Delibes

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Letras

Delibes y la convocatoria de la palabra

Maestro del idioma, pocos narradores del siglo XX han dominado el castellano con la precisión, intensidad y belleza de Delibes, capaz, en palabras de Martín Garzo, de "transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso"

7 septiembre, 2020 02:54

En un cuento de Isaac Bashevis Singer, "Zatle, la cabra", un niño tiene que ir al mercado para vender su cabra vieja y les sorprende una tormenta de nieve. Nieva hasta cubrir los campos y los caminos, y los dos se pierden. Pero ve un montón de paja y abriéndose un hueco en ella se refugia con la cabra del frío. Allí pasan tres días. La cabra se alimenta de las paredes y el techo de la improvisada cabaña, y el niño lo hace de su leche. Durante ese tiempo habla con ella como si le pudiera entender, y así logran salvarse. En una película de François Truffaut, La sirena del Mississippi, un hombre compara el rostro de la mujer que ama con un paisaje. Su frente es una llanura, su pelo un bosque poblado de pájaros, sus ojos dos lagos, su nariz una pequeña montaña, su boca un volcán. En El sabor de las cerezas, del iraní Abbas Kiarostami, un campesino que se va a suicidar colgándose de un árbol, descubre que sus ramas están llenas de cerezas y distraído empieza a comerlas. Y este hecho le salva, pues el sabor delicado y dulce de las cerezas le devuelve de nuevo al mundo que estaba a punto de abandonar.

La obra de Miguel Delibes no sería concebible sin esos intercambios constantes entre el hombre y la naturaleza. Uno de sus personajes sufre si se podan los árboles, y tiene tiritonas cuando en el camueso se anuncia la aparición de las primeras yemas; Azarías, en Los santos inocentes, consigue que una grajilla baje a comer en sus manos; y el tío ratero, en Las ratas, se niega a abandonar su cueva, y a cambiarla por una casa. La cueva que le hace igual a los animales de los que vive, donde crea su extraña familia. Mataba la llama, pero dejaba la brasa y al tibio calor del rescoldo dormían los tres sobre la paja; el niño en el regazo del hombre, la perra en el regazo del niño y, mientras el zorrito fue otro compañero, el zorro en el regazo de la perra.

Borges decía que había dos tipos de narradores, los que todo lo basaban en la expresión, y los que poseían el arte de la alusión y la sugerencia. Delibes pertenece a este segundo tipo, y sus libros lo demuestran de manera ejemplar.

Delibes no se limita a pasear un espejo por un camino, como pedía Stendhal (cosa, por otra parte, que tampoco hacía él), aunque muchas veces pueda parecerlo. Es verdad que nos muestra un mundo definido y concreto, el campo castellano, su explotación y su miseria, o la pequeña y mezquina vida de las provincias españolas durante el franquismo, pero sólo para llevarnos a un instante de apertura, de revelación de otra verdad. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de encantamiento. Podría hacerse una lectura de la obra de Delibes espigando todos esos instantes. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del texto el lugar de la restitución. Y Delibes, como quería Joyce, sólo escribe para dar cuenta de esos instantes en que “la realidad se vuelve de pronto expresiva”. Es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que le hace ser el gran escritor que es.

En el cuento de Singer un montón de paja se transforma en un lugar de comunicación donde todo es posible: alimentarse de cualquier cosa, el dialogo entre los animales y los niños, burlar a la muerte. En la película de Truffaut el cuerpo amado se transforma en una metáfora del mundo; en la película de Kiarostami, un cerezo ofrece un refugio al hombre, y le entrega sus frutos para que se salve. Y en las novelas de Delibes la imaginación ve el mundo como un solo cuerpo.

¿Pero basta con observar el mundo? No, la literatura surge de un acto de atención, pero sobre todo del acierto al convocar la palabra. La convocatoria de la palabra, ha escrito Delibes, es el desafío permanente del escritor. Lograr que la palabra acuda puntualmente a los puntos de la pluma es nuestro objetivo. El escritor convoca a la palabra pero esta comparece o no comparece.

Los jardineros japoneses suelen rodear de tiras de papel ciertos lugares que les sorprenden por su perfección, señalando así al paseante lo que no debe dejar de atender, y la escritura de Delibes opera como esas tiras de papel. Su transparencia es ese cerco de atención y de asombro que nos hace detenernos y mirar. Es lo que pasa con sus prosas de caza. La figura del cazador-escritor (no escribo porque no pesco, declaró Delibes hace unos años, cuando se le preguntó por la razón de haber dejado de escribir sobre las truchas) cobra en su obra una dimensión simbólica. La perdiz que incansablemente persigue el cazador, y trata de convocar con su merodeo, se confunde con esa palabra que aparece. La literatura se confunde entonces tapices en que se mezclan hilos de oro, sin solución de continuidad con los más comunes, y en que una hoja, una mano, un pájaro, pueden aparecer de pronto transfigurados por una puntada de luz.

¿No es ese el misterio de Delibes, ese misterio que transforma cada una de sus páginas en arte verdadero e inolvidable? Convocar la palabra, hacer aparecer ese hilo de oro, esa es la misión del verdadero narrador de historias.

Ahora veo a la madre donde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado. Pero cuando la madre se afanaba en silencio, no la veía, ni sabía que en sus movimientos había un sentido práctico, escribe Lorenzo en Diario de un cazador. No se trata de ver lo que no hay, en una suerte de delirio de la subjetividad, sino de ver donde antes no se veía, ahí radica el arte de narrar de Delibes. Y eso solo las palabras no lo permiten.