Thomas-Mann-y-Henry-James

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Letras

Aspern, Tadzio, Venecia

Decrépita y voluptuosa, de lujo oriental y serena ultratumba: así es la Venecia en la que James y Mann ambientaron dos de sus mejores novelas

30 agosto, 2021 09:08

Cuando Henry James, primero, y Thomas Mann, después, escribieron ficciones sobre Venecia, no se rompieron la cabeza en descubrir lugares para el lector trotamundos. Esa labor ya la hacían, por entonces, las populares guías de viajes Murray o Baedeker. Es decir, Los papeles de Aspern (1888), del escritor norteamericano, y La muerte en Venecia (1912), del alemán, no son de gran ayuda para el turista literario. Estos dos escritores siguen, se diría, la recomendación de Horacio de perseguir siempre una cierta concisión: que el poeta “elija esto y descarte aquello”, decía éste. James y Mann eligen personajes entregados a su monomanía estética: sus historias venecianas están ultraconcentradas en eso. Reservan espacio, eso sí, para la Plaza de San Marcos, pero, en resumen, descartan lo demás.

James y Mann describen en Los papeles de Aspern y La muerte en Venecia, en dos tonos diversos, una suerte de conquista de la Belleza, con mayúscula, con grotescos resultados. La República Serenísima se impregna, además, de su denso cavilar y de la inquietud que los altera. La metáfora es, en este punto, elocuente. El narrador de James concibe, eventualmente, Venecia como un teatrillo y Aschenbach, el célebre protagonista de Mann, adivina en los esplendores de la ciudad anfibia de los dogos una especie de mortaja. Entre las dos analogías media la distancia entre lo ligero y lo grave.

Estamos, digámoslo cuanto antes, en una Venecia particular. Para hacernos una idea, añadamos, a las novelas mencionadas, El fuego (1900), de Gabriele D'Annunzio, Las alas de la paloma (1902), del James maduro, y un capítulo interesante de Albertine desaparecida (1925), de Marcel Proust. Se trata de la Venecia finisecular, fruto brillante, concupiscente y desfalleciente, a ratos palacio y a ratos sanatorio, leyenda bizantina de los canales y los mármoles. Resultaba Venecia adecuadísima para las ensoñaciones de la era lánguida del opio, del terciopelo y del quimono. Es el tiempo de los discípulos de Charles Baudelaire. Un lema impráctico resume ese espíritu: “el arte por el arte”. Es también la era del apogeo de Wagner. D’Annunzio describe, precisamente, en la novela de 1900, el funeral del compositor alemán en Venecia. Observa el decadentista italiano, tras la muerte del autor de Tristán e Isolda: “Il mondo pareva diminuito di valore”. Es decir: “El mundo parecía haber disminuido de valor”. El arte supera la naturaleza: ¡Dadme un Wagner y quedaos con los paisajitos verdes! Por último, en esta era se irradian las aficiones goticistas del esteta inglés John Ruskin, el autor de Las piedras de Venecia. Hasta aquí la época.

'Los papeles de Aspern' y 'La muerte en Venecia' son aventuras del sentimiento: son intrigas sobre lo bello en la más desafiantemente bella de las urbes

Decrépita y voluptuosa, de lujo oriental y de serena ultratumba: así hay que pensar en la tardo-romántica Venecia de James y de Mann. No basta con ir a Venecia con una guía Lonely Planet (o con una vieja Baedeker): hay que ponerse, como anteojos, las visiones desde la góndola y los crepúsculos de McNeil Whistler y de Singer Sargent. Los papeles de Aspern y La muerte en Venecia son aventuras del sentimiento: son intrigas sobre lo bello en la más desafiantemente bella de las urbes. Hay, diría, una paradoja en el tratamiento de Venecia, en estas ficciones, pero antes de nada veamos con algo más de pormenor esos hallazgos.

Henry James: la Plaza de San Marcos como teatrillo

Tal y como cuenta Julius Norwich en Venecia en el siglo XIX (Almed), Henry James había visitado Venecia en 1869, 1872 y 1881 antes de estar ahí un tiempo, de febrero a abril de 1887. Las cartas dejan constancia del cambio de gustos del delicado escritor con respecto a la ciudad. El caso es que, en esos meses de 1887, o quizá después, en el proceso de redacción de Los papeles de Aspern, localiza en la casa de una escritora amiga, el escenario perfecto para su obra: el Palazzo Soranzo-Capello, en el Río Manin, numero 770 (que, por cierto, también aparece en la novela El fuego).

La historia de la novela de James es sencilla: un norteamericano llega a Venecia para arrebatar a la anciana también norteamericana Juliana Bordereau y a su sobrina, la “señorita Tita”, las cartas del gran poeta ficticio Jeffrey Aspern. La “señorita Juliana” fue, en el pasado remoto, amante del desaparecido Aspern. Al parecer, James oyó un caso real similar y decidió escribir sobre ello justo después de su mentada estancia veneciana de invierno/primavera de 1887. La principal descripción turística de Venecia en Los papeles de Aspern se encuentra en las visitas nocturnas del protagonista sin nombre a la Plaza de San Marcos. Leamos:

Palazzo Soranzo en la actualidad. Foto: Paolo Steffan

“La ciudad tiene el carácter de un enorme apartamento colectivo, cuyo rincón más ornamentado es la Piazza San Marco, y los palacios y las iglesias, por lo demás, juegan el papel de grandes divanes de reposo, mesas de entretenimiento, extensiones de decoración. Y, no se sabe cómo, ese espléndido domicilio común, familiar, doméstico y resonante, también parece un teatro, con actores taconeando sobre puentes […]. Cuando uno va en góndola, las aceras que en algunos sitios bordean los canales, asumen ante los ojos la importancia de un escenario”.

Es lógico que el personaje de James conciba la entera ciudad como un teatro, dado que está absorbido por su actividad de farsante

El narrador de la novela de James refiere también el Caffè Florian, enfrente del Palacio Ducal, que hoy el visitante encuentra en el mismo lugar. Ahí va, por la noche, el pícaro de James, gran adorador del viejo Aspern. Ahí pasa el rato “tomando helados, oyendo música, hablando con conocidos”. Es lógico que el personaje de James conciba la entera ciudad como un teatro, dado que está absorbido por su actividad de farsante: quiere hacerse con las ansiadas epístolas aspernianas a su amada conquistando a las señoritas. Por otro lado, también está la metáfora doméstica: el enclave de San Marcos, el único que nos detalla, con su “color local”, como se suele decir, en el libro, es para él como “un salón al aire libre”.

Recuerdo, por cierto, una novela contemporánea, La tempestad, escrita, entre nosotros, con gran estilo, por Juan Manuel de Prada, en 1997, donde también la plaza de San Marcos tenía algo de gran sala “invadida por las inmundicias que la marea arrastraba, tenía ese aire expoliado y mustio de los salones de baile, a la conclusión de una juerga con invitados que han emborrachado hasta el vómito y han sembrado el suelo de vidrios rotos”. El narrador ficticio de De Prada también se acuerda, al ver esta plaza, con sus columnas y edificios chocantes, con su fragilidad esencial, a merced del nivel del agua, de la Atlántida. La analogía atlante nos traslada la metáfora de la ruina, de la decrepitud espléndida. Llegamos así a Thomas Mann.

Thomas Mann: entre el Lido y la muerte

Tras sufrir a un anciano acicalado que le pone de los nervios, Gustav von Aschenbach, el escritor protagonista de la ficción La muerte en Venecia, de Mann, ve, de pronto, el panorama de San Marcos:

“Y entonces volvió a ver el más prodigioso de los desembarcaderos, esa deslumbrante composición de arquitectura fantástica que la República Serenísima ofrecía a las respetuosas miradas de los navegantes, la liviana magnificencia del Palacio Ducal y el Puente de los Suspiros; las columnas de la orilla, rematadas por el León y el Santo; el fastuoso resalto lateral del Templo encantado, con el portal y el gran Reloj en escorzo, y ante semejante visión pensó que llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio, y que sólo como él lo estaba haciendo, en barco y desde alta mar, debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades”.

La novela corta de Mann tampoco tiene mucho más que aportar al turista ansioso de lugares físicos. El resto de esta Venecia es absorbido por una selva de símbolos eróticos y tanáticos, en la pesante atmósfera de un siroco estival. Si el palacio de las señoritas custodias de los papeles de Aspern está alejado del centro (su mencionado trasunto se encuentra en el barrio de la Santa Croce), la base de operaciones de Aschenbach está en la isla del Lido. Aunque las emanaciones de la Laguna parecen no sentar bien a Aschenbach, éste atraviesa cada día las aguas concienzudamente Estigias para tomarse algo en la Plaza de San Marcos. En términos generales, Aschenbach contempla la ciudad como una maravillosa losa funeral y como un enigma de la fragilidad, donde se irradia la Belleza (recuerden la mayúscula) de Tadzio, un efebo polaco con quien ha coincidido en el hotel del Lido. La figura de Tadzio desmelena los adentros del estricto escritor de Múnich, entre referencias mitológicas y sol de playa. Al parecer, la peripecia entera está inspirada en un amor tardío de Goethe.

Postal del Grand Hôtel des Bains del Lido en la época en la que Mann ambienta su obra

Hay un algo de pesadilla en La muerte en Venecia, y casi decepciona que, efectivamente, Mann estuviera en el Grand Hôtel des Bains, del Lido, en verano de 1911, y que, efectivamente, el escritor conociera a un efebo polaco, llamado barón Wladyslaw Moes. No obstante, habrá que insistir, el relato de Mann parece totalmente interior, refractario, en todo caso, al análisis turístico: nada ocurre sobre el mapa de una guía (una guía Murray, por caso) sino, más bien, en el corazón dividido de Aschenbach. Cuando se dice que la ciudad “está enferma”, sabemos que Aschenbach no podrá escapar de ese cólera indio. Toda la ciudad de Venecia, en un momento dado, parece concebida como una versión agrandada de la isla de San Michele, es decir, como la preciosa isla-cementerio de la ciudad.

El relato de Mann parece totalmente interior, refractario al análisis turístico: nada ocurre sobre el mapa de una guía sino, en el corazón dividido de Aschenbach

Es la época de la Belleza, no importa que ésta sea frágil. Todo lo contrario. Frente a los Conceptos y frente a la Moral, se lee en La muerte en Venecia que “la Belleza es la única forma de lo espiritual que podemos aprehender y tolerar con los sentidos”. Con la Belleza, con la estética, lo espiritual se materializa. ¿No ocurre tal milagro con Venecia? Es paradójico que dos personajes obsesionados hasta la enfermedad por lo Bello (sea Aspern, sea Tadzio) sean incapaces de contemplar Venecia, y que proyecten sobre sus fachadas dobles, reflejadas en las aguas, sus obsesiones, sin captar lo principal. Su obsesión con la Belleza les impide contemplar la que tienen al alcance directo de los sentidos, la que podrían “aprehender”, como decía Mann (así traduce Del Solar el verbo “empfangen”, que también significa, más cándida y sencillamente, “recibir”).

Estos estetas despendolados de James y de Mann están algo ciegos ante el espectáculo de la más estética de las ciudades, que ellos entienden como un teatro doméstico y una mortaja laberíntica. Me gusta pensar, lector, que quizá en el Caffè Florian les dio la vida a estos letraheridos algún que otro respiro de paz, y que pudieron disfrutar (sí, lector, simplemente disfrutar) del crepúsculo de Atlántida del indescartable San Marcos, arrullados por las palomas en torno, degustando un helado de limón.