Salinas

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Letras

Jaime Salinas, mejor que unas memorias

Este epistolario funciona como un inmenso diario íntimo en el que el editor reflexiona con desparpajo e indiscreciones sobre sus actuaciones profesionales

23 marzo, 2020 02:29

Cuando editar era una fiesta

Jaime Salinas

Edición de Enric Bou. Tusquets. Barcelona, 2020. 656 páginas. 23 €. Ebook: 12,99 €

Editar en España nunca ha sido una fiesta, ni siquiera a la luz de la brillante trayectoria que acredita el protagonista de este libro, el editor Jaime Salinas (1925-2011). Decimos “protagonista” previamente a matizar que su condición de autor del mismo es sobrevenida. Después de publicar Travesías (2003), un celebrado libro de memorias de infancia y juventud que terminaba precisamente cuando su autor, hijo del poeta Pedro Salinas, llegaba en taxi a las puertas de la editorial Seix Barral, donde iniciaría su trayectoria profesional, muchos esperaban que Salinas emprendería una segunda parte que habría de recoger sus recuerdos y experiencias como editor, dando por sentado, muy justificadamente, que el resultado sería un ineludible testimonio de primera mano sobre el tejido humano, afectivo y empresarial en el que se ha sustentado la literatura española en los sesenta años que abarcó la carrera del memorialista.

Ese segundo tomo nunca llegó, en parte, quizá, porque Salinas no quiso escribirlo o no encontró un punto de vista desde el que mantener su proverbial distanciamiento, su acreditada discreción, su cortesía anglosajona –no hay que olvidar que, hijo de exiliados como era, se crió en los ambientes universitarios de Nueva Inglaterra– y las necesarias cautelas con las que referirse a personas muy cercanas y queridas, pero de cuyas limitaciones humanas y profesionales tenía, como acredita su correspondencia, una idea muy clara.

Es precisamente esta correspondencia, y en particular el nutrido corpus formado por las cartas que escribió con periodicidad semanal y durante decenios a su compañero, el escritor islandés Gudbergur Bergsson, la que sustenta el recorrido autobiográfico que el profesor Enric Bou ha compilado como complemento a ese primer tomo de memorias propiamente dichas. Completadas con breves incisos del compilador y documentos de variado origen –entrevistas al propio Salinas y a otros personajes, testimonios expresamente recabados para esta edición, artículos a propósito de determinados acontecimientos, etcétera–, las cartas de Salinas a Bergsson suponen, sin duda, algo bien distinto a lo que cabe esperar de unas memorias. Pero también, por ello, posiblemente aporten al curioso lector mucho más de lo que suelen ofrecer unas memorias.

Como su padre, Jaime Salinas fue un corresponsal impenitente, hasta el punto de que quienes estaban al tanto de ello hacían amistosas burlas al respecto: “Jaime S. conserva algo del zest epistolar adolescente –sin duda porque, como todos sabemos, nuestro amigo tuvo un desarrollo emocional algo tardío y eso le conserva joven”, ironizaba Gil de Biedma en una carta a Gabriel Ferrater de 1961. Sobre esa pulsión el propio Salinas llegó a tener su propia teoría: “No estoy seguro –afirma en una carta a su amigo íntimo en 1984– de que la correspondencia sea siempre un medio de comunicación; en la mayoría de los casos es, más bien, un monólogo consigo mismo”.

Lo que equivale, en cierto modo, al tipo de utilidad psicológica y moral que otros atribuyen al diario íntimo. Y eso es el epistolario de Salinas a Bergsson: un inmenso diario íntimo en el que, además de ventilar cuestiones relativas a la relación entre ambos –algún ejemplo de desavenencia amorosa puede encontrarse entre estos fragmentos espigados y reordenados por el profesor Bou–, Salinas reflexionaba con notable desparpajo y no pocas indiscreciones –que no lo son, dado el carácter privado de estos escritos– sobre sus actuaciones profesionales, sus relaciones con compañeros de trabajo, escritores, responsable políticos y demás y sobre el sentido final de su tarea y lo que esperaba de ella.

Respecto a esto último no cabe duda de que la ejecutoria profesional del editor Salinas sólo puede ser calificada como brillante. “Especialista en relanzar editoriales”, como él mismo se describe en alguna ocasión, su aportación fue decisiva a la hora de convertir Seix Barral en la editorial renovadora que fue a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, así como para, en la década siguiente, configurar Alianza como una insustituible editorial de fondo, del mismo modo que la renovada Alfaguara, siguiente puerto profesional de Salinas, llegó a ser en la década posterior la más potente e influyente editorial “literaria” española…

Podrían añadirse otros logros a esa lista, incluyendo el breve pero fructífero periodo en el que Salinas fue Director General del Libro y Bibliotecas del primer gobierno socialista. Llama la atención que, descontando su ocasional participación como accionista minoritario de alguna de las empresas mencionadas, Salinas fuera siempre un empleado a sueldo de editoriales ya existentes, y no, como lo han sido muchos otros conocidos editores españoles, dueño de una empresa o administrador único y todopoderoso de una sociedad familiar.

Desde esa posición de asalariado –incluso, en sus últimos años, de empleado que hacía sus cábalas respecto a su jubilación–, Salinas no pocas veces reflexiona sobre la inexorable deriva del sector hacia su conversión en simple apéndice de grandes grupos industriales regidos por el designio de obtener rápidos beneficios; y, en ese sentido, nunca se engañó respecto al hecho, constatado por la breve duración de los hitos editoriales de los fue copartícipe, de que algo había en la propia sociedad española y en su estructura empresarial, así como en la falta de voluntad política para transformarlas, que contribuía a que estos logros estuvieran abocados más pronto que tarde a la discontinuidad y el fracaso.

Lo que no significa que el sofisticado y cosmopolita Salinas renegara del todo de su propia españolidad, asumida con distanciamiento e ironía, aunque también desde la percepción de que los mentideros culturales y políticos barceloneses y madrileños, la ruidosa sociabilidad española –documentada al detalle en la infinidad de anécdotas pintorescas que cuenta de sus conocidos, muchos de ellos recordados hoy como importantes figuras del mundo literario, editorial y político– y las lacras asociadas al atraso económico y social no fueran, siquiera por contraste, un medio donde alguien como él tenía mucho que hacer. Por más que, para hacerlo y asegurar al mismo tiempo su cordura, tuviera que desahogarse semanalmente con su paciente y receptivo corresponsal, a quien sin duda debemos que estos textos puedan leerse hoy.