conoció el hambre y bordeó la indigencia– le proporcionaron el tema de su primera novela, la audaz y transgresora Maggie: una chica de la calle.

Polémico e insobornable, sus artículos influyeron en la campaña presidencial de 1892 y su enfrentamiento con la brutal policía neoyorquina le obligó a exiliarse. Sobrevivió a un naufragio frente a las costas de Florida (pasó cuatro días a la deriva, lo cual le ocasionó la tuberculosis que acabó prematuramente con su vida), se enredó con la propietaria de un elegante burdel de Jacksonville, trabajó como corresponsal durante la guerra de Cuba, acercándose a menudo a la línea de fuego, y, finalmente, se estableció en Inglaterra, donde trabó amistad con Joseph Conrad y Henry James, que admiraron su genio y se sintieron cautivados por su personalidad. Murió el 5 de junio de 1900 en Badenweiler, Alemania. En sus últimos momentos, murmuró: “Me voy de aquí tranquilo, buscando el bien, firme, resuelto, invulnerable”. Dos días después de su muerte, Henry James escribió una carta a Cora, su viuda, sin ocultar su desgarro: “¡Qué extinción tan inútil y brutal, qué catástrofe tan absoluta y total!”.

Auster destaca el talento de Crane para retratar distintos ambientes. Su pluma muestra la misma maestría describiendo los fumaderos de opio de Nueva York, las minas de carbón de Pensilvania, las sequías de Nebraska o el Lejano Oeste, ese territorio mítico que visitó en 1895 y que le inspiró algunos de sus mejores cuentos.

Auster es un perspicaz crítico literario y un magnífico lector. Sus comentarios sobre las obras de Crane siempre nos descubren aspectos que la crítica había ignorado

Auster combina con acierto el apunte biográfico y el comentario crítico, desplegando una prosa acerada y clarividente. Describe Maggie: una chica de la calle como “un tumultuoso sueño febril, un campo de batalla de agresivos y mutantes esperpentos en perpetuo y recíproco combate”. La roja insignia del valor es algo más que una novela. Elabora “una metafísica del miedo”. La obra descarta buscar explicaciones al conflicto entre el Norte y el Sur. Se limita a urdir un relato en el que “cada partícula del espacio está inmersa en la guerra”. En vez de hablar de ideas, reproduce atmósferas, centrándose en un paisaje de aspecto fantasmagórico, con árboles gigantescos, contrastes de luz y sombra, caballos enloquecidos y disparos que propagan nubes de humo. Es “un reino demoníaco” donde acechan “dragones invisibles”.

Crane se acerca a Goya y el Bosco con su visión apocalíptica de la guerra. Henry Fleming, el soldado adolescente, no es un santo, ni un loco. Solo un ser humano hostigado por la muerte. Auster elogia a Crane por ahorrarnos los juicios morales. Su forma de abordar a sus personajes es estrictamente fenomenológica. Nos cuenta lo que hacen, lo que creen, lo que piensan. No los juzga, ni los absuelve ni los condena. Auster es un perspicaz crítico literario y un magnífico lector. Sus comentarios sobre las obras de Crane siempre nos descubren aspectos que la crítica había ignorado, como ese humor que le permite ir más allá del áspero naturalismo de Zola y las neuróticas pesadillas de Poe.

Con La llama inmortal de Stephen Crane, Auster corrobora que la biografía no es un género menor, sino un complejo ejercicio de precisión que puede reunir las virtudes de una gran novela. Vida y arte convergen en una mirada que recupera el pasado desde la perspectiva de un “presente sombrío”, donde las certezas se tambalean. Según Auster, nos hemos vueltos incapaces de saber quiénes somos y hacia dónde vamos. Leer a Crane puede ayudarnos a mitigar nuestra perplejidad y desamparo. Quizás el ser humano es “poca cosa”, como sostenía el autor de La roja insignia del valor, pero el simple hecho de advertirlo y expresarlo ya constituye una victoria. Ciento veinte años después de su muerte, ¿sigue vivo Crane? “Sigue crepitando”, contesta Auster. Gracias a esta biografía, las chispas de esa hoguera quizás se vean un poco más.

@Rafael_Narbona